Diferencia entre revisiones de «El Día del León Alado»
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Los acontecimientos se precipitaron. Llegó un muchacho con un recipiente que entregó al gordo y éste, sin inmutarse, destapó el frasco. Abriendo la boca de Barek vació en ella su contenido. Luego con una mano empujó la mandíbula y con la otra oprimió las narices del agonizante. No fue un movimiento brusco sino dulce y suave. Mirando a un grupo de parientes, el oficiante movía la cabeza de Barek a derecha e izquierda manejándola desde las narices. Pasado un tiempo, subió a una silla que le alcanzaron y, en equilibrio inestable, se inclinó profundamente hacia adentro del ataúd. Allí estuvo haciendo comprobaciones hasta que decidió descender. Luego se alejó del lugar con la satisfacción de la tarea bien realizada; con el porte y gravedad que corresponde a esos acontecimientos. Esa fue la señal que rompió el dique de las emociones experimentadas por la muerte de un entrañable amigo. Mientras el llanto se generalizaba asumí una actitud solemne, sin dejar de espiar los humedecidos ojos verdes de la hija de Barek. Ella, como única descendiente, había autorizado la eutanasia de su padre, y de los diversos programas de extinción supo elegir el más exquisito. | Los acontecimientos se precipitaron. Llegó un muchacho con un recipiente que entregó al gordo y éste, sin inmutarse, destapó el frasco. Abriendo la boca de Barek vació en ella su contenido. Luego con una mano empujó la mandíbula y con la otra oprimió las narices del agonizante. No fue un movimiento brusco sino dulce y suave. Mirando a un grupo de parientes, el oficiante movía la cabeza de Barek a derecha e izquierda manejándola desde las narices. Pasado un tiempo, subió a una silla que le alcanzaron y, en equilibrio inestable, se inclinó profundamente hacia adentro del ataúd. Allí estuvo haciendo comprobaciones hasta que decidió descender. Luego se alejó del lugar con la satisfacción de la tarea bien realizada; con el porte y gravedad que corresponde a esos acontecimientos. Esa fue la señal que rompió el dique de las emociones experimentadas por la muerte de un entrañable amigo. Mientras el llanto se generalizaba asumí una actitud solemne, sin dejar de espiar los humedecidos ojos verdes de la hija de Barek. Ella, como única descendiente, había autorizado la eutanasia de su padre, y de los diversos programas de extinción supo elegir el más exquisito. | ||
==== EL GRAN SILENCIO ==== | |||
Al mediodía los cosechadores se ubicaron a la sombra de los parrales más tupidos. Luego de comer trataron de hacer una corta siesta. Más de 40 grados centígrados imponían silencio a los pájaros y a los caballos adormecidos en sus corrales. Los camiones de acarreo; los tractores que enganchaban los carros y remolques, esperaban protegidos en sus galpones. Solamente una brisa movía algunas hojas del viñedo y el rumor del agua en las acequias apenas se escuchaba. Era una tarde seca y brutalmente cálida, una tarde que sólo conocen los que viven bajo los cielos violentamente azules de los semidesiertos. | |||
Cualquiera próximo a la sofocación podría haber jurado que escuchaba el crepitar del sol pegando en la tierra casi calcinada. Y sin embargo, yo vi cómo el extravagante sujeto atravesó una hilera de viña llegando hasta un amplio callejón; cómo su perro fiel lo siguió a pocos metros; cómo bajó sus pantalones exponiendo las nalgas chatas a la radiación; cómo en cuclillas desechó una jalea oscura que chorreando se mezcló con el polvo; cómo aquello se solidificó velozmente y cómo el perro abriendo su boca con la precisión de una pala mecánica alzó un trozo sólido y perfecto. | |||
Tal vez por la temperatura estuve cerca del desmayo o, por lo menos, faltó irrigación en mi cerebro ya que por un instante vi al sol como una burbuja transparente. Luego, las nalgas refulgieron y los cuerpos de perro y amo quedaron quietos en sus absurdas posiciones. Ni brisa, ni el más leve rumor de las acequias, ni latido de corazón, ni calor, ni sensación... El Gran Silencio irrumpió en medio del pretexto de lo desencajado. | |||
Después, el perezoso fluir de la existencia animó a las hormigas y al lagarto furtivo. Un relincho lejano indicó que había llegado nuevamente a la tierra del acontecer... Por ello levanté el tacho de cosechador y con unas tijeras podadoras comencé a cortar racimo tras racimo, embarcado en una dicha que se expandía en círculos concéntricos. | |||
Revisión del 20:41 17 oct 2015
Libro de Silo incluido en el volumén I de las Obras Completas terminado de escribir en 1991
Explicación
Desde la introducción de Obras Completas Volumén I:
El Día del León Alado, es una serie de cuentos muy cortos, por unos relatos más extensos de trama compleja y por algunas fantasías próximas a la ciencia- ficción. Precisamente de la última de ellas, El Día del León Alado, el libro toma su título. El autor, transitando una vez más por los caminos del experimento literario, nos entrega ahora unos pocos cuentos entre los que destaca por su originalidad.
En los Ojos Sal, en los Pies Hielo. Para los conocedores de su obra, particularmente del ensayo Psicología de la Imagen, el breve escrito que comentamos aparece como una clara aplicación de su teoría de la conciencia a la descripción de un hecho insólito.
Las otras ficciones que componen este volumen tocan desde la conmovedora situación de un líder africano sin salida, hasta la risueña actividad de un superhombre que, utilizando su habilidad gimnástica, termina por vencer a la ley de gravedad.
Edicciones
Publicado en Argentina por Editorial Planeta, 1991; en España por Editorial Antares, 1991.
Tiene tres edicciones en italiano con Multimage (incluiendo la de las Obras Completas). Una en inglés en las Obras Completas de Latitude Press.
Traducciones
Ha sido traducido en Catalán, francés, inglés, italiano y portugués.
Texto completo
Cuentos Cortos
HOGAR DE TRÁNSITO
Desde temprano anduve entre las oficinas importadoras que funcionaban en los puestos del mercado. Barek-el-Muftala había desaparecido del ambiente y nadie pudo darme referencias de él. Sin embargo, un viejo frutero dijo que vio a Barek abandonar la zona amarilla de la ciudad tres días antes y que escuchó algunas cosas confusas sobre él. En la nota que puso en mis manos, señaló un punto de Malinkadassi. Así salí en dirección a la plaza principal luchando con vendedores de yoghurt, bronceros y comerciantes; luego descansé en un bar tomando shá, rehusando narguiles y café; finalmente, me encaminé hacia la terminal de colectivos en la que encontré un taxi. Después de un largo trayecto, el vehículo me dejó frente a la casona de una planta. Allí pude leer en un cartel de bronce: “HOGAR DE TRÁNSITO”.
En la puerta obtuve la información que buscaba. “Está adentro”, me dijeron. Abriéndome paso entre la muchedumbre doliente, logré desembocar en una enorme habitación. Un gran círculo humano rodeaba al ataúd abierto que, con la tapa apoyada en un brazo de madera semejaba casi a un piano de cola. Al lado del féretro, un gordo recitaba oraciones en voz alta y, cada tanto, los hombres respondían a las jaculatorias. El personaje, periódicamente, metía su mano derecha en el ataúd como tratando de dar compostura a un ropaje o tal vez al sudario del fallecido. Con esa visión me fui acercando hasta ubicarme muy cerca del centro de escena. Entonces comprendí que el oficiante trataba de calmar al supuesto difunto que pugnaba por levantar cabeza. Barek-el-Muftala estaba delante de mis narices con la cabeza vendada, quejándose débilmente. Al parecer, había sufrido un severo accidente y se encontraba agonizando.
Los acontecimientos se precipitaron. Llegó un muchacho con un recipiente que entregó al gordo y éste, sin inmutarse, destapó el frasco. Abriendo la boca de Barek vació en ella su contenido. Luego con una mano empujó la mandíbula y con la otra oprimió las narices del agonizante. No fue un movimiento brusco sino dulce y suave. Mirando a un grupo de parientes, el oficiante movía la cabeza de Barek a derecha e izquierda manejándola desde las narices. Pasado un tiempo, subió a una silla que le alcanzaron y, en equilibrio inestable, se inclinó profundamente hacia adentro del ataúd. Allí estuvo haciendo comprobaciones hasta que decidió descender. Luego se alejó del lugar con la satisfacción de la tarea bien realizada; con el porte y gravedad que corresponde a esos acontecimientos. Esa fue la señal que rompió el dique de las emociones experimentadas por la muerte de un entrañable amigo. Mientras el llanto se generalizaba asumí una actitud solemne, sin dejar de espiar los humedecidos ojos verdes de la hija de Barek. Ella, como única descendiente, había autorizado la eutanasia de su padre, y de los diversos programas de extinción supo elegir el más exquisito.
EL GRAN SILENCIO
Al mediodía los cosechadores se ubicaron a la sombra de los parrales más tupidos. Luego de comer trataron de hacer una corta siesta. Más de 40 grados centígrados imponían silencio a los pájaros y a los caballos adormecidos en sus corrales. Los camiones de acarreo; los tractores que enganchaban los carros y remolques, esperaban protegidos en sus galpones. Solamente una brisa movía algunas hojas del viñedo y el rumor del agua en las acequias apenas se escuchaba. Era una tarde seca y brutalmente cálida, una tarde que sólo conocen los que viven bajo los cielos violentamente azules de los semidesiertos.
Cualquiera próximo a la sofocación podría haber jurado que escuchaba el crepitar del sol pegando en la tierra casi calcinada. Y sin embargo, yo vi cómo el extravagante sujeto atravesó una hilera de viña llegando hasta un amplio callejón; cómo su perro fiel lo siguió a pocos metros; cómo bajó sus pantalones exponiendo las nalgas chatas a la radiación; cómo en cuclillas desechó una jalea oscura que chorreando se mezcló con el polvo; cómo aquello se solidificó velozmente y cómo el perro abriendo su boca con la precisión de una pala mecánica alzó un trozo sólido y perfecto.
Tal vez por la temperatura estuve cerca del desmayo o, por lo menos, faltó irrigación en mi cerebro ya que por un instante vi al sol como una burbuja transparente. Luego, las nalgas refulgieron y los cuerpos de perro y amo quedaron quietos en sus absurdas posiciones. Ni brisa, ni el más leve rumor de las acequias, ni latido de corazón, ni calor, ni sensación... El Gran Silencio irrumpió en medio del pretexto de lo desencajado.
Después, el perezoso fluir de la existencia animó a las hormigas y al lagarto furtivo. Un relincho lejano indicó que había llegado nuevamente a la tierra del acontecer... Por ello levanté el tacho de cosechador y con unas tijeras podadoras comencé a cortar racimo tras racimo, embarcado en una dicha que se expandía en círculos concéntricos.
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