Diferencia entre revisiones de «Principio Antrópico»

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Revisión actual - 06:39 28 abr 2018

Ilustracion principio antrópico.jpg

En cosmología el principio antrópico establece que cualquier teoría válida sobre el universo tiene que ser consistente con la existencia del ser humano.

Explicación

El Principio Antrópico constituye una nueva formulación, desde el punto de vista científico, de la relación que existe entre el ser humano y el universo. Este principio surge en los años 70 en el ámbito de la Cosmología a partir de un grupo de científicos de distintas escuelas y nacionalidades.

El significado, la validez y la capacidad heurística del P.A. produjeron inmediatamente un encendido debate que en poco tiempo superó el círculo de especialistas para llegar a otras categorías de intelectuales, como filósofos y políticos, y hoy al público culto.

Este marcado interés y la fuerte controversia se deben probablemente al hecho de que las implicaciones de este principio tuvieron resonancia en campos muy alejados de la Cosmología. El P. A. —al menos en algunas de sus formulaciones definidas como “fuertes”— constituye efectivamente la superación y hasta podríamos decir la inversión de la visión tradicional de la relación entre el ser humano y el cosmos que la ciencia ha elaborado durante los últimos siglos y que ha pasado a formar parte del sistema de creencias básico de Occidente. Dado que en esta área cultural la ciencia detenta la función de “fábrica de la verdad”, que anteriormente y con otras formas era prerrogativa de la religión, no es sorprendente que un cambio profundo de los principios fundamentales que sostienen su visión del mundo y su Cosmología tenga una repercusión tal en otros ámbitos del saber. En la Cosmología científica tradicional, de matriz positivista, el ser humano —entendido como ser puramente natural, como un fenómeno zoológico— representa una suerte de producto secundario e innecesario de la evolución de la materia. Esta visión considera a la conciencia como el resultado de una estructuración compleja de la materia, como producto de organizaciones moleculares específicas que se han ido constituyendo durante millones de años por mutaciones casuales y por selección en función de las condiciones ambientales dadas. El proceso evolutivo de la materia, desde el Big-Bang hasta el ser humano, es considerado un proceso puramente casual, sin finalidad alguna, determinado por el azar y la férrea necesidad de leyes físicas (1). Según el Segundo Principio de la Termodinámica —que todavía representa uno de los ejes centrales de la visión científica actual— existe una dirección irreversible en la evolución del universo, siempre que éste sea concebido como un sistema termodinámicamente cerrado (2). Tal evolución llevará necesariamente, aunque no se sepa cuándo, a la así llamada “muerte entrópica”, es decir a la desaparición de todo orden, de toda estructura organizada, a una situación indiferenciada en la que todas las partículas constituyentes de la materia se encontrarán en la misma situación energética. Por el contrario, algunas de las formulaciones “fuertes” del P. A. sugieren que la conciencia no es el resultado casual de la evolución de la materia, sino el punto de llegada de una historia cósmica que apuntaba precisamente a ese fin. Es decir, que si el universo ha ido evolucionado hasta ser lo que es hoy, es porque de ese modo ha podido dar lugar al surgimiento de la conciencia. Más aún, para algunos sostenedores del P. A. el universo no es otra cosa que una especie de ruina, de residuo, testigo de un proceso evolutivo cuya máxima expresión es hoy el ser humano (o cualquier otra forma de vida consciente e intencional que eventualmente exista en el universo). Lógicamente, la novedad y ciertas formulaciones extremas del P. A. tienden a producir una gran irritación entre aquellos científicos que se mantienen firmemente plantados en la visión positivista y que lo consideran un imprevisto salto hacia atrás en el desarrollo lineal y bien ordenado de la ciencia. Sin embargo, si lo 17analizamos detenidamente, el P. A. puede considerarse, en el campo de la Cosmología, una de las consecuencias de la crisis del paradigma de la física clásica (3) y de la formulación de la mecánica cuántica de los años 30 de este siglo. Como sabemos, con la aparición de la mecánica cuántica se asiste a una transformación radical del significado de las leyes físicas que dejan de ser deterministas, como lo eran en la física clásica, para pasar a ser probabilistas. Además —y éste es el aspecto que más nos interesa destacar aquí— el observador, o sea la conciencia humana, adquiere una función activa con respecto al fenómeno que observa, es más, una función que será decisiva para la existencia misma del fenómeno. Por el contrario, en la física clásica el observador se reduce a una figura impersonal, a un concentrado de ”atención pura” con la única función de examinar al fenómeno sin interferir con él. En otras palabras, con la formulación de la mecánica cuántica (o al menos con la interpretación que de ella dio la Escuela de Copenhague) se enfrentan, en campo científico, dos posiciones distintas con respecto a la relación entre conciencia humana y mundo natural y a la función de la conciencia en la práctica de la ciencia. En una, la conciencia es un fenómeno natural si bien complejo, que en la práctica científica tiene la función de reflejar pasivamente los demás fenómenos naturales cuyas leyes están dadas a priori, existen desde siempre, están inscriptas en el universo. Desde la óptica de la mecánica cuántica, la conciencia constituye activamente las leyes físicas que, por consiguiente, se consideran el resultado de un vínculo inseparable, de una interacción entre conciencia y mundo (4). Ya a partir de sus formas “débiles”, el P. A. postula esta unión indisoluble entre el cosmos y la conciencia que lo observa, trasladando así este aspecto central de la mecánica cuántica al campo de la Cosmología. Pero en sus formas “fuertes”, admitiendo que la aparición de la conciencia humana sea una suerte de culminación en la evolución del universo, el P. A. supera esta relación e introduce aspectos que podríamos definir «humanistas». Para comprender mejor todo esto, y sin necesariamente entrar en detalles, es preciso trazar una breve historia de cómo se va modificando la visión científica y la función del observador a medida que avanzan las fronteras de la física en el mundo atómico y subatómico. Al término este rápido excursus, analizaremos con mayor profundidad las distintas formulaciones del P. A. Utilizaremos aquí un lenguaje no técnico, que corresponde a una exposición divulgativa, aunque no sea completamente adecuado. El rol determinante del observador en la mecánica cuántica A fines del 800, cuando el entusiasmo positivista alcanzaba su apogeo, las bases teórico-experimentales, que eran la referencia de todo conocimiento sobre el mundo, se reducían a la mecánica de Newton y las ecuaciones de Maxwell del campo electromagnético. ¡Y sin embargo se creía poder dar una respuesta a todas las preguntas, se creía que se había llegado a conocer los fundamentos! Tal ambición fue rápidamente redimensionada y a partir del 900 se han sucedido una serie de pequeñas y grandes revoluciones. La teoría de la relatividad restringida de Einstein (1905) llevó a redefinir completamente el concepto de espacio y de tiempo. Es precisamente en esta teoría, y en particular en la discusión sobre la idea de contemporaneidad, que reaparece el observador como uno de los temas ineludibles de la reflexión sobre los conceptos físicos fundamentales, como lo son el espacio y el tiempo. Einstein observa que dos eventos se pueden considerar contemporáneos no en sentido absoluto —como si se dieran en una suerte de tiempo objetivo que marca su acontecer— sino sólo en relación a un observador colocado en un determinado sistema de referencia espacial. Esos mismos eventos resultarían no contemporáneos para otro observador situado en otro sistema de referencias. Pero es sobre todo con la mecánica cuántica que desaparece la idea de un observador independiente del fenómeno observado. La mecánica cuántica es la teoría que describe el comportamiento de sistemas físicos a partir del mundo atómico y subatómico. Es una teoría que funciona, que ha sido comprobada y que ha entrado en nuestros hogares con los transistores, los circuitos integrados, el láser, etc. Sin embargo, sus fundamentos están muy alejados, no sólo del sentido común, sino también de la tradición del pensamiento científico. Las consecuencias de algunos de sus principios básicos generan aún hoy una cierta perplejidad y necesitan un ulterior esclarecimiento. 18Por lo que hoy sabemos, los fenómenos naturales están gobernados por cuatro interacciones (fuerzas) fundamentales: I) la fuerza de gravedad como se la entiende en las ecuaciones de la Teoría general de la relatividad de Einstein, II) la fuerza electromagnética que describe, por ejemplo, todas las reacciones y los enlaces químicos, III) la fuerza nuclear fuerte, responsable de las fuerzas de corto alcance que ligan a los componentes de los núcleos atómicos, y IV) la fuerza nuclear débil, de origen subatómico, responsable, por ejemplo, del decaimiento del neutrón libre. La últimas tres interacciones siguen las leyes de la mecánica cuántica. En la mecánica cuántica, los conceptos tradicionales de posición, velocidad, trayectoria, tiempo y energía pierden su significado ordinario, se transforman completamente y adquieren una valencia probabilista. El conjunto de tales conceptos define el estado físico de cualquier sistema (un protón, un átomo, un árbol, un gato, una estrella, el universo entero, etc.). El sistema físico en su totalidad es representado por una función matemática llamada función de onda, que describe todos los estados en los que potencialmente se podría encontrar dicho sistema antes de que un observador efectúe una medición. En ese momento se registra lo que se conoce como reducción del paquete de ondas, es decir, el sistema adopta sólo uno de todos los estados posibles: precisamente aquel que el observador detecta. Utilizando la analogía sugerida por Einstein, sería como tirar un par de dados. Antes de lanzarlos hay una posibilidad en 36 de obtener el número 2, una posibilidad en 6 de obtener el número 7 y así siguiendo para los números que van del 2 al 12. Al lanzar los dados obtendré sólo uno de todos los valores posibles. Al observador no le queda más que medir la probabilidad de obtener un cierto resultado y la mecánica cuántica provee las ecuaciones para calcular teóricamente tal probabilidad. Se trata de una concepción no determinista, sino probabilista, en la cual el observador juega un rol decisivo en el momento en que realiza la medición. «No existe el fenómeno si no hay un observador», decía uno de los padres de la física cuántica, el danés N. Böhr y J. A. Wheeler, uno de los más renombrados físicos contemporáneos, afirma que la enseñanza más significativa de la mecánica cuántica es que la realidad se define en base a las preguntas que nos hacemos. Desde el momento mismo de su presentación, la mecánica cuántica generó un continuo y profundo debate. Sin embargo, la mayoría de los físicos ha preferido adoptar la actitud de pasar por alto los problemas conceptuales que plantea y la ha utilizado simplemente como un instrumento útil para realizar previsiones teóricas, como una especie de “galera mágica”, aun a la luz de una serie de aparentes paradojas entre las cuales es digna de mención la célebre Paradoja de Einstein, Rosen, Podonsky. Consideremos cualquier proceso físico en el cual se generan dos partículas idénticas que se alejan una de otra a la misma velocidad pero en dirección opuesta. Se ha comprobado experimentalmente que cuando una de ellas llega al detector de partículas no sólo se produce la “reducción” de su función de onda, sino que también, “instantáneamente”, la otra partícula sufre una suerte análoga aunque se encuentre a años luz de distancia. En otros términos, una única función de ondas describe el sistema constituido por las dos partículas hasta el momento en que se efectúa la observación. Cuando se detecta a una de ellas, se produce la “reducción” de toda la función de onda, con lo que también la otra partícula —por más alejada que esté— se encontrará “instantáneamente” en un estado bien preciso y complementario con respecto a la primera partícula. La pregunta que inmediatamente surge es: ¿Qué es lo que permite a las dos partículas, independientemente del espacio recorrido, mantener un recuerdo del origen común? En el universo que nos rodea hay una continua agregación y disgregación de materia: ¿deberíamos por lo tanto pensar que toda cosa en el universo está de alguna manera relacionada con todo lo demás? Y ¿qué tiene de tan especial la observación consciente de un ser humano como para influir sobre un vínculo que opera a escala cósmica? «No lo sabemos y no nos interesa saberlo, porque de todas maneras la mecánica cuántica nos permite calcular exactamente el estado de cualquier sistema físico». Esta es la desconcertante —y para nosotros insuficiente— respuesta que dan muchos físicos. Lo que nos parece evidente es que ya no se puede dejar de reconocer el rol fundamental del observador en la mecánica cuántica y que cualquier intento de elaborar una teoría subcuántica difícilmente podrá omitir, de manera explícita, el acto intencional de la observación. El Principio Antrópico En los años 30 el famoso físico P. Dirac descubrió que existía una singular relación matemática, una «extraña coincidencia», entre magnitudes físicas muy diferentes entre sí. Él notó que la raíz cuadrada del 19número estimado de partículas presentes en el universo observable es igual a la relación entre fuerza electromagnética y fuerza gravitacional entre dos protones. Esta relación es sorprendente porque se da entre dos cantidades muy diversas entre sí: mientras la relación entre las fuerzas electromagnética y gravitacional es una constante universal que no cambia en el tiempo, el número de partículas en el universo observable varía en función de la evolución del universo mismo, en función del momento en que se realiza la observación. La conclusión de Dirac fue que la relación entre estas dos fuerzas no era constante, sino que cambiaba de acuerdo con los tiempos cosmológicos y que, por lo tanto, había que revisar algunas de las leyes fundamentales de la física. A finales de los años 50, R. H. Dicke demostró que las conclusiones a las que había llegado Dirac no eran correctas (5). La sorprendente coincidencia descubierta por Dirac no era tal en absoluto, sino que se verificaba solamente en una fase precisa de la evolución de las estrellas y de la historia del universo, una fase que corresponde a una específica abundancia de algunos elementos atómicos —sobre todo carbono —, que son los constituyentes básicos de los organismos vivientes. Dirac, como cualquier otro físico, no podía sino constatar esta aparente coincidencia ya que está asociada a procesos evolutivos que han llevado a la aparición de formas vivientes basadas en la química del carbono. De este modo Dicke haría la primera enunciación del Principio Antrópico Débil, denominación con la que se lo conoce a partir de la definición dada en 1986 por J. D. Barrow y F. J. Tipler (6): Los valores observados de todas las magnitudes físicas y cosmológicas no son igualmente probables. Por el contrario, tales magnitudes asumen valores específicos para satisfacer el requisito de que existan lugares donde se pueda desarrollar la vida basada en el carbono y el requisito de que el universo sea lo suficientemente viejo como para que esto ya haya sucedido. El P. A. débil no es un principio cognoscitivo sino simplemente un principio metodológico que nos puede ser útil para evitar errores de interpretación y de generalización en nuestras observaciones, y para definir claramente el alcance y el contexto de las mismas. Nos está diciendo que ninguna teoría cosmológica podrá desconocer el proceso que ha cumplido el universo para llegar hasta nosotros. Nosotros somos parte de este proceso y nuestro modo de ver las cosas está condicionado por todo lo que ha ocurrido en tiempos cosmológicos. Nosotros observamos al universo desde una ventana temporal bien delimitada en la historia del universo mismo, y esa ventana no podía existir antes de que se dieran las condiciones para nuestra existencia. Digámoslo de otro modo, utilizando otro punto de vista: para investigar el mundo físico y el cosmos el hombre ha potenciado su capacidad perceptual explorando, por ejemplo, otras longitudes de onda además de las correspondientes a la luz visible: el infrarrojo y el ultravioleta, hasta incluir a todas las ondas electromagnéticas, desde los rayos X a las ondas radio; ha lanzado telescopios en órbita más allá de los límites de la atmósfera. O sea, ha tratado de obtener respuestas que no dependiesen de su percepción limitada. Pero en esta tentativa de eliminar toda influencia del observador, el hombre ha llegado a un límite, que el P. A. débil señala y que reside en el hecho de que su propia vida se basa en la química del carbono. El carbono, así como el oxígeno y el fósforo, también fundamentales para la vida, son átomos relativamente pesados cuya formación ha requerido procesos que se han desarrollado a escala cosmológica. Según las teorías actualmente aceptadas, hace unos 17.000 millones de años, el universo comienza con el Big-Bang, la explosión primordial —una singularidad, una fluctuación cuántica del espacio-tiempo, como la llaman— que se produjo cuando toda la materia estaba concentrada en un punto. La temperatura y la densidad eran altísimas. Inicialmente se formaron sólo átomos de hidrógeno y helio. Los efectos de la explosión, según esta teoría, son visibles aún hoy y el universo continúa expandiéndose. En tanto, mientras la temperatura disminuía y la materia se densificaba, se formaron nubes de gas bajo la acción creciente de la fuerza de gravedad hasta alcanzar densidades de una magnitud tal capaz de producir la fusión de los núcleos atómicos. Se formaron así las primeras estrellas en un sorprendente equilibrio entre la fuerza de gravedad implosiva y la energía nuclear explosiva liberada por la fusión. Además de energía, la fusión determinó la constitución de todos los demás núcleos atómicos, entre los cuales están los núcleos de carbono. El ciclo de estas estrellas de primera generación terminó cuando se consumió todo el combustible nuclear y la fuerza de gravedad se impuso, haciéndolas colapsar y provocando su explosión final. Los átomos que se habían producido en el crisol estelar se diseminaron y comenzó un nuevo ciclo, con otras estrellas, entre ellas nuestro Sol, y alrededor de las estrellas, planetas, entre ellos nuestra Tierra. 20El origen y la evolución del universo según la teoría estándar del Big-Bang que hemos apenas esbozado se pueden describir más rigurosamente recurriendo a las ecuaciones fundamentales de la física. Aún hoy se está intentando formular teorías cuánticas de la fuerza gravitacional; una de sus principales aplicaciones podría ser explicar los primeros instantes del Big-Bang. La cuatro fuerzas fundamentales que mencionamos anteriormente dependen de algunas constantes universales, más precisamente: la velocidad de la luz, la constante de gravitación universal, la constante de Planck, la constante de Hubble, la carga del electrón, la masa del electrón, etc. El valor numérico de todas estas constantes ha sido determinado empíricamente, es el resultado de mediciones experimentales, es decir, no deriva de leyes formales, de leyes universales, como el número π (pi griego) —la relación entre la circunferencia y el diámetro de un círculo— que es una cantidad abstracta definida en términos puramente matemáticos. No existe hasta hoy una teoría exhaustiva de la cual se puedan derivar los valores de las constantes fundamentales. Pero el P. A. débil da indicaciones que vinculan a los valores que tales constantes pueden asumir, en el sentido de que éstos deben ser compatibles con nuestra existencia, con la vida basada en el carbono. En este punto podemos preguntarnos qué pasaría, o qué habría pasado, si las constantes fundamentales tuvieran valores diferentes a los que conocemos. Podemos prever qué tipo de universo tendríamos si a esas constantes se les atribuyeran valores mínimamente distintos de los valores medidos. El resultado de estos cálculos muestra que la evolución del universo se alteraría completamente y, en la práctica, no se darían las condiciones que han dado origen a la vida en la Tierra. Una menor densidad de materia, por ejemplo, no habría permitido la formación de las estrellas; y viceversa, una densidad mayor habría generado agujeros negros y no estrellas. Y suponiendo que las estrellas se formaran, una diversa intensidad de las fuerzas gravitacionales o nucleares habría trastocado catastróficamente hasta impedirlo ese delicado equilibrio entre gravedad y fuerza nuclear que permite que la estrella dure el tiempo necesario para producir «la sustancia de la cual estamos hechos» o para dar energía a un planeta como la Tierra para que en él se desarrolle la vida. Limitándonos al ámbito cosmológico, la lista de propiedades antrópicas sin las cuales la vida no podría existir es impresionante (7). Veamos algunos ejemplos. Consideremos los protones, los electrones y los neutrones. Si improvisamente la masa total del protón y del electrón aumentaran apenas un poco con respecto a la masa del neutrón, el efecto sería devastador: el átomo de hidrógeno se volvería inestable, todos los átomos de hidrógeno se disgregarían inmediatamente en forma de neutrones y neutrinos; sin carburante nuclear, el sol colapsaría; todas las demás estrellas seguirían la misma suerte. Otro ejemplo: los átomos de oxígeno y carbono existen en proporción similar en la materia viviente y, a escala más amplia, en todo el universo. Es posible imaginar la vida en un universo con un discreto desequilibrio entre oxígeno y carbono, pero un desequilibrio muy grande impediría su existencia. Rocas y suelos con un fuerte exceso de oxígeno quemarían cualquier sustancia química hecha de carbono con la que entrasen en contacto. En 1974 B. Carter sostenía que detrás de esta serie notable de coincidencias antrópicas debía existir algún principio (8), e introdujo el Principio Antrópico Fuerte que, según Barrow y Tipler, se define así (9): En algún estadio de su historia, el universo debe poseer aquellas propiedades que permiten que la vida se desarrolle. Mientras el P. A. débil da una regla de selección para nuestras observaciones (nuestro modo de percibir el universo depende también del hecho de que nuestra vida está basada en el carbono y que éste se tiene que haber formado en el universo), el P. A. fuerte afirma además que las leyes fundamentales y el universo mismo deben ser como son para que surja la vida. Entre todos los universos posibles vivimos precisamente en el que nos permite existir. De no ser así, no podríamos estar contando el cuento. No se trata de una tautología, sino del testimonio de un evento que, a nivel teórico es extremadamente improbable: se estima (10) que la probabilidad de que el universo tenga la configuración que hoy presenta, considerando sólo las posibles condiciones iniciales en el momento del Big-Bang, es una en un número tan grande que si asociáramos un cero a cada protón, a cada electrón y a toda otra partícula existente en el universo entero, éstas no bastarían para escribirlo. 21Frente a una cifra tal, hay quienes otorgan a este hecho un significado no casual y ven al P. A. fuerte como la expresión de un proyecto, de una teleología (es decir, una finalidad) en la historia del universo: toda la evolución cósmica estaría orientada, desde sus albores, a la aparición de la vida y la conciencia. Hay quien va más allá y ve en el P. A. fuerte la confirmación ”científica” de ideas y creencias religiosas tradicionales. Se ha llegado al punto de recurrir al principio en tratados de teología para justificar antiguas cosmologías en una mezcla de ciencia y religión, en la que una queda supeditada a la otra. Implícitamente (y a veces en forma explícita) se sostiene que los modelos elaborados en física, sobre todo si se refieren al génesis del universo, deben ser compatibles con los esquemas teológicos. Esta línea interpretativa no es la única. Extendiendo los principios de la mecánica cuántica a nivel cosmológico, J. A. Wheeler formuló una versión del P. A. llamada ”participatoria” según la cual el universo mismo no existe independientemente del observador (11). En otras palabras: sin observador no existen leyes físicas. Esta afirmación deriva evidentemente de la interpretación de la mecánica cuántica según la escuela de Copenhague. Wheeler estaba absolutamente convencido de que cualquier teoría física futura no podría no incluir el rol activo del observador. Para usar sus palabras, el físico no es simplemente un observador, sino un «participante» que en su exploración del universo da existencia a lo que observa. Cabe decir también que muchos critican el P. A. porque —dicen— da demasiada importancia al ser humano. Pero estos críticos no parecen darse cuenta de que, del otro modo, se llega al extremo de privilegiar injustificadamente al azar, y esto es precisamente lo que hacen. De todas formas, no podemos dejar de tener en cuenta que también el azar sigue reglas bien precisas, como demuestra el debate acerca de la mecánica cuántica. Y entonces, uno se pregunta por qué el azar cumple con ciertas leyes y no con otras. Si se recurre al azar para evitar las implicaciones del P. A. fuerte, no se hace otra cosa que transferir los mismos interrogantes al campo del cálculo de probabilidades, sin resolver nada en definitiva. Vale la pena, para aclarar este punto, hacer una breve digresión sobre el concepto de probabilidad, que —como hemos visto— es tan importante en la mecánica cuántica, pero que está presente en todos los sectores de la ciencia, desde los sistemas complejos a las teorías de la evolución de las especies biológicas. Las interpretaciones corrientes del concepto de probabilidad demuestran que no tiene sentido hablar de probabilidad objetiva, que la probabilidad no es simplemente una abstracción matemática o algo que se pueda reducir a la observación o al dato empírico. Hoy se está afirmando una concepción subjetivista de la probabilidad que se puede ejemplificar con las palabras del matemático B. De Finetti (12): «No tiene sentido hablar de la probabilidad de un evento sino sólo en relación al conjunto de conocimientos de los que dispone una persona». Si quisiéramos definir una probabilidad objetiva deberíamos decir que es «0» si el evento no se produjo y «1» si el evento tuvo lugar. Pero dado que no podemos saber si el evento se verificará, no nos queda más que «estimar» tal probabilidad en base a nuestros conocimientos, nuestras expectativas, nuestro patrimonio cultural, histórico, social y biológico. Conclusiones ¿Qué nos reserva el futuro? ¿Cuál será la evolución del universo según las teorías cosmológicas? ¿Qué podemos esperar de tales teorías? De acuerdo con el modelo estándar del Big-Bang hay dos tipos posibles de evolución según la cantidad total de materia presente en el universo: la expansión se detendrá y el proceso se invertirá hasta terminar en un catastrófico Big-Crunch, o la expansión continuará indefinidamente hasta la muerte entrópica. En ambos casos, ningún tipo de vida biológica podrá sobrevivir. Pero la fantasía de los físicos nos ayuda nuevamente a salir del paso: se hipotiza que el hombre logrará adaptarse a esta condición extrema, transfiriéndose eventualmente a formas de vida no biológicas producto de la tecnología. Barrow y Tipler han generalizado esta idea en el Principio Antrópico final (13): Sistemas inteligentes que elaboran información deberán aparecer en el universo, y una vez que lo hagan ya no morirán. En estos últimos años la teoría del Big-Bang ha ido perdiendo relevancia y hay quien sostiene que será superada antes de que termine el siglo (14). Son muchos los hechos que esta teoría no logra explicar: la 22edad del universo, la notable homogeneidad de la radiación de fondo, el problema de la ”materia oscura”, la presencia de los quásars, etc. La respuesta de los teóricos del Big-Bang a estos interrogantes ha sido introducir toda una serie de hipótesis ad hoc para adaptar mejor el modelo a los datos experimentales que se han ido acumulando desde los años 60 hasta hoy. Muchas de estas hipótesis son difíciles, si no imposibles, de verificar experimentalmente. En este sentido, no hay que olvidar —y este es un punto fundamental— que el criterio de verificación experimental galileano no es aplicable al universo en su totalidad. Desde afuera, se ven muchas analogías con la situación que se había dado durante el Renacimiento con la teoría tolemaica. En aquella época, para justificar las anomalías en el movimiento de los planetas, los teóricos reducían los modelos de sus órbitas alrededor de la Tierra a ciclos y epiciclos determinados ad hoc a fin de obtener movimientos compuestos que fueran compatibles con los que se observaban. Y esto continuó hasta que Copérnico propuso un modelo totalmente nuevo que al principio no era tan preciso como el tolemaico en términos de previsión. De hecho, ajustando bien los epiciclos, se habría podido reproducir perfectamente las órbitas planetarias, mientras que la simple teoría de Copérnico se basaba en órbitas circulares que tenían como centro al Sol. Era justamente la simplicidad lo que daba fuerza a la nueva teoría que, con la introducción de las órbitas elípticas de Kepler y gracias a la confirmación experimental con el telescopio de Galileo, terminó por suplantar a la vieja. Visto el actual impasse, no es raro que en los últimos tiempos se hayan propuesto varias alternativas a la teoría estándar. En particular, se han rescatado y readaptado diversas variantes del modelo de universo estacionario e infinito. Muchas de las coincidencias antrópicas que hemos mencionado (por ejemplo, aquellas asociadas a la evolución estelar y a la formación del carbono) subsisten en estos nuevos modelos, mientras que sería muy difícil aplicar el concepto de muerte entrópica en un universo infinito. A decir verdad, aun en el modelo estándar de Big-Bang muchos consideran que no es exacto hablar de muerte entrópica. Este concepto se asocia a una visión de la entropía del siglo XIX, ligada a la termodinámica clásica de los estados de equilibrio. Su modelo de referencia es el retículo cristalino con su orden, su regularidad, su equilibrio, pero también con su estaticidad. Sin embargo, el surgimiento de la vida en el universo, así como I. Prigogine lo ha puesto claramente en evidencia, es la demostración tangible de la manifestación del orden en estructuras disipativas, caóticas, alejadas del equilibrio termodinámico, como lo son precisamente los organismos vivientes. Están también los que piensan que una futura teoría podrá explicar las coincidencias antrópicas o simplemente redimensionarlas y reinterpretarlas, atenuando así su carga de excepcionalidad. De hecho, muchos físicos —en particular, los más ligados a la tradición positivista— tienen la esperanza de que se llegará un día a formular una teoría que, en modo abstracto y unívoco, dará los valores de las constantes universales y, posiblemente, llegará a la ecuación final, independiente de las condiciones iniciales: la tan anhelada Teoría del todo. Pero una ecuación universal no implica necesariamente que las soluciones sean unívocas: sería muy difícil (en la práctica, imposible) descender de lo universal a lo particular. Las modernas teorías del caos han mostrado la extrema sensibilidad de las condiciones iniciales, intrínsecamente indeterminadas, de cualquier sistema físico complejo. Hoy sabemos que ninguna computadora, por más potente que sea, y ninguna red de estaciones meteorológicas, por muy compacta que sea, podrán formular previsiones del tiempo válidas a largo plazo. Nuestro sistema solar, que en tiempos pasados se utilizaba como metáfora de la regularidad, estabilidad y eternidad del universo (y que dio origen a la imagen del «Dios relojero» del racionalismo), hoy es considerado un sistema inestable, destinado a evaporarse, a disolverse, con los planetas que abandonan sus órbitas «eternas». La complejidad matemática de este sistema es tan grande que es imposible estimar cuándo se verificará un evento tal. De todas maneras, una ecuación universal sería una teoría matemática, y por tanto, una teoría del «cómo» y no del «porqué». En cuanto teoría matemática del universo entero formulada por un ser que es parte integrante de ese universo, sería también una teoría del hombre, su ideador. Y por muy fascinante que sea a nivel estético, le faltará siempre un contexto externo donde insertarse —un metauniverso que permita su comprobación— y podrá sólo inducirnos a una actitud de muda y perpleja contemplación. El efecto psicológico y cultural de una teoría tal no sería neutro: sería el triunfo del azar, de la idea según la cual todo nace de la nada y en la nada termina, donde el hombre —bizarro resultado del azar y la necesidad— no 23puede hacer otra cosa que asumir una posición irrelevante frente a la majestuosidad del universo. En este sentido, cabe recordar las críticas que varios historiadores y estudiosos de fenómenos culturales dirigieron a las generalizaciones cosmológicas del Segundo Principio de la Termodinámica efectuadas durante el siglo pasado y aún hoy vigentes en parte. La idea de muerte entrópica surge si se admite que el universo es un sistema termodinámicamente cerrado. Esta admisión no era (ni es) fácilmente justificable en términos teóricos y tampoco existían indicios experimentales que la respaldaran. No obstante, la noción de muerte entrópica se difundió rápidamente y se transformó en casi un dogma que, partiendo de las cosmologías ”científicas” del positivismo, llegó a nuestros días. Frente a extrapolaciones que no tienen nada de científico (si con este término se entiende la definición galileana de verificabilidad experimental), es lícito preguntarse cuáles son las bases precientíficas que dan origen a teorías como la de la muerte entrópica o similares que la fantasía de los cosmólogos nos propone continuamente. Vale la pena recordar aquí la interpretación que O. Spengler da en El ocaso de occidente de la muerte entrópica formulada por von Clausius y otros eminentes químicos alemanes de la segunda mitad del Ochocientos. Para Spengler esta teoría no era más que la reproposición en ámbito científico de la antigua cosmología germánica de la Caída de los Dioses (Goetterdaemmerung) y del incendio del Walhalla, con los que se concluía trágicamente la vida del universo, cosmología que en aquel entonces se había puesto nuevamente de moda con las óperas de Wagner. Una base mitológica tan antigua e ”irracional“ se había insinuado subrepticiamente en una teoría científica. Tal vez se podría decir algo similar con respecto a las actuales Cosmologías. Hay quien nota que en la base de la teoría del Big-Bang hay un modelo mítico bastante evidente —el Génesis bíblico— y la obstinación con que se la defiende más allá de las pruebas experimentales puede ser considerada un claro indicio de que nos encontramos frente a una creencia de carácter pre-científico. Sea como fuere, la discusión teórica sobre las actuales Cosmologías, vista la dificultad de obtener pruebas experimentales, corre el riesgo de transformarse en algo parecido a las disputas teológicas medievales. En tanto, el Principio Antrópico —en todas sus variantes— sugiere que toda teoría física futura no podrá no tener en cuenta al rol del observador en modo explícito. Como hemos dicho más de una vez aquí, la centralidad del observador, es decir, de la conciencia humana, parece ser una constante que está surgiendo en varios campos de las ciencias físicas.

(Pietro Chistolini / Salvatore Puledda)

Notas

1. Cfr. la presentación de carácter divulgativo de este modo de entender la evolución biológica que J. Monod hace en Le hazard et la nécessité, París 1970.

2. Por «sistema termodinámicamente cerrado» se entiende un sistema que no intercambia ni materia ni energía con el exterior.

3. El sentido que aquí se da al término paradigma es el que adopta T. S. Kuhn en su famoso ensayo de 1961 La estructura de las revoluciones científicas, para denotar «ciencia normal» aceptada en un determinado momento histórico por un grupo de investigadores o por toda la comunidad científica.

4. Cfr. sobre este punto las tesis de algunos de los más grandes teóricos de la mecánica cuántica, N. Bohr, W. Heisenberg, E. Schroedinger y M. Born.

5. R. H. Dicke, Nature 192, pág. 440 (1961); Rev. Mod. Phys. 29, págs. 355 y 363 (1977).

6. J. D. Barrow y F. J. Tipler, The anthropic cosmological principle (Oxford University Press, N.Y. 1986), pág. 16.

7. Cfr. J. D. Barrow y F. J. Tipler, op. cit.

8. B. Carter, en Confrontation of cosmological theories with observation, ed. M.S. Longair (Reidel,Dordrecht,1974), pág. 291.

9. J. D. Barrow y F. J. Tipler, op. cit., pág. 21.

10. R. Penrose, The emperor's new mind (Oxford University Press, 1989)

11. J. A. Wheeler, en Fundamental problems in the special science, ed. R.E. Buts y J. Hintikka (Reidel, Dordrecht, 1974), pág. 3; en The nature of scientific discovery, ed. O. Gingerich (Smithsonian Press, Washington, 1975), págs. 261-296 y 575-587.

12. B. De Finetti, La filosofia della probabilità (Il saggiatore, Milán, 1995), pág. 64.

13. J. D. Barrow y F. J. Tipler, op. cit., pág. 23.

14. Cfr. E. J. Lerner, The Big Bang never happened (Times Books, 1991).

Referencia

Texto incluído en el capítulo "Conferencias" del libro Un Humanista Contemporáneo

También en Perspectivas Humanistas, anuario 1996 del Centro Mundial de Estudios Humanistas

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