Diferencia entre revisiones de «El Día del León Alado»

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Reconsideré la situación. Antes de la muerte de Poe sus huellas se borraron por varios días, y luego reapareció en nuestra dimensión delirando. Llamaba a Reynolds para que tratara de hacer variar los hechos que él había visto anticipadamente. Esto era doblemente imposible porque Reynolds ya había muerto antes que él y porque los protagonistas de la catástrofe todavía no habían llegado al mundo. Sin duda era un delirio... ¿O es que necesitaba dejar constancia de todo lo sucedido? Si este fuera el caso, el poeta eligió a la buena de Margaret para que me comunicara ese mensaje. Lanzó su botella a las olas del tiempo hace más de 140 años y lo hizo el día de su muerte en Baltimore, el 3 de octubre de 1849.
Reconsideré la situación. Antes de la muerte de Poe sus huellas se borraron por varios días, y luego reapareció en nuestra dimensión delirando. Llamaba a Reynolds para que tratara de hacer variar los hechos que él había visto anticipadamente. Esto era doblemente imposible porque Reynolds ya había muerto antes que él y porque los protagonistas de la catástrofe todavía no habían llegado al mundo. Sin duda era un delirio... ¿O es que necesitaba dejar constancia de todo lo sucedido? Si este fuera el caso, el poeta eligió a la buena de Margaret para que me comunicara ese mensaje. Lanzó su botella a las olas del tiempo hace más de 140 años y lo hizo el día de su muerte en Baltimore, el 3 de octubre de 1849.
== Ficciones ==
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Revisión del 07:01 18 oct 2015

Libro de Silo incluido en el volumén I de las Obras Completas terminado de escribir en 1991

Explicación

Desde la introducción de Obras Completas Volumén I:

El Día del León Alado, es una serie de cuentos muy cortos, por unos relatos más extensos de trama compleja y por algunas fantasías próximas a la ciencia- ficción. Precisamente de la última de ellas, El Día del León Alado, el libro toma su título. El autor, transitando una vez más por los caminos del experimento literario, nos entrega ahora unos pocos cuentos entre los que destaca por su originalidad.

En los Ojos Sal, en los Pies Hielo. Para los conocedores de su obra, particularmente del ensayo Psicología de la Imagen, el breve escrito que comentamos aparece como una clara aplicación de su teoría de la conciencia a la descripción de un hecho insólito.

Las otras ficciones que componen este volumen tocan desde la conmovedora situación de un líder africano sin salida, hasta la risueña actividad de un superhombre que, utilizando su habilidad gimnástica, termina por vencer a la ley de gravedad.


Edicciones

Publicado en Argentina por Editorial Planeta, 1991; en España por Editorial Antares, 1991.

Tiene tres edicciones en italiano con Multimage (incluiendo la de las Obras Completas). Una en inglés en las Obras Completas de Latitude Press.


Traducciones

Ha sido traducido en Catalán, francés, inglés, italiano y portugués.


Texto completo

La obra se divide en tres grandes bloques: cuentos cortos, relatos y ficciones. Cada uno de ellos ...


Cuentos Cortos

HOGAR DE TRÁNSITO

Desde temprano anduve entre las oficinas importadoras que funcionaban en los puestos del mercado. Barek-el-Muftala había desaparecido del ambiente y nadie pudo darme referencias de él. Sin embargo, un viejo frutero dijo que vio a Barek abandonar la zona amarilla de la ciudad tres días antes y que escuchó algunas cosas confusas sobre él. En la nota que puso en mis manos, señaló un punto de Malinkadassi. Así salí en dirección a la plaza principal luchando con vendedores de yoghurt, bronceros y comerciantes; luego descansé en un bar tomando shá, rehusando narguiles y café; finalmente, me encaminé hacia la terminal de colectivos en la que encontré un taxi. Después de un largo trayecto, el vehículo me dejó frente a la casona de una planta. Allí pude leer en un cartel de bronce: “HOGAR DE TRÁNSITO”.

En la puerta obtuve la información que buscaba. “Está adentro”, me dijeron. Abriéndome paso entre la muchedumbre doliente, logré desembocar en una enorme habitación. Un gran círculo humano rodeaba al ataúd abierto que, con la tapa apoyada en un brazo de madera semejaba casi a un piano de cola. Al lado del féretro, un gordo recitaba oraciones en voz alta y, cada tanto, los hombres respondían a las jaculatorias. El personaje, periódicamente, metía su mano derecha en el ataúd como tratando de dar compostura a un ropaje o tal vez al sudario del fallecido. Con esa visión me fui acercando hasta ubicarme muy cerca del centro de escena. Entonces comprendí que el oficiante trataba de calmar al supuesto difunto que pugnaba por levantar cabeza. Barek-el-Muftala estaba delante de mis narices con la cabeza vendada, quejándose débilmente. Al parecer, había sufrido un severo accidente y se encontraba agonizando.

Los acontecimientos se precipitaron. Llegó un muchacho con un recipiente que entregó al gordo y éste, sin inmutarse, destapó el frasco. Abriendo la boca de Barek vació en ella su contenido. Luego con una mano empujó la mandíbula y con la otra oprimió las narices del agonizante. No fue un movimiento brusco sino dulce y suave. Mirando a un grupo de parientes, el oficiante movía la cabeza de Barek a derecha e izquierda manejándola desde las narices. Pasado un tiempo, subió a una silla que le alcanzaron y, en equilibrio inestable, se inclinó profundamente hacia adentro del ataúd. Allí estuvo haciendo comprobaciones hasta que decidió descender. Luego se alejó del lugar con la satisfacción de la tarea bien realizada; con el porte y gravedad que corresponde a esos acontecimientos. Esa fue la señal que rompió el dique de las emociones experimentadas por la muerte de un entrañable amigo. Mientras el llanto se generalizaba asumí una actitud solemne, sin dejar de espiar los humedecidos ojos verdes de la hija de Barek. Ella, como única descendiente, había autorizado la eutanasia de su padre, y de los diversos programas de extinción supo elegir el más exquisito.


EL GRAN SILENCIO

Al mediodía los cosechadores se ubicaron a la sombra de los parrales más tupidos. Luego de comer trataron de hacer una corta siesta. Más de 40 grados centígrados imponían silencio a los pájaros y a los caballos adormecidos en sus corrales. Los camiones de acarreo; los tractores que enganchaban los carros y remolques, esperaban protegidos en sus galpones. Solamente una brisa movía algunas hojas del viñedo y el rumor del agua en las acequias apenas se escuchaba. Era una tarde seca y brutalmente cálida, una tarde que sólo conocen los que viven bajo los cielos violentamente azules de los semidesiertos.

Cualquiera próximo a la sofocación podría haber jurado que escuchaba el crepitar del sol pegando en la tierra casi calcinada. Y sin embargo, yo vi cómo el extravagante sujeto atravesó una hilera de viña llegando hasta un amplio callejón; cómo su perro fiel lo siguió a pocos metros; cómo bajó sus pantalones exponiendo las nalgas chatas a la radiación; cómo en cuclillas desechó una jalea oscura que chorreando se mezcló con el polvo; cómo aquello se solidificó velozmente y cómo el perro abriendo su boca con la precisión de una pala mecánica alzó un trozo sólido y perfecto.

Tal vez por la temperatura estuve cerca del desmayo o, por lo menos, faltó irrigación en mi cerebro ya que por un instante vi al sol como una burbuja transparente. Luego, las nalgas refulgieron y los cuerpos de perro y amo quedaron quietos en sus absurdas posiciones. Ni brisa, ni el más leve rumor de las acequias, ni latido de corazón, ni calor, ni sensación... El Gran Silencio irrumpió en medio del pretexto de lo desencajado.

Después, el perezoso fluir de la existencia animó a las hormigas y al lagarto furtivo. Un relincho lejano indicó que había llegado nuevamente a la tierra del acontecer... Por ello levanté el tacho de cosechador y con unas tijeras podadoras comencé a cortar racimo tras racimo, embarcado en una dicha que se expandía en círculos concéntricos.


¡TECLEA LA RESPUESTA!

Cómo hacía la computadora para escribir poemas por su cuenta, es algo que me intrigó durante mucho tiempo. El caso es que se ponía en acción justo en el momento en que me ausentaba. Pero hoy acabo de seguir con nitidez las huellas de la culpa. Y ya no más querida mía; ¡ya no más, estúpida TZ- 28300!

Hace sólo un momento, todo estaba bien. Tomaba café y operaba con mis aparatos. Lobo dormía, como siempre, en un rincón alfombrado. Trabajando en el cuarto de pruebas con el instrumental y las sustancias, me ayudaba en la investigación el programa experto de Química que había introducido en la TZ- 28300. Estaba en la secuencia en que la computadora me preguntaba: “¿Se funde con facilidad?” y yo tecleaba “no”. Entonces ella esbozaba conclusiones y daba sugerencias escribiéndolas en el papel continuo de modo que la información quedara impresa para ulteriores revisiones.

–Probablemente es un compuesto iónico. ¿Se disuelve?
–Sí.
–Halla el P.H. y luego señala si es un ácido, un álcali o una sustancia neutra. ¡TECLEA LA RESPUESTA!
–Es neutra.
–Se trata de una sal neutra. Averigua el metal que contiene sobre la base de la prueba de la llama. ¿Tienes una respuesta?
–Sí.
–Procede con la determinación de los radicales. Si muestra un precipitado blanco cuando se añade cloruro de bario, el radical es sulfato. Si resulta blanco cuando se añade nitrato de plata, se trata de cloruro. Si desprende dióxido de carbono cuando se lo calienta, es carbonato. Combina el metal y el radical para averiguar el nombre del compuesto. ¡TECLEA LA RESPUESTA!

En ese momento partí hacia la otra habitación a buscar unos recipientes de porcelana para seguir con los experimentos. Pero, como ya había ocurrido otras veces, escuché el zumbido que denunciaba la impresión de un texto y regresé corriendo. La impresora devoraba papel blanco por un lado y lo expulsaba escrito por otro. Ante mis ojos se estaba componiendo una secuencia que no podía ocurrir dado el programa con que trabajaba. La TZ- 28300 estaba combinando datos químicos con la más variada información personal que yo tenía almacenada, y con fragmentos de la enciclopedia que estaba en su disco rígido. Sin embargo, esa incoherencia no era cosa del otro mundo. Dos o tres áreas de memoria que de pronto se mezclaban por una inoportuna instrucción como “merge”, provocaban esos fenómenos. Sólo que esa orden debía ser tecleada por mí y no era ese el caso, máxime en mi ausencia. Además, la combinación debía pasar por un procesador de palabras de inteligencia artificial, como ocurría cada vez de acuerdo con los ordenamientos que aparecían escritos. ¡Demasiados errores plasmados en una dirección precisa! Dejé que salieran metros y metros de papel escrito hasta que se presentaron algunas quintillas inteligibles:

Toda flor es siempre fanerógama.
En cambio tú, María Brigidita,
(teléfono 9421318 - Arce 2317),
eres a veces absurda y exquisita;
inquieta, solapada y criptógama!
En la prueba de la llama miraré
tu cobre verde,
tu litio rosa/rojo,
tu estroncio carmesí.
Iracunda e irreductible monógama!
Ni todo metal se hace irreductible,
ni la deuda en oxígeno combustible.
DEBO:
a la droguería, polvo fino de hierro
y al almacén, comida para el perro.

Salté sobre la impresora y la desconecté. Conque “almacén, comida para el perro”, ¿eh?. La máquina, en sus asociaciones libres me había encaminado. Por eso vuelvo a pensar “ya no más querida mía; ¡ya no más, estúpida TZ- 28300!”. Tomaré medidas, pero lo haré paso a paso y sin errores.

Comienzo por apagar el sistema; espero unos segundos... Conecto todo. Se escucha un “clic”. El disco duro comienza a girar mientras me guiña con sus diodos luminosos. Instalo el programa experto de Química. Todo responde, todo está en orden. Me levanto del asiento y salgo taconeando hacia la habitación contigua. Al pasar al otro ambiente entorno la puerta hasta casi cerrarla; luego continúo mi desplazamiento por un tiempo más, pero regreso a hurtadillas hasta la puerta, colocándome tras la hendija que me permite observar una buena parte del cuarto de pruebas.

¡Como lo sospechaba! Veo una forma sigilosa que avanza hacia la computadora. De un salto se ubica frente al teclado, pero yo salgo con estruendo y Lobo corre chillando hasta el rincón. Acostado queda inmóvil, haciéndose el muerto.

Estoy en cuclillas amonestando al delincuente.

–Así es que el fantasma de la Ópera, ¿no?; ¿así que revolviendo el hocico entre las teclas? ¡Ahora verás!

Lobo se reanima. Sentado en sus cuartos traseros levanta el pecho apoyando el resto del cuerpo en sus dos manazas de ovejero cachorrón. Con las orejas paradas y enfilando su hocico, me observa sin inmutarse. Sigo despotricando y él comienza a mirarme humanamente. Quedo desarmado y acaricio su hocico. Entonces siento un “clic” a mis espaldas. El disco rígido ha comenzado a trabajar. ¿Qué es esto? Los diodos luminosos guiñan y el zumbido de la impresora inunda la habitación. Me levanto y en dos trancos estoy frente a los aparatos, pero la impresora no devora más su papel; los diodos permanecen encendidos y quietos. Observo a Lobo que, sentado y estático en su rincón, clava en mi su mirada humana. Tengo la extraña sensación de que entre la ZT- 28300, Lobo y yo, se ha formado una estructura de espera. Entonces me decido. Arranco el trozo de papel escrito, lo pongo ante mis ojos y leo:

¿Acaso quieres alimentar a tu perro? ¿Acaso prefieres disolverlo en un ácido, un álcali o una sustancia neutra?

¡TECLEA LA RESPUESTA!


LA PIRA FUNERARIA

Desde el puente, acodado, observaba con nitidez todas las maniobras que hacía el grupo al costado del río. Vi como nadie pudo dar con ramas ni troncos suficientemente secos para agrandar una hoguera limpia y provechosa. Luego de intento tras intento, algunos hombres animaron las llamas con trapos y viejos ejemplares del Nepal Telegraph. El fuego subió y entonces se decidieron a colocar una suerte de camastro en la pira funeraria. Tal vez por el cáñamo de las bolsas atadas a las dos maderas laterales, tal vez por el género que envolvía al fallecido, las llamas crecieron... pero aquello no duró mucho tiempo. A fuerza de agregar ramas y hojas no del todo secas, el humo envolvió al túmulo y el grupo se dispersó tosiendo. Al cambiar el viento, dos hombres se acercaron a la fogata y empujaron al difunto hasta el agua. Fue una operación hecha con un dejo de ira e impaciencia; la contrafigura de las cremaciones habituales en las que se termina por recoger las cenizas que luego son dispersadas sobre el río.

El cuerpo flotó suavemente y ante un nuevo impulso entró a formar parte del caudal. En silencio el grupo vio como se alejaba, mientras yo desde el puente lo tuve cada vez más cerca: estaba desnudo y solamente la parte derecha había alcanzado a quemarse levemente. También la mitad derecha de la cara estaba achicharrada. Y un cuervo posado en el cadáver picoteaba el ojo izquierdo, el ojo no tocado por el fuego. Cuando pasó bajo el puente volví a concentrarme en el conjunto que permanecía estático al borde del río. Desde allí, acodado, me quedé esperando que se retirara. Entonces recordé los funerales de todas las latitudes de la tierra; los funerales pobres y los fastuosos; los asépticos y los antihigiénicos. Consideré los entierros, las cremaciones, los desmembramientos y trituraciones de los huesos; las exposiciones a pájaros y a osos; la colocación en árboles y en rocas protegidas, en grietas y cráteres, en construcciones desmesuradas, en templos y jardines; los envíos de cenizas en urnas espaciales; los mantenimientos criogénicos...

Bostecé, estiré los brazos y sentí hambre.


EN LOS OJOS SAL, EN LOS PIES HIELO

Fernando fue un buen compañero de trabajo y un científico destacado. Inexplicablemente abandonó sus tareas y partió al Africa. Luego, alguien me dijo que andaba por Alaska. Han pasado dos años desde entonces y nadie pudo saber, a ciencia cierta, que fue de él. Si es que aún vive me parece que ya debe estar irreversiblemente loco e imagino cómo pudo haber comenzado su desquicio. Entre los papeles que abandonó en nuestro laboratorio se destaca un desordenado y extraño apunte bastante alejado de sus investigaciones habituales. Helo aquí.

26-08-80

Esto sucedió ayer a la madrugada, horas después de haber bebido una débil infusión de la hoja esmeraldina. Estaba solo en el gabinete de Biología. La música fluía suavemente desde el pequeño altavoz disimulado en la pared frontal. Creo que en ese momento se escuchaba un ritmo lento de percusión y voces. Mientras tanto, sentado ante la mesa de trabajo, me sentía molesto porque notaba a mi pie derecho bastante frío y acalambrado, contrastando con el izquierdo que se mantenía particularmente cálido. Había trabajado toda la noche y, no obstante el ardor de mis ojos, giré el regulador de luz aumentando el brillo en el condensador del instrumento óptico. Por décima vez, miré al microscopio la muestra vegetal y vi que los estomas brillaban en color esmeralda subido. Agregué 500 aumentos pero la definición varió disparejamente en los campos del binocular debido, tal vez, a un desajuste en el aparato. Luego comprobé que no se trataba de una falla mecánica. Tampoco se trataba de simple fatiga visual. De este modo, fijé la vista en los oculares, sin pestañear. Al poco tiempo comprobé que las imágenes se disociaban: el ojo izquierdo veía una cosa y el derecho otra, mientras cada figura se transformaba siguiendo las insinuaciones de la música. Los estomas habían desaparecido y, en cambio, unos grupos humanos se agitaban en el ocular derecho en un ambiente de frío y hielo al tiempo que en el izquierdo las imágenes se relacionaban con la sal y el calor. Comprobé que la sal traducía mi cansancio pero también comprendí que se filtraba en la imagen correspondiente a mi ojo izquierdo, mientras que el derecho veía imágenes traducidas del frío y el calambre de mi pié derecho. No obstante la disociación, las imágenes se conectaban perfectamente con una “voz” interna que parecía divagar sobre el microscopio. La música hacía variar los movimientos de las imágenes que veía, pero a veces el sonido se convertía en ráfagas de viento que afectaban mi rostro.

Alejándome del aparato organicé una pequeña tabla en la que pude presentar toda la disociación aunque siempre conectada con la divagación central que formalicé de este modo: “En el binocular predominaron los colores claros. Todo brillaba a la luz del condensador del microscopio, pero arriba estaban las lentes que aumentando los haces luminosos herían, cristalinos, a mis ojos, ya entonces demasiado fatigados”.

Así fue toda la secuencia:

En el binocular
comencé a ver gente que, en coloridos grupos, rodeaba altas estalagmitas de sal. Eran africanos de distintas nacionalidades comerciando entre sí. Lentamente desa nudaron sus bultos en los que... encontré un desierto de greda reseca y partida. Todo era opaco, casi negro. En suave movimiento los costrones se fueron soldando en una masa. Pronto ella...


predominaron los colores claros.
La situación humana era excepcional. Nadie estaba apurado frente a su montículo en aguja. Distintos grupos entonaban un himno y en la cadencia se balanceaban con perfecto ritmo. Las estalagmitas de sal se elevaban como hormigueros de termitas. El suelo se congeló y allí me vi caminando descalzo en un piso de hielo interminable. Desde los pies hacia arriba del cuerpo subía un cosquilleo punzante.


Todo brillaba a la luz del condensador del microscopio
y me preguntaba cómo se habrían producido esas formaciones ya que para ello se hubiera necesitado el agua cayendo densamente, mientras mi rostro era azotado por ráfagas de viento. Abajo, el hielo se quebraba, dejando abiertos abismales precipicios,


pero arriba estaban las lentes
en un cielo limpio que no podría facilitar las lluvias. En todo caso, algún líquido habría arrastrado la sal formando estalagmitas. Así se erguían los túmulos ansiosos pero libres, fuertes, sin enojos, buscando a los cielos despejados de modo que me encontraba apresado en toda dirección. Casi vencido y deslumbrado oí el rugido furibundo. Entre los vientos espantosos el reflejo iba a sus antojos dando en bloques separados


que aumentando los haces luminosos
herían, cristalinos, a mis ojos
ya entonces demasiado fatigados.


Relatos

KAUNDA

El embajador de Zambia insistió durante una semana. Sus instrucciones eran estrictas, él no podría abandonar Florencia sin llevarme a Lusaka. El 10 de enero de 1989 llegué acompañado por Antonio y Fulvio. Al pie de la escalera, un comité de recepción presentó sus saludos. De inmediato fuimos rodeados por una guardia armada que nos introdujo en tres limusinas negras. A gran velocidad nos desplazamos por una carretera periférica hasta cortar en un punto el centro de la ciudad. Mientras los motociclistas abrían paso entre la multitud, alcancé a ver largas colas de mujeres que cargando a sus niños desnutridos esperaban la apertura de los centros de racionamiento.

Diez minutos después estábamos en el palacio presidencial, rodeados por tanquetas y empalizadas laberínticas. Bajamos y fuimos conducidos al salón de ébano en el que nos esperaba el Presidente con su gabinete en pleno. Kaunda dio la bienvenida destacando nuestra importancia ideológica para la Revolución. Respondí brevemente, mientras Antonio traducía para la cadena de T. V. El Presidente Kaunda en su porte soberbio lanzaba ademanes estudiados hacia nosotros y a su público, repartiendo sobriedad y paternalismo según variaba de posición frente a unos y otros. Siempre colgaba de su mano izquierda el largo pañuelo blanco que, seguramente, constituía un signo personalísimo de su vestimenta. ¡El famoso pañuelo! Cuando hablaba agitándolo con vehemencia o sesgando el aire todos comprendían la señal; cuando escuchaba, sobándolo largamente, también los presentes interpretaban el código. Pero si acompañaba la caricia con un intermitente “ya veo”, aquello era una aprobación decidida.

En dos días hicimos todo lo necesario. Solamente en el diálogo sostenido con el secretario del partido único, la cosa terminó mal. Pero, en general, la información fue abierta y los problemas por los que pasaba el país se expusieron descarnadamente, cotejados siempre con los datos más increíbles que recogía Fulvio y que sumaba a la masa que había traído desde Europa. En los jardines presidenciales Kaunda mostraba los impala que pacían suavemente. En ese edén bucólico, la floresta africana y la brisa del atardecer no me impedían ver la situación como televisada desde arriba: todo ángulo custodiado por sujetos con intercomunicadores; más afuera las tanquetas y las empalizadas; más allá aún los retenes y luego Lusaka hacinada y hambrienta; los campos arrasados, las minas de cobre y los minerales estratégicos vaciados a precio vil, manejados por un puñado de compañías cuyos hilos saliendo del mapa africano se anudaban en lejanos puntos del globo. Ese era un corte espacial; pero también veía ese lugar diez, veinte, treinta años atrás, y siglos antes, cuando no existían países sino tribus y reinos, y los hilos se anudaban a poca distancia. Comprendí que tarde o temprano el régimen sería depuesto porque su voluntad de cambio tenía las manos atadas por aquellos hilos multicolores. Sin embargo, yo sentía algo parecido al agradecimiento por el apoyo brindado a la liberación de Sudáfrica y a la lucha anti-apartheid. Por eso, aún sabiendo por anticipado que nuestro proyecto era irrealizable, Antonio desplegó las variables de lo que se debía hacer...

Luego de la cena de la tercera noche, descendimos a un búnker a través de un pasillo lleno de cuadros a derecha e izquierda. Allí estaban Mandela, Lumumba y otros tantos héroes de la causa africana. También aparecían Tito y otras personalidades de los distintos continentes. De pronto me detuve frente a un cuadro y pregunté a Kaunda:

–¿Qué hace Belaúnde aquí?
–Es Allende, –respondió el Presidente.
–No, es Belaúnde Terry, socialcristiano y ex presidente del Perú; hombre no muy progresista sino más bien ligado a los intereses del Club Nacional de Lima.

Kaunda tomó el cuadro y con toda naturalidad lo estrelló contra el piso. Luego dijo algo sobre Salvador Allende pero yo estaba concentrado en el espacio que había quedado descolorido en la pared, y en los vidrios rotos en el piso. Por un instante me pareció que se ponían y sacaban cuadros en infinitos pasillos a una velocidad chaplinesca y, en esas escenas del cine mudo, se reemplazaban héroes y cobardes, opresores y oprimidos, hasta que al final en un muro sin color quedaba una intención vacía que era la imagen del futuro humano.

Llegamos al búnker.

Mientras Fulvio apuntaba y filmaba hasta los últimos detalles, Antonio, elegante y metálico, abrió su carpeta y con una frialdad de hielo hizo todas las críticas del caso. Mientras hablaba vi como el pañuelo se agolpaba, cómo luego comenzó a anudarse para finalizar abandonado en una mesita justo al término de la exposición. Antonio sin reserva alguna habló de tal modo que cualquier político se hubiera sobresaltado. Sin embargo, vi claramente que todo lo dicho llegaba al corazón. Me pareció que Antonio encarnaba una verdad que arrancaba antes de él y que se proyectaba hacia el futuro. En esa frialdad estaba el trasfondo de todas las causas por las que el hombre ha luchado y creo que todos lo entendieron así. Kaunda, emocionado, no tuvo más remedio que reconocer con su “ya veo”, pero pronunciado de tal modo y con tal tristeza que debió verse en el espejo de su alma.

“Para terminar nuestro análisis que, según entendemos debe ser hecho en conformidad con lo que vemos, debemos reforzar el punto quinto que se refiere a la disolución inmediata del partido único y a la celebración de elecciones plurales en menos de un año. Esto va acompañado con la liberación de los presos políticos y el derecho al reingreso y participación de los exiliados en la lucha política. La prensa monopólica debe ceder el paso a todas las formas de expresión aún a riesgo de que los enemigos de los intereses del pueblo de Zambia se impongan momentáneamente por el uso indecente de sus ingentes recursos. También queremos destacar el punto octavo en el que se considera la factibilidad de una conferencia permanente de los siete países para fijar los precios mínimos de los minerales estratégicos a nivel internacional. Y, en lo que hace a la campaña contra Sudáfrica, los siete países deberían bloquear sus espacios aéreos para impedir el libre desplazamiento del régimen racista. Por lo demás, si hablamos de una revolución profundamente humana debemos comenzar por la desarticulación del aparato represivo que siendo una defensa contra los provocadores externos y su quinta columna, nos han llevado a espiar, controlar, encarcelar y fusilar a nuestros propios ciudadanos. ¡No hay revolución que tenga sentido, si se pierde el sentido de la vida humana!”. Sin inmutarse, Antonio cerró su carpeta y la entregó, con otra plagada de informes, al secretario de Kaunda.

El Presidente me miró desde su enorme sofá que parecía un trono. Lo miré muy adentro y dije:

–Excelencia, nada de lo dicho se podrá poner en práctica porque las coyunturas lo impiden, pero hemos sido leales luego de estudiar a conciencia la situación. Le ruego a usted y a los honorables miembros de su gabinete sepan disculpar lo que hemos expuesto.

Kaunda se levantó como un gigante e, insólitamente, se abalanzó sobre mí para abrazarme. Otro tanto hicieron los ministros con Fulvio y Antonio. En aquel momento sentí con fuerza que a todo eso lo había vivido anteriormente.

Partimos de Lusaka con sensación de fracaso. Sin embargo, supimos al poco tiempo que Kaunda había comenzado importantes reformas.

Gradualmente liberó a los presos políticos; abrió la libertad de Prensa; liquidó al Partido único; reconoció públicamente sus errores; dispuso elecciones generales y, al ser derrotado, abandonó el poder para convertirse en simple ciudadano.

Un diario de San Francisco, relató lo siguiente:

“Después de liderar a su país hacia la independencia de Inglaterra en 1964, Kenneth Kaunda fue presidente de Zambia por 27 años. A su favor podemos decir que permaneció firme en su lucha contra el Apartheid de Sudáfrica y que muchos acontecimientos de aquel país se hubieran enlentecido sin su decisiva ayuda. En su propia tierra enfrentó una montaña de dificultades económicas. Especialmente desde la caída de los precios mundiales del cobre. Desde comienzos de los años ‘80 Zambia se ha vuelto cada día más pobre. El promedio de ingreso per cápita ha disminuido a 300 dólares anuales, la mitad de lo que fue dos décadas atrás. La harina de maíz, principal artículo alimenticio, escasea y se ha encarecido. Para colmo de males, un sector importante de la población está infectado con SIDA y el país ostenta el récord mundial de casos. La ayuda extranjera también ha sido cortada desde septiembre, fecha en que el Fondo Monetario Internacional le reclamó el pago de 20 millones de dólares que adeudaba. A principio de noviembre, Kaunda fue derrotado por Frederick Chiluba, uno de los principales líderes sindicales del país, en las primeras elecciones multipartidarias desde la independencia. A diferencia de Sese Seko Mobutu que está reprimiendo a la oposición luego de 26 años en el poder, en el vecino Zaire, K. Kaunda dejó pacíficamente el gobierno.”

No he vuelto a ver a Kaunda, pero sé muy bien que en algunas noches diáfanas de su cielo africano sigue haciendo las preguntas que yo no supe responder: “¿Cuál es nuestro Destino después de todas las fatigas y de todos los errores? ¿Por qué al luchar contra la injusticia nos volvemos injustos? ¿Por qué hay pobreza y desigualdad si todos nacemos y morimos entre rugido y rugido? ¿Somos una rama que se quiebra, somos el lamento del viento, somos el río que baja hacia el mar?... ¿O somos, tal vez, el sueño de la rama, del viento y del río que baja hacia el mar?”


PANFLETO A PASO DE TANGO

Panfleto: (del inglés pamphlet. Contracción de Pamphilet, nombre de una comedia satírica de versos latinos, del siglo XII, llamada Pamphilus, seu de Amore). Opúsculo de carácter agresivo destinado a difundir, sin fundamento serio, toda clase de críticas.
Tango: (probablemente voz onomatopéyica). Baile argentino de pareja enlazada, forma musical binaria y compás de dos por cuatro. Difundido internacionalmente, fue utilizado por Hindemith y Milhaud. Stravinski lo introdujo en un movimiento de su “Histoire du soldat” en 1918.


Andrés vivía mirándose el ombligo y, en sus ratos libres, contemplaba el mundo exterior a través del ojo de una cerradura. Lo conocí en 1990 en un lugar de América del Sur llamado “Argentina”. El era pues un “argentino”, un hombre de plata, y le ocurría que al no tener dinero se sentía frustrado con la designación colectiva que llevaba a cuestas. Recuerdo que nos presentaron en un restaurante con motivo de unas clases que yo estaba por dar en torno a temas de mi especialidad, es decir, en torno a gastronomía computacional. En aquella ocasión el tópico a desarrollar sería “Cómo preparar una buena ensalada sin usar aceite y sin tomar el rábano por las hojas”.

Andrés era afecto a la buena mesa pero al creer que únicamente en su país se comía carne como es debido, no pudo aceptar mis enseñanzas respecto a las múltiples preparaciones que esta admitía. Esa cortedad impidió que se convirtiera en un excelente ayudante de cocina. Así, angustiado por la elección entre dos opciones que le quedaban, terminó por malograr su estómago y avinagrar su vida.

Según Andrés, su “patria” (como le gustaba decir), vivía una tragedia extraordinaria que a mí me pareció un sarampión infantil en una etapa de la vida de los pueblos en la que no se debe comer porquerías y en la que el asunto dietético debe atenderse rigurosamente. Gracias a esos cuidados los pueblos del Medio Oriente pudieron evitar la triquinosis del cerdo, los nórdicos impusieron su blonda cerveza a los bebedores de vino tinto y, más adelante, el rubio té a los siniestros consumidores de café negro colombiano o brasileño.

¡Atención a lo que se come y a lo que se bebe! Cómo comparar la espiritualidad del té de Ceylán (según lo han demostrado teósofos destacados como Bessant y Olcott), con ese café cuyo mercado no está en manos de victorianos y naturistas; cómo comparar la margarina a la mantequilla y al aceite, productores de colesterol; cómo comparar el sobrio lemon pie a esos jamones, quesos y embutidos de los pueblos latinos. Eso es lo mismo que igualar la elegancia de los cuadros de la abuelita Moses a los excesos de un Goya, de un Gauguin o de un Picasso... Por eso los alemanes tienen tantos problemas, porque no se deciden de una vez por el vino o la cerveza, por Hegel o Alvin Toffler, por Goethe o Agatha Christie, por Bach o Cole Porter. La Historia demuestra que si los emperadores romanos hubieran sido más cuidadosos no hubieran sufrido aquella catástrofe motivada por beber tintorro en copas antihigiénicas. Sin embargo, no estamos de acuerdo con la interpretación que atribuye al plomo de esos recipientes el saturnismo y las numerosas enfermedades que los volvieron incapaces para el mando. Pues no, la gastronomía computada demuestra que fue el llenarse la barriga con vino y miel lo que los hizo caer... ¡y bien merecido lo tuvieron! De otro modo, el mundo todavía se mantendría en el oscurantismo y no se mediría en galones, pulgadas, pies, yardas, millas y fahrenheits; no se hubieran desarrollado las hermosas líneas de los Rolls Royce ni el sombrero hongo; nadie manejaría por la izquierda y no se usarían las gafitas Lennon; pocos pronunciarían la sugestiva palabra “shadow”; el sombrero y la montura mejicana no hubieran pasado a los tejanos; el zapateo americano se mantendría en los pies de los andaluces y nadie señalaría con el índice a su público en los bailes de cabaret y en la televisión. En esa situación primitiva ¿quién podría entonar “Cantando bajo la lluvia”, quién mascaría chiclet preparando las enzimas bucales y mejorando el flujo de ptialina para engullir adecuadamente? Así pues había que estar en alerta con los temas dietéticos, pero mi aprendiz no lo entendió a pesar del esfuerzo pedagógico que hice. El seguía obsesionado con los problemas de su pequeño mundo, mirando todo por el agujero de un fideo. Me explicó que en otras décadas su país había sido extraordinario (uso la palabra “extraordinario” porque Andrés, al pronunciarla, elevaba al cielo sus húmedos ojos vacunos y, pestañeando lentamente, se sumía en el recuerdo tanguero). En rigor, existía una interpretación muy simple de esa pequeña crisis pero no se atrevía a formularla porque en lugar de aspirar al hogar común de un pueblo, ambicionaba una potencia que hiciera sentir su fuerza. No podía admitir que en plena época de caída de las burocracias y ascenso de la mundialización, se borraran las fronteras nacionales y reventara el modelo estatal del siglo XVIII. El, sin saberlo, era un nacionalista de izquierda; una rara avis in terris (de acuerdo a la hipérbole de Juvenal), que nace en los lugares en que el factor emotivo se mezcla con la dieta alimenticia. Desde luego, en todas partes sentimientos y papilas gustativas van juntos, pero la mesa internacional agrega una dosis de ilusión que calma la ansiedad de los comensales. Pobre muchacho... ¡y qué buen ayudante de cocina hubiera sido! Desafortunadamente, no logró inspirar su cabeza en la gastronomía como en su momento lo hicieran grandes hombres. Seguramente si el eminente Lenin no hubiera estado atento a las delicatessen suizas, tampoco contaríamos hoy con su exquisita definición de la moral como “¡una salsa fetichista para una comida útil!”. Esta maravillosa expresión gástrica sublimada, me ha llevado a diseñar un programa de repostería que en sagrado homenaje patentaré como “Vladimir”, aún cuando las olas de los acontecimientos mundiales sean desfavorables a ese tributo. ¡Noblesse oblige!

Pero sigamos con nuestro tema. Como todos los químicos del lugar Andrés tenía que elegir entre dos opciones: o marchaba hacia cualquier centro extranjero de estudios avanzados, o se empleaba de taxista en Buenos Aires. Muchos de sus compañeros habían seguido la primera rama de un diagrama de flujo que terminaba en algún país con buenos laboratorios, un equipo internacional, tecnología abundante y ese estándar de vida que permitía disponer de algún esparcimiento sin sobresaltos. El diagrama mencionado llevaba a subrutinas que detenían la secuencia en un stop desde el que se podía teclear go to 1 regresando a la Argentina, o bien tomaba otra vía y llegaba a un break a partir del cual era posible escribir end of program acompañado por una mujer insulsa, algún niño, y vecinos amables que exhibían el último par de zapatos adquirido a buen precio. La segunda rama, de taxista, se desarrollaba entre conflictos en el contexto de un país que aparentemente desaparecía día a día. Esa parte del esquema terminaba en un end como jubilado del gremio del transporte ciudadano. Su país había producido varios premios Nobel en Fisiología, Química y Medicina, resultando curioso comprobar las veleidades aristocratizantes de esos científicos que despreciando un oficio digno de taxista elegían la primera rama del diagrama de flujo. En otros campos de la cultura el lugar había liderado distintas expresiones pero también muchos de sus exponentes habían optado por la primera rama. Esos avanzados de la dietética terminaron por abandonar sus hábitos de arrojar pedazos de carne sin sazonar a la parrilla y ya comían en mesas con mantel y cubiertos adecuados. El arte de la convivencia había comenzado a desarrollarse en ellos mientras asimilaban su rol de juglares en los ágapes elegantes. Domados por la vida habían aprendido a disimular sus pensamientos, como corresponde a la gente civilizada, despojándose de la insolencia de sus coterráneos que tanta urticancia provocaban en todas partes. Un fenómeno parecido ocurría con los deportistas que, aunque primeros en el mundo en múltiples actividades, habían sido comprados individualmente por centros opulentos y luego desmembrados como equipo. Las películas yanquis ponían de moda aires escritos por sus músicos y la Unión Soviética exhibía como producto internacional a algunos de sus ideólogos y militantes.

Sorpresivamente la Argentina se había transformado en bananera y se la conocía por su analfabetismo, decadencia y un largo etcétera. Era curioso ver cómo se la ubicaba por óperas rock como Evita, por una refriega lumpen con Inglaterra cerca del polo sur, y por sus juntas militares sangrientas. En todo caso, había que cuidarse de esos irresponsables lugareños porque a fuerza de cazar moscas con aerosol estaban ampliando el agujero de ozono sobre sus propias cabezas, al tiempo que contaminaban la Antártida con latas de sardinas, botellas de vino y preservativos. Para completar el cuadro de esos sujetos extraños que casi superaban en corrupción a los japoneses, norteamericanos, griegos, e italianos, sus máximas autoridades usaban largas patillas de mandril y no se vestían de acuerdo a los cánones establecidos. Algunos de sus líderes deportivos se habían convertido de la noche a la mañana en delincuentes, asombrando a la comunidad internacional que, según se entendía, no registraba en sus atletas un solo caso de dópping o de irregularidad a lo largo de sus anales históricos. ¡Por algo se los abucheaba en campeonatos mundiales, ya fuera en México o Italia! Bien se sabe que las hinchadas deportivas son de juicio amplio e internacionalista, probándose lo justificada que estaba la reacción de aquellos públicos selectos.

Pero desde el punto de vista del comportamiento psicosocial de aquellos 30 millones de ciudadanos la cosa era mejor todavía. Bastaba que alguien sobresaliera para que se presumiera la comisión de algún delito, y si un desprevenido ayudaba a otro en desgracia, pasaba a formar parte de la galería de sospechosos.

Allí se sabía cómo ver la realidad, por eso si en la noche alguien decía “es de noche”, o durante el día afirmaba “es de día”, se abrían violentamente las ventanas de las casas y los departamentos, se activaban los altoparlantes y desde los megáfonos policiales brotaba un coro de ángeles que repetía “¿qué hay detrás, qué hay detrás?”, porque el “detrasismo” certificaba la astucia de los cantores. ¡Cómo hubiera sabido apreciar Torricelli ese enorme tubo de vacío, ya que allí un objeto de plomo y una pluma; un genio y un imbécil, llegaban al fondo con idéntica velocidad!

En Buenos Aires, capital del Psicoanálisis, los ciudadanos comenzaban a recuperar su antigua vivacidad. Para no ser menos, Andrés fue a visitar a un médico de turno. El buen doctor lo tendió en un diván y tomó nota de las dudas existenciales de su paciente, aconsejándolo del modo en que un padre orienta a su hijo. Andrés, entonces, decidió escoger la segunda rama del diagrama de flujo... Al salir del consultorio estaba oscureciendo. Decidió entrar en un bar. Pidió café y lo miraron con desconfianza, pero él rectificó solicitando un “té”. Entonces le acercaron una taza con agua hirviendo en su interior, en la que navegaba una bolsita amarillenta. Sorbió la infusión con una dejadez de siglos y sin saber de dónde podía salir la música de un tango, escuchó con la felicidad que sólo había experimentado en su primer amorío quinceañero:

“... Que el siglo veinte es un despliegue de maldad insolente no hay quien lo niegue. Vivimos revolcaos en un merengue y en el mismo lodo, todos manoseaos... Dale nomás, dale que va, que allá en el horno se vamo’ a encontrar...”


Llegué justo a tiempo para escuchar esa música lacrimógena y considerar su filosofía implícita según la cual el siglo veinte es peor que cualquier otro siglo, incluidos Cro Magnones, Javaensis y Neanderthalensis. Y, en cuanto al lodo, cualquier medieval podría ilustrarnos convenientemente. Pero en todo esto hubo algo que me tocó profundamente. El tema repostero del merengue me hizo recordar a la gran cantante australiana Melba. Ella en una recepción cayó sobre una mesa finamente servida y en su caída arrastró melocotones, plátanos, cerezas, y crema de leche helada. Saliendo del paso, recogió los restos del estropicio y los sirvió mezclados en un mismo recipiente, derivando de ese golpe de ingenio la famosa copa Melba. También evoqué a un incomprendido comandante inglés que, aunque deficiente en las acciones bélicas, tuvo el genio de superponer cosas entre dos trozos de pan. ¡Loado sea por siempre, el gastronómico almirante Sandwich! Por último, el asunto del horno en el que al final todos nos habremos de encontrar me ayudó a comprender qué lejos estamos aún de asimilar esa situación de convergencia humana. En efecto, tenía a la vista el ejemplo de un químico reaccionario que, despreciando la aplicación de las cocinas de microondas, decidió ser taxista.

Sólo tuve oportunidad de conocer la capital en que vivía Andrés pero imagino que en las provincias las cosas son un poco diferentes porque allí bailan el tango entre los cactus, vestidos de gauchos a lo Rodolfo Valentino, mientras las señoritas gritan “¡olé!, ¡olé!”. Todos toman mate, que no es sino una calabaza penetrada por un tubo desde el que se succiona jugo de piña con hielo, dado el calor tropical de la zona de Tierra del Fuego, como su nombre lo indica. Y, si me equivoco, la cosa no es tan grave ya que un tal Reagan coloca a Río de Janeiro en Bolivia y algunos “nordacas” europeos no ubican bien a los “sudacas”, ignorando que en el mapa hay otros “nordacas” por encima de ellos. Aparte de confundir emplazamientos, los afectos a esas palabrotas padecen de amnesia y de escasa sensibilidad para los tiempos futuros. De manera que mis yerros seguramente son insignificantes al lado de los que vemos y escuchamos diariamente. Es claro que hay errores maliciosos propalados desde las dirigencias del primer mundo a fin de que, por contraste, se aprecien sus éxitos. Consecuentemente, en los sectores menos esclarecidos de su población surgen invocaciones de este tipo: “Gracias te damos por esta Administración y por evitar que caigamos en la situación de esos pobres sudacas que cada día nos muestra la T. V. ¡Aleluya, Aleluya!”. El negocio es bueno para ese gobierno, para la Prensa catástrofe y para el ciudadano que compensa con la bondad de su oración, humillaciones escondidas en los pliegues de su almita post industrial. Pero esos descuidos calculados deben ser corregidos porque un Occidente civilizado, incluido Japón, debe autolimitarse en la manipulación de imágenes... no es el caso de que algo falle y tengamos que salir con la escudilla pidiendo ayuda a los salvajes.

Quise despedirme del taxista con la lejanía del caso pero él transgrediendo la distancia de la privacidad se me vino encima y, tomando mis mejillas entre sus índices y pulgares, comenzó a zamarrearme. Sin soltarme y forzando una voz aguardentosa, se puso a decir: “Gorrrdo, vos sí que sos un piola. Con el curro del morfi estás lleno de minas y de guita. En cambio yo de tachero; ¡pura mishiadura de feca, pan y cateman! ¡Araca la cana, chanta, y no te olvidés de mandar fruta, no te olvidés!”... Poco entendí de su argot, pero creo que expresaba sus respetos por mi profesión. Luego me abrazó y no sé por qué tuvo que morderme una hombrera aunque pienso que era en alusión a cierta frase con la que se refería a mi, y cuyo sentido desconozco, algo así como “¡Andá a cantarle a Gardel, gordo morfaalmohadas!”. Ese no era el Andrés cotidiano, más bien taciturno y estudioso; ese era el doctor Jekyll que al verme se transformaba en Mister Hyde y se lanzaba a escandalizarme con sus exabruptos. Mostraba su amistad a fuerza de agresiones; invertía las palabras y ponía el mundo al revés con tal de no dar el brazo a torcer, enfrentando las formas culturales que yo representaba. En el fondo me pareció un esteta que tomaba el surrealismo de Buñuel y el grotesco de Fellini, para mezclarlos en la jerga del lunfardo. Pero todo concluyó cuando el irreductible patán se alejó gritándome palabras soeces acompañadas con gestos que harían sonrojar al más grosero tabernero de Liverpool... ¡Qué momentos, qué momentos tuve que pasar! Inmediatamente partí en dirección al aeropuerto.

Mientras volaba sobre las pampas revisé todas las reflexiones de los días anteriores, tratando de comprender por qué Andrés y sus coterráneos siempre me miraron con suspicacia. Entendí que esos tipos, (inventores del sistema de huellas dactilares para la identificación de cada persona), mantenían intacta su mentalidad policíaca sabiendo muy bien qué había pensado yo de ellos en las distintas ocasiones. Concluí que si levantaran cabeza nuevamente, cosa que comencé a temer, prohibirían en su territorio cada una de mis recetas aduciendo cualquier pretexto sanitario. Luego me tranquilicé al considerar los compromisos pendientes con gente del mundo desarrollado que sí estaba capacitada para aceptar mi estilo de gourmet. Entonces recordé con satisfacción las fórmulas del maestro Brillat-Savarin, mejoradas ahora por mi gastronomía computacional.

Gesticulé apenas, y en poco tiempo las azafatas me presentaron un carrito que desbordaba en primores culinarios. Así, volando entre nubes rosadas me dispuse a una equilibrada ingesta. Pero una extraña inquietud, algo parecido a Mister Hyde avanzando en la lluviosa atmósfera de un tango, se fue abriendo paso en mi interior. Dudé un momento y, al final, pedí a mis odaliscas una botella de vino tinto. Luego sentí las copas que una y otra vez, llegando hasta mis labios, desenrollaban los pergaminos del viejo Omar Jaiam:


“La vida pasa. ¿Qué fue de Balj? ¿Qué de Bagdad?
Si la copa rebosa, apurémosla con su amargura
o su dulzura. ¡Bebe! Más allá de nuestra muerte
la Luna seguirá su curso, largamente fijado.
Un vaso de vino tinto y un haz de poemas,
una subsistencia desnuda, media hogaza, nada más.”


“Dicen que el Edén está enjoyado de huríes:
respondo que el néctar de la uva no tiene precio.
Desdeña tan remota promesa y toma el presente,
aunque lejanos redobles resulten más seductores.”


EL CASO POE

Como del otro lado del espejo
Se entregó solitario a su complejo
Destino de inventor de pesadillas.
Quizá, del otro lado de la muerte,
Siga erigiendo solitario y fuerte
Espléndidas y atroces pesadillas.
Edgard Allan Poe, de J. L. Borges.


Siempre creí que las fantasías de los autores de ciencia-ficción respondían a conceptos embrionarios que estando en el ambiente de un momento histórico tocaban por igual a filósofos, estudiosos y artistas. Muchas anticipaciones luego confirmadas por el avance tecnológico, tenían más relación con el desarrollo de aquellas ideas primitivas que con reales visiones del futuro. Verne había calculado con bastante aproximación el punto de partida del primer viaje a la Luna, y también imaginó al Nautilus impulsado por un tipo de energía que tiempo después pudo ser controlada. Otro tanto podía decirse de Bulwer Lytton respecto a la electricidad, y de varios autores que sorprendían por sus aciertos. Seguramente, muchos escritores de hoy serían confirmados más adelante cuando los antigravitacionales, los transportes sobre la base de rayos lumínicos y los androides fueran realidades prácticas. Pensaba que tratar de comprender esas percepciones sobre la base de poderes precognitivos, era tan ridículo como atribuir el invento simultáneo del piano a las capacidades telepáticas de Christófori y varios de sus contemporáneos, que trabajaban en el desarrollo del clave en 1718. La coincidencia en el descubrimiento de Neptuno por el cálculo de Le Verrier y por la observación telescópica de Galle en 1846, me hacía reflexionar sobre el esfuerzo que muchos matemáticos y astrónomos realizaban en la misma dirección, impulsados por fundadas sospechas sobre la existencia del planeta y no por ocultas compulsiones. También consideré que si se hiciera un listado con los aciertos y errores de los escritores de anticipación, los segundos sacarían una gran ventaja a los primeros. Por otra parte, sería extraordinario que entre tantos miles de libros y de páginas no ocurriera una sola aproximación a hechos que pronosticaron los autores; que entre tantos sueños, todos fracasaran. Ocurría con esto, como con tantas cosas de nuestras vidas azarosas, que sólo teníamos en cuenta los aciertos y aún en el pesimismo encontrábamos éxito cuando, entre tantos acontecimientos, lográbamos la cuota de desastre esperado.

Esa era mi forma de ver el mundo, apoyada por el cálculo de probabilidades, cuando saltaba sobre el tapete alguna superchería. Esa fue mi posición cuando se quiso hacer de Poe una suerte de brujo de la literatura. Muchos de sus lectores eran personas impresionables que tomaban sus magnetizados; sus ominosos cuervos; sus verdosas y mortecinas atmósferas, como cosas que ocurrían realmente. Frecuentemente escuché historias sobre sus facultades de vidente; sobre sus anuncios de naufragios que luego se cumplieron; sobre ataúdes que al ser abiertos mostraron las huellas de una asfixia desesperada, tal como él había anticipado. Y esos cuentos tuvieron la cualidad de provocarme una especial aversión.

Pero desde hace un tiempo las cosas han cambiado. En ciertas noches lúgubres, en ciertos ambientes penetrados por el reflejo de lunas mortecinas, he creído percibir el hálito que espiró en su oscura mansión mientras precipitaba hechos que coincidieran con lo que había escrito. Otras veces me ha parecido que no se trataba de un ser demoníaco sino de una criatura que, atrapada en los lazos del tiempo, quiso romper esa malla tenebrosa para salvar otras vidas. Hoy creo que conoció detalles de acontecimientos que habían de ocurrir y que no pudo modificar porque aún no habían nacido los desgraciados protagonistas. Y, por otra parte, quiso que alguien dejara en claro todo lo que relataré más adelante.

Dejo constancia de todos los hechos que cualquier investigador imparcial puede comprobar por su cuenta. He respondido a los apremios de Poe y, ahora mismo, corto con él un vínculo malsano. Cuando dos radio operadores se despiden luego de una conversación que enlaza puntos distantes y diferentes husos horarios, suelen concluir con la frase: “¡Cambio y fuera!”. Así pues, cambio y fuera, querido y triste Poe. Lo sé, lo siento claramente. Al escribir estas notas, he experimentado cómo mis obsesiones infantiles han sido exorcizadas. No creo que a futuro al visitar casas desiertas, al asomarme a la boca de un aljibe, al atravesar un bosque umbrío, escuche nuevamente aquel lamento obsesivo que me llame por mi nombre... “Reynolds, Reynolds”. Ahora sé de quien era esa voz agonizante que me ha perseguido desde niño. En fin, trataré de estar cerca de Margaret cuando ella lea toda esta trama incomprensible, de otro modo podría llegar a repensar su vida como el pretexto de una voluntad lejana; como una simple antena construida para facilitar comunicaciones entre tiempos y espacios diferentes.

Todo empezó en una reunión social.

–¿No has leído a Poe? –me preguntó Margaret al pasar.
–Si, cuando era niño.
–Pues deberías leerlo con cuidado y verías que habla de ti.
–¿Cómo de mí?
–Sí, de Reynolds, ¿o no te llamas así?
–Vaya, es como si hablara de Smith... ¿y qué hay con eso?
–No sé, pero por ahí anda ese nombre.

A los pocos días consulté un índice de nombres en las obras completas del escritor y en ninguna parte apareció “Reynolds”. Comprendí que Margaret se había confundido, pero ya tenía entre mis manos varias biografías que, aunque repitiendo tópicos de su angustiosa vida, diferían considerablemente en las circunstancias de su muerte. Este hecho me llamó poderosamente la atención. Al final, me quedé con cuatro casos divergentes.


I.
“A la muerte de su esposa, comienza a sufrir los ataques de delirium tremens, que le provocaban sus frecuentes estados de embriaguez. Un día, en octubre de 1849, se lo encuentra moribundo sobre las vías del tren.”


II.
“Pero el día en que la unidad quedó rota por la muerte de la esposa vencida por la tuberculosis, el poeta no tuvo ya fuerza alguna para poder vivir. Arrastrando su duelo y agotadas en realidad sus fuentes creadoras, apenas pudo sobrevivirla en unos dos años. Cuando se encontraba en Baltimore, haciendo una gira de conferencias, se le encontró entre las luces de una madrugada de octubre agonizando en medio de la calle.”


III.
“Se hallaba en Baltimore por casualidad; se había detenido allí en un viaje desde Richmond a Fordham (Nueva York), preparatorio de su próxima boda con Sarah Elmira Royster, su gran amor juvenil, a la que iba a unirse después de perder a su primera esposa, Virginia Clemm.”


IV.
“En septiembre de 1849 llegó a Baltimore camino de Filadelfia. Un retraso en el tren que habría de llevarle a esta última ciudad sería fatal. El 29 de septiembre visita a un amigo en un deplorable estado de ebriedad. Cinco días más tarde, cinco días de absoluto misterio y vacío en su biografía, otro conocido es informado de que alguien “que puede ser el señor Poe” yace borracho e inconsciente en una taberna de los bajos fondos de Baltimore. Era época de elecciones y se acostumbraba a que los peticionarios de votos emborracharan gratuitamente a los electores. Estas copas electorales pudieron ser la última elección de Poe. Trasladado a un hospital, su extinción era inevitable.”


Y así fui sumando pistas, sospechas y bibliografía hasta que pude componer un cuadro de la muerte de Poe que bien podría haber sido escrito por él mismo. La verdad es esta. El 29 de septiembre de 1849 llega a Baltimore. No es seguro que ese día haya visitado a un amigo, ni que una pandilla política hubiera precipitado su crisis. Se suceden varios días en blanco hasta que el 3 de octubre es hallado sin conocimiento en una taberna de Lombard Street. De allí lo trasladan al “Washington Hospital” y, delirando hasta el fin, llama en reiteradas ocasiones a un desconocido “Reynolds”. Muere a las 3 de la madrugada del día 7 a los 40 años de edad. Tal vez para reparar una desconocida culpa, la ciudad de Baltimore le erige un monumento el 17 de noviembre de 1875.

Pude tener como cierto, entre tanta opinión diversa, que Poe exigió repetidamente y a los gritos la presencia de “Reynolds”. Ese nombre, que confirmaba al oscuro recuerdo de Margaret, me llevó en dirección a un hecho más extraordinario que las circunstancias de la muerte del escritor. Mi razonamiento fue elemental. Supongamos –me dije– que el angustioso reclamo del tal Reynolds haya tenido algún sentido, ¿quién fue tal personaje? El único “Reynolds” significativo que pude encontrar relacionado con la vida u obra de Poe fue el expedicionario al Polo, en cuyos relatos se basó para componer parte de su única novela: La narración de Arthur Gordon Pym de Nantucket. A partir de allí no pude avanzar. Entonces me ubiqué en el tipo de pensamiento que Poe había querido transmitir a través de su extraño trabajo Eureka en el que discutiendo el método deductivo aristotélico y el inductivo de Bacon, abría las compuertas a lo que él llamaba “intuición” adelantándose tal vez en esto al mismo Bergson. En realidad yo sabía que tal método no podía sostenerse, pero sí representaba una forma de pensar y de sentir; sin duda, la forma creativa habitual de Poe. Siguiendo ese hilo, ubicándome en una situación delirante pero que imitaba los carriles de sus hábitos mentales, me puse frente a la escena de la invocación de Reynolds y pasé a sumergirme en el estudio de La narración de Gordon Pym.

En la novela, el cuadro más impresionante era la catástrofe del bergantín Grampus. Quedando solamente cuatro sobrevivientes a la deriva y a punto de perecer por falta de agua potable y alimentos, se decide echar suertes. “Peters me abrió el puño y entonces miré. El rostro de Richard Parker me hizo comprender que yo me había salvado y que la muerte lo había elegido a él. Caí desmayado en el puente. Me recobré a tiempo para contemplar la consumación de aquella tragedia y la muerte de quien fuera su principal instigador. No ofreció la menor resistencia. Peters lo apuñaló por la espalda y cayó muerto instantáneamente. No quiero ser prolijo en la espantosa comida que siguió. Cosas así pueden ser imaginadas, pero las palabras carecen de fuerza para que la mente acepte el horror de su realidad. Baste decir que tras aplacar en alguna medida la espantosa sed que nos consumía, bebiendo la sangre del desgraciado, y de tirar al mar, por común acuerdo, las manos, pies, cabeza y entrañas, devoramos el resto del cadáver a razón de una parte diaria durante los cuatro imborrables días que siguieron, es decir, hasta el 20 del mes.”1   Richard Parker, ha escogido la astilla más corta de las cuatro que estaban en juego; de inmediato es sacrificado y sus tres compañeros se alimentan de su cuerpo durante unos días. Más adelante son rescatados por la goleta Jane Guy. Esto ocurre en julio de 1827.

Sin saber en qué dirección continuar (porque tampoco sabía qué buscaba), procedí del mismo modo que con el asunto de Reynolds, buscando antecedentes. La narración de Gordon Pym fue publicada en Nueva York en 1838. Así es que me dispuse a buscar la fuente inspiradora de esa escena, pensando luego en pasar a otras del mismo libro, buscando antecedentes, y así hasta terminar con toda la Narración. Pero no fue necesario ir muy lejos. Solamente encontré dos casos de antropofagia en razón de un naufragio. El primero de ellos había ocurrido en 1685 en St. Christopher, Antillas. Cierto grupo de náufragos echó suertes y como resultado de la juerga se comieron a un compañero. Al ser rescatados se los juzgó y se los ahorcó. De este modo bien podía ser que Poe hubiera usado esa bibliografía para inspirar su cuadro, pero las pinceladas eran demasiado gruesas. Seguí adelante con el segundo caso y cuál no sería mi sorpresa al descubrir que no se trataba de una fuente inspiradora sino de un hecho real plagiado descaradamente.

El yate Mignonette naufraga. Los cuatro sobrevivientes se mueren de sed y hambre. Deliberan, piensan en echar suertes, pero deciden que eso no es necesario ya que uno de ellos no tiene familia a la que mantener. Lo matan y durante unos días se alimentan de Richard Parker hasta que son rescatados por el barco Moctezuma. Por supuesto la situación ocurre en el mes de julio. Llevados ante un tribunal se los juzga pero se les perdona la vida dadas las circunstancias.

Era clara la fuente incluso en ciertos detalles como éste. En la novela uno de los sobrevivientes no está de acuerdo con que se realice el asesinato y ese es precisamente Gordon Pym. En el caso real hay un marinero llamado Brooks que tampoco está de acuerdo y aunque termina participando del festín no es llevado a juicio. En fin, las simetrías (no sólo en número y actitudes de los actores, rescate posterior, mes en que ocurren los hechos y hasta el repetido nombre y apellido de la víctima, Richard Parker), mostraban algo más que una coincidencia. Pero aún así, sabiendo indudablemente de donde había sacado Poe esa historia volví a quedar a oscuras respecto a la importancia que él parecía dar a Reynolds a la hora de su muerte. Mi descubrimiento era interesante y yo lo había logrado siguiendo una intuición de acuerdo a esa tendencia mental que me había parecido ver en Poe, pero no podía saber el motivo de su alteración final. ¿Qué señalaba entonces con tal angustia? Al parecer la clave estaba en la novela, pero yo seguía sin entender el punto...

Decidido a llegar al fondo del asunto busqué el libro en el que se citaba el caso de la Mignonette. No lo encontré en librerías pero estaba en la biblioteca del Museo Británico. Busqué la fecha en que había ocurrido el incidente y al verla en letras de molde no pude sino experimentar ese frío que recorre la espina dorsal de los personajes de Poe: julio de ¡1884! Eso había ocurrido 35 años después de la muerte del poeta; 44 años después de la primera publicación de La Narración de Gordon Pym y 57 años después de la fecha de ambientación de la novela. No era razonable. Fui a los periódicos de la época. Allí estaba todo respecto al juicio. Tenía las fotocopias del Flyng Post de Devon (3 y 6 de noviembre de 1884) y del Exeter and Plymouth Gazette (7 de noviembre de 1884). Fui más lejos y se me permitió copiar las actas del juicio en las que aparecen muchas precisiones. El yate Mignonette es de 19 toneladas. Naufraga a 1600 millas de Ciudad del Cabo. Sólo se salvan Thomas Dudley, capitán; el primer oficial Sthephens de 31 años y el marinero Brooks de 38. Con ellos hay un muchacho, Richard Parker de 17. Este último toma agua de mar y se enferma gravemente. A las tres semanas deciden que uno debe morir, entonces Dudley traspasa a Parker con un cuchillo. En el juicio el jurado no logra pronunciarse y el caso se eleva a la Corte Real de Londres. Son liberados tras pagar multas de 50 y 100 libras.

No, era imposible una falsificación en cadena que involucrara periódicos y cortes de justicia para que los hechos se acomodaran a una novela. Así es que busqué al revés. Fui al material de la revista mensual que dirigía Poe y editaba Thomas W. White: el Southern Literary Messenger de Richmond (enero y febrero de 1837). Luego pasé a la edición de N. York de 1838 y a las siguientes, que fueron numerosas mucho antes del caso de 1884, y en las que no se habían alterado nombres ni circunstancias.

Reconsideré la situación. Antes de la muerte de Poe sus huellas se borraron por varios días, y luego reapareció en nuestra dimensión delirando. Llamaba a Reynolds para que tratara de hacer variar los hechos que él había visto anticipadamente. Esto era doblemente imposible porque Reynolds ya había muerto antes que él y porque los protagonistas de la catástrofe todavía no habían llegado al mundo. Sin duda era un delirio... ¿O es que necesitaba dejar constancia de todo lo sucedido? Si este fuera el caso, el poeta eligió a la buena de Margaret para que me comunicara ese mensaje. Lanzó su botella a las olas del tiempo hace más de 140 años y lo hizo el día de su muerte en Baltimore, el 3 de octubre de 1849.


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