Principio de la acción oportuna
“No te opongas a una gran fuerza. Retrocede hasta que aquella se debilite, entonces, avanza con resolución”.
Tercero de los doce Principios de Acción Válida.
Explicación
Este Principio, no recomienda retroceder ante los pequeños inconvenientes, o los problemas con que tropezamos diariamente.
Únicamente se retrocede, según explica el Principio, ante fuerzas irresistibles, tales que indudablemente nos sobrepasan al enfrentarlas. Retroceder ante las pequeñas dificultades debilita a la gente, la hace pusilánime y temerosa.
No retroceder ante grandes fuerzas, hace a la gente proclive a todo tipo de fracasos y accidentes. El problema aparece cuando no se sabe anticipadamente quién tiene más fuerza, si uno o la dificultad. Eso habrá de comprobarse tomando pequeñas “muestras”, haciendo pequeñas confrontaciones que no comprometan totalmente la situación y que dejen espacio libre para cambiar de postura si ésta fuera insostenible. Antiguamente, se hablaba de “prudencia”, esa era una idea muy próxima a la que estamos explicando.
Pero hay otro punto: ¿cuándo avanzar? ¿En qué momento el inconveniente se ha reducido en fuerza, o bien, en qué momento hemos ganado nosotros en fuerza? Vale la misma idea de tomar “muestras” cada tanto haciendo pequeños intentos, no definitivos.
Cuando la fuerza está a nuestro favor y el inconveniente se ha debilitado, el avance debe ser total. Guardar reservas en tal situación, es comprometer el triunfo porque no se va adelante con toda la energía disponible. He aquí la correspondiente leyenda:
Leyenda
Había en cierto lugar un pescador viejo, padre de tres niños y extremadamente pobre.
Tenía la costumbre de echar sus redes al agua solamente cuatro veces cada jornada. Un día entre los días, después de rastrear el río dos veces en vano, sintió una gran alegría al advertir que, a la tercera, la red pesaba mucho, de modo que apenas podía recogerla.
Pero su desencanto no tuvo límites cuando vio que toda su pesca consistía en un asno muerto que algún mal vecino había tirado al agua. Se lamentó en vos alta de su desgracia, y disponiéndose a lanzar la red por cuarta vez, dijo: -La bondad de Alá es infinita. ¡Quién sabe si ahora tendré más suerte! Cuando arrastró la red, notó por segunda vez que pesaba mucho, y al abrirla, encontró una gran copa tapada con una chapa de metal. Separó ésta, vació la copa que estaba llena de cieno, la miró por todos lados y ya pensaba en llevársela a su casa para venderla a algún fundidor, cuando de ella empezó a salir una columna de humo que fue creciendo y espesándose hasta alcanzar la forma de un genio de proporciones gigantescas: su frente era alta como una cúpula; sus manos grandes como gradas de labranza; su boca, negra como una caverna; sus ojos, brillantes como antorchas, y sus piernas altas como árboles.
A la vista de aquel monstruo, el pescador temblando de miedo, intentó huir, pero la voz de aquél, imponente como un trueno, lo dejó inmóvil.
-¡No hay más Dios que Alá, y Salomón es el profeta de Alá! -exclamó el genio. Y enseguida añadió: -y tú, ¡oh gran Salomón!, profeta de Alá, mándame, dispón de mí y te obedeceré puntualmente.
-¡Oh, genio poderoso! -replicó el pescador-¿qué estás diciendo? ¿Acaso ignoras que Salomón ha muerto hace más de mil ochocientos años? ¿Acaso ignoras que llegó Mahoma el profeta de Alá? ¿Pretendes burlarte de mí o estás loco? -¿Que estoy loco? ¡Por Alá te juro, que si vuelves a ofenderme habré de darte muerte! -¿Serías capaz de hacerlo, ¡oh genio!, después de haberte librado de la prisión en que estabas?
-Escucha mi historia, pescador -dijo el genio-, y comprenderás que mi amenaza no es en vano: “Has de saber que soy un genio rebelde. Mi nombre es Shar el Genio; todos los de mi especie prestaron obediencia a Salomón, menos yo, que huí para no someterme a él. Pero un visir que mandó en mi persecución, me aprisionó y me condujo encadenado a su presencia. Cuando estuve ante él me pidió que aceptara su religión; como me negué mando meterme en esa copa en que me has encontrado, la sello con su sello y dispuso que la arrojasen al mar. Dentro de mí estrecha prisión, prometí durante el primer siglo, hacer inmortal al hombre que me liberase. Pero nadie me liberó. Durante el segundo siglo pensé en hacer dueño de los más ricos tesoros a quien llegase en mi auxilio. Y nadie llegó. En el tercer siglo prometí que el que me libertase tendría mi poder, mi fuerza y mi sabiduría; pero también fue en vano. Entonces, dando libre salida a mi cólera, juré que mataría al hombre que me devolviese la libertad. Ese hombre eres tú, y nadie te librará de mí venganza”.
-Pero si me matas ¡oh genio! -repuso el pescador-cometerás una injusticia que Alá no te perdonará nunca, ya que pagas con un crimen el bien que te hice poniéndote en libertad. Piensa, además, que soy casado y tengo tres hijos que aún no pueden valerse por sí mismos...
Nada parecía ablandar al gigante, cuyo rostro inmenso iba cada vez tornándose cada vez más feroz. Comprendió el pescador que su suerte dependía de su ingenio, y, como no era torpe, ideó una estratagema a la que se agarró como un naufrago a la tabla que ve pasar a su lado sobre el lomo de una ola.
-¿Estás realmente decidido a darme muerte? -preguntó el pescador. -Claro que sí -respondió el monstruo. -Pues bien; antes de que cometas esa injusticia, desearía que me sacases de una duda que tengo. -Habla pronto, que estamos perdiendo mucho tiempo. -Tú dices que estabas dentro de esa copa; pero eso no es cierto. ¿Cómo podrías caber en ella, si apenas entra una de mis manos? Sólo viéndolo podría creerlo. -¡Ah! eso quiere decir que desconfías de mí, ¿eh? Pues bien, luego de esto habré de matarte con más gusto aún, pescador incrédulo y desconfiado.
El genio empezó entonces a disolverse en humo, hasta que sólo quedó una especie de espiral que entró en la copa y desapareció totalmente. Dentro se sintió una vos que decía: -¿Te convences ahora? ¡Oh, pescador desconfiado!
La contestación del pescador fue poner rápidamente en la copa la tapa que le había quitado. El genio, al verse encerrado nuevamente, gritó y amenazó primero, suplicó después; pero el pescador no hizo caso de súplicas ni de amenazas y tomando la copa fingió que iba a arrojarla al agua. De este modo arrancó al genio un renovado juramento que aquél hubo de cumplir luego de recobrar su libertad.
Bibliografía
El Libro de la Comunidad Edición 2010