El Día del León Alado

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Libro de Silo incluido en el volumén I de las Obras Completas terminado de escribir en 1991

Explicación

Desde la introducción de Obras Completas Volumén I:

El Día del León Alado, es una serie de cuentos muy cortos, por unos relatos más extensos de trama compleja y por algunas fantasías próximas a la ciencia- ficción. Precisamente de la última de ellas, El Día del León Alado, el libro toma su título. El autor, transitando una vez más por los caminos del experimento literario, nos entrega ahora unos pocos cuentos entre los que destaca por su originalidad.

En los Ojos Sal, en los Pies Hielo. Para los conocedores de su obra, particularmente del ensayo Psicología de la Imagen, el breve escrito que comentamos aparece como una clara aplicación de su teoría de la conciencia a la descripción de un hecho insólito.

Las otras ficciones que componen este volumen tocan desde la conmovedora situación de un líder africano sin salida, hasta la risueña actividad de un superhombre que, utilizando su habilidad gimnástica, termina por vencer a la ley de gravedad.


Edicciones

Publicado en Argentina por Editorial Planeta, 1991; en España por Editorial Antares, 1991.

Tiene tres edicciones en italiano con Multimage (incluiendo la de las Obras Completas). Una en inglés en las Obras Completas de Latitude Press.


Traducciones

Ha sido traducido en Catalán, francés, inglés, italiano y portugués.


Texto completo

La obra se divide en tres grandes bloques: cuentos cortos, relatos y ficciones. Cada uno de ellos ...


Cuentos Cortos

HOGAR DE TRÁNSITO

Desde temprano anduve entre las oficinas importadoras que funcionaban en los puestos del mercado. Barek-el-Muftala había desaparecido del ambiente y nadie pudo darme referencias de él. Sin embargo, un viejo frutero dijo que vio a Barek abandonar la zona amarilla de la ciudad tres días antes y que escuchó algunas cosas confusas sobre él. En la nota que puso en mis manos, señaló un punto de Malinkadassi. Así salí en dirección a la plaza principal luchando con vendedores de yoghurt, bronceros y comerciantes; luego descansé en un bar tomando shá, rehusando narguiles y café; finalmente, me encaminé hacia la terminal de colectivos en la que encontré un taxi. Después de un largo trayecto, el vehículo me dejó frente a la casona de una planta. Allí pude leer en un cartel de bronce: “HOGAR DE TRÁNSITO”.

En la puerta obtuve la información que buscaba. “Está adentro”, me dijeron. Abriéndome paso entre la muchedumbre doliente, logré desembocar en una enorme habitación. Un gran círculo humano rodeaba al ataúd abierto que, con la tapa apoyada en un brazo de madera semejaba casi a un piano de cola. Al lado del féretro, un gordo recitaba oraciones en voz alta y, cada tanto, los hombres respondían a las jaculatorias. El personaje, periódicamente, metía su mano derecha en el ataúd como tratando de dar compostura a un ropaje o tal vez al sudario del fallecido. Con esa visión me fui acercando hasta ubicarme muy cerca del centro de escena. Entonces comprendí que el oficiante trataba de calmar al supuesto difunto que pugnaba por levantar cabeza. Barek-el-Muftala estaba delante de mis narices con la cabeza vendada, quejándose débilmente. Al parecer, había sufrido un severo accidente y se encontraba agonizando.

Los acontecimientos se precipitaron. Llegó un muchacho con un recipiente que entregó al gordo y éste, sin inmutarse, destapó el frasco. Abriendo la boca de Barek vació en ella su contenido. Luego con una mano empujó la mandíbula y con la otra oprimió las narices del agonizante. No fue un movimiento brusco sino dulce y suave. Mirando a un grupo de parientes, el oficiante movía la cabeza de Barek a derecha e izquierda manejándola desde las narices. Pasado un tiempo, subió a una silla que le alcanzaron y, en equilibrio inestable, se inclinó profundamente hacia adentro del ataúd. Allí estuvo haciendo comprobaciones hasta que decidió descender. Luego se alejó del lugar con la satisfacción de la tarea bien realizada; con el porte y gravedad que corresponde a esos acontecimientos. Esa fue la señal que rompió el dique de las emociones experimentadas por la muerte de un entrañable amigo. Mientras el llanto se generalizaba asumí una actitud solemne, sin dejar de espiar los humedecidos ojos verdes de la hija de Barek. Ella, como única descendiente, había autorizado la eutanasia de su padre, y de los diversos programas de extinción supo elegir el más exquisito.


EL GRAN SILENCIO

Al mediodía los cosechadores se ubicaron a la sombra de los parrales más tupidos. Luego de comer trataron de hacer una corta siesta. Más de 40 grados centígrados imponían silencio a los pájaros y a los caballos adormecidos en sus corrales. Los camiones de acarreo; los tractores que enganchaban los carros y remolques, esperaban protegidos en sus galpones. Solamente una brisa movía algunas hojas del viñedo y el rumor del agua en las acequias apenas se escuchaba. Era una tarde seca y brutalmente cálida, una tarde que sólo conocen los que viven bajo los cielos violentamente azules de los semidesiertos.

Cualquiera próximo a la sofocación podría haber jurado que escuchaba el crepitar del sol pegando en la tierra casi calcinada. Y sin embargo, yo vi cómo el extravagante sujeto atravesó una hilera de viña llegando hasta un amplio callejón; cómo su perro fiel lo siguió a pocos metros; cómo bajó sus pantalones exponiendo las nalgas chatas a la radiación; cómo en cuclillas desechó una jalea oscura que chorreando se mezcló con el polvo; cómo aquello se solidificó velozmente y cómo el perro abriendo su boca con la precisión de una pala mecánica alzó un trozo sólido y perfecto.

Tal vez por la temperatura estuve cerca del desmayo o, por lo menos, faltó irrigación en mi cerebro ya que por un instante vi al sol como una burbuja transparente. Luego, las nalgas refulgieron y los cuerpos de perro y amo quedaron quietos en sus absurdas posiciones. Ni brisa, ni el más leve rumor de las acequias, ni latido de corazón, ni calor, ni sensación... El Gran Silencio irrumpió en medio del pretexto de lo desencajado.

Después, el perezoso fluir de la existencia animó a las hormigas y al lagarto furtivo. Un relincho lejano indicó que había llegado nuevamente a la tierra del acontecer... Por ello levanté el tacho de cosechador y con unas tijeras podadoras comencé a cortar racimo tras racimo, embarcado en una dicha que se expandía en círculos concéntricos.


¡TECLEA LA RESPUESTA!

Cómo hacía la computadora para escribir poemas por su cuenta, es algo que me intrigó durante mucho tiempo. El caso es que se ponía en acción justo en el momento en que me ausentaba. Pero hoy acabo de seguir con nitidez las huellas de la culpa. Y ya no más querida mía; ¡ya no más, estúpida TZ- 28300!

Hace sólo un momento, todo estaba bien. Tomaba café y operaba con mis aparatos. Lobo dormía, como siempre, en un rincón alfombrado. Trabajando en el cuarto de pruebas con el instrumental y las sustancias, me ayudaba en la investigación el programa experto de Química que había introducido en la TZ- 28300. Estaba en la secuencia en que la computadora me preguntaba: “¿Se funde con facilidad?” y yo tecleaba “no”. Entonces ella esbozaba conclusiones y daba sugerencias escribiéndolas en el papel continuo de modo que la información quedara impresa para ulteriores revisiones.

–Probablemente es un compuesto iónico. ¿Se disuelve?
–Sí.
–Halla el P.H. y luego señala si es un ácido, un álcali o una sustancia neutra. ¡TECLEA LA RESPUESTA!
–Es neutra.
–Se trata de una sal neutra. Averigua el metal que contiene sobre la base de la prueba de la llama. ¿Tienes una respuesta?
–Sí.
–Procede con la determinación de los radicales. Si muestra un precipitado blanco cuando se añade cloruro de bario, el radical es sulfato. Si resulta blanco cuando se añade nitrato de plata, se trata de cloruro. Si desprende dióxido de carbono cuando se lo calienta, es carbonato. Combina el metal y el radical para averiguar el nombre del compuesto. ¡TECLEA LA RESPUESTA!

En ese momento partí hacia la otra habitación a buscar unos recipientes de porcelana para seguir con los experimentos. Pero, como ya había ocurrido otras veces, escuché el zumbido que denunciaba la impresión de un texto y regresé corriendo. La impresora devoraba papel blanco por un lado y lo expulsaba escrito por otro. Ante mis ojos se estaba componiendo una secuencia que no podía ocurrir dado el programa con que trabajaba. La TZ- 28300 estaba combinando datos químicos con la más variada información personal que yo tenía almacenada, y con fragmentos de la enciclopedia que estaba en su disco rígido. Sin embargo, esa incoherencia no era cosa del otro mundo. Dos o tres áreas de memoria que de pronto se mezclaban por una inoportuna instrucción como “merge”, provocaban esos fenómenos. Sólo que esa orden debía ser tecleada por mí y no era ese el caso, máxime en mi ausencia. Además, la combinación debía pasar por un procesador de palabras de inteligencia artificial, como ocurría cada vez de acuerdo con los ordenamientos que aparecían escritos. ¡Demasiados errores plasmados en una dirección precisa! Dejé que salieran metros y metros de papel escrito hasta que se presentaron algunas quintillas inteligibles:

Toda flor es siempre fanerógama.
En cambio tú, María Brigidita,
(teléfono 9421318 - Arce 2317),
eres a veces absurda y exquisita;
inquieta, solapada y criptógama!
En la prueba de la llama miraré
tu cobre verde,
tu litio rosa/rojo,
tu estroncio carmesí.
Iracunda e irreductible monógama!
Ni todo metal se hace irreductible,
ni la deuda en oxígeno combustible.
DEBO:
a la droguería, polvo fino de hierro
y al almacén, comida para el perro.

Salté sobre la impresora y la desconecté. Conque “almacén, comida para el perro”, ¿eh?. La máquina, en sus asociaciones libres me había encaminado. Por eso vuelvo a pensar “ya no más querida mía; ¡ya no más, estúpida TZ- 28300!”. Tomaré medidas, pero lo haré paso a paso y sin errores.

Comienzo por apagar el sistema; espero unos segundos... Conecto todo. Se escucha un “clic”. El disco duro comienza a girar mientras me guiña con sus diodos luminosos. Instalo el programa experto de Química. Todo responde, todo está en orden. Me levanto del asiento y salgo taconeando hacia la habitación contigua. Al pasar al otro ambiente entorno la puerta hasta casi cerrarla; luego continúo mi desplazamiento por un tiempo más, pero regreso a hurtadillas hasta la puerta, colocándome tras la hendija que me permite observar una buena parte del cuarto de pruebas.

¡Como lo sospechaba! Veo una forma sigilosa que avanza hacia la computadora. De un salto se ubica frente al teclado, pero yo salgo con estruendo y Lobo corre chillando hasta el rincón. Acostado queda inmóvil, haciéndose el muerto.

Estoy en cuclillas amonestando al delincuente.

–Así es que el fantasma de la Ópera, ¿no?; ¿así que revolviendo el hocico entre las teclas? ¡Ahora verás!

Lobo se reanima. Sentado en sus cuartos traseros levanta el pecho apoyando el resto del cuerpo en sus dos manazas de ovejero cachorrón. Con las orejas paradas y enfilando su hocico, me observa sin inmutarse. Sigo despotricando y él comienza a mirarme humanamente. Quedo desarmado y acaricio su hocico. Entonces siento un “clic” a mis espaldas. El disco rígido ha comenzado a trabajar. ¿Qué es esto? Los diodos luminosos guiñan y el zumbido de la impresora inunda la habitación. Me levanto y en dos trancos estoy frente a los aparatos, pero la impresora no devora más su papel; los diodos permanecen encendidos y quietos. Observo a Lobo que, sentado y estático en su rincón, clava en mi su mirada humana. Tengo la extraña sensación de que entre la ZT- 28300, Lobo y yo, se ha formado una estructura de espera. Entonces me decido. Arranco el trozo de papel escrito, lo pongo ante mis ojos y leo:

¿Acaso quieres alimentar a tu perro? ¿Acaso prefieres disolverlo en un ácido, un álcali o una sustancia neutra?

¡TECLEA LA RESPUESTA!


LA PIRA FUNERARIA

Desde el puente, acodado, observaba con nitidez todas las maniobras que hacía el grupo al costado del río. Vi como nadie pudo dar con ramas ni troncos suficientemente secos para agrandar una hoguera limpia y provechosa. Luego de intento tras intento, algunos hombres animaron las llamas con trapos y viejos ejemplares del Nepal Telegraph. El fuego subió y entonces se decidieron a colocar una suerte de camastro en la pira funeraria. Tal vez por el cáñamo de las bolsas atadas a las dos maderas laterales, tal vez por el género que envolvía al fallecido, las llamas crecieron... pero aquello no duró mucho tiempo. A fuerza de agregar ramas y hojas no del todo secas, el humo envolvió al túmulo y el grupo se dispersó tosiendo. Al cambiar el viento, dos hombres se acercaron a la fogata y empujaron al difunto hasta el agua. Fue una operación hecha con un dejo de ira e impaciencia; la contrafigura de las cremaciones habituales en las que se termina por recoger las cenizas que luego son dispersadas sobre el río.

El cuerpo flotó suavemente y ante un nuevo impulso entró a formar parte del caudal. En silencio el grupo vio como se alejaba, mientras yo desde el puente lo tuve cada vez más cerca: estaba desnudo y solamente la parte derecha había alcanzado a quemarse levemente. También la mitad derecha de la cara estaba achicharrada. Y un cuervo posado en el cadáver picoteaba el ojo izquierdo, el ojo no tocado por el fuego. Cuando pasó bajo el puente volví a concentrarme en el conjunto que permanecía estático al borde del río. Desde allí, acodado, me quedé esperando que se retirara. Entonces recordé los funerales de todas las latitudes de la tierra; los funerales pobres y los fastuosos; los asépticos y los antihigiénicos. Consideré los entierros, las cremaciones, los desmembramientos y trituraciones de los huesos; las exposiciones a pájaros y a osos; la colocación en árboles y en rocas protegidas, en grietas y cráteres, en construcciones desmesuradas, en templos y jardines; los envíos de cenizas en urnas espaciales; los mantenimientos criogénicos...

Bostecé, estiré los brazos y sentí hambre.


EN LOS OJOS SAL, EN LOS PIES HIELO

Fernando fue un buen compañero de trabajo y un científico destacado. Inexplicablemente abandonó sus tareas y partió al Africa. Luego, alguien me dijo que andaba por Alaska. Han pasado dos años desde entonces y nadie pudo saber, a ciencia cierta, que fue de él. Si es que aún vive me parece que ya debe estar irreversiblemente loco e imagino cómo pudo haber comenzado su desquicio. Entre los papeles que abandonó en nuestro laboratorio se destaca un desordenado y extraño apunte bastante alejado de sus investigaciones habituales. Helo aquí.

26-08-80

Esto sucedió ayer a la madrugada, horas después de haber bebido una débil infusión de la hoja esmeraldina. Estaba solo en el gabinete de Biología. La música fluía suavemente desde el pequeño altavoz disimulado en la pared frontal. Creo que en ese momento se escuchaba un ritmo lento de percusión y voces. Mientras tanto, sentado ante la mesa de trabajo, me sentía molesto porque notaba a mi pie derecho bastante frío y acalambrado, contrastando con el izquierdo que se mantenía particularmente cálido. Había trabajado toda la noche y, no obstante el ardor de mis ojos, giré el regulador de luz aumentando el brillo en el condensador del instrumento óptico. Por décima vez, miré al microscopio la muestra vegetal y vi que los estomas brillaban en color esmeralda subido. Agregué 500 aumentos pero la definición varió disparejamente en los campos del binocular debido, tal vez, a un desajuste en el aparato. Luego comprobé que no se trataba de una falla mecánica. Tampoco se trataba de simple fatiga visual. De este modo, fijé la vista en los oculares, sin pestañear. Al poco tiempo comprobé que las imágenes se disociaban: el ojo izquierdo veía una cosa y el derecho otra, mientras cada figura se transformaba siguiendo las insinuaciones de la música. Los estomas habían desaparecido y, en cambio, unos grupos humanos se agitaban en el ocular derecho en un ambiente de frío y hielo al tiempo que en el izquierdo las imágenes se relacionaban con la sal y el calor. Comprobé que la sal traducía mi cansancio pero también comprendí que se filtraba en la imagen correspondiente a mi ojo izquierdo, mientras que el derecho veía imágenes traducidas del frío y el calambre de mi pié derecho. No obstante la disociación, las imágenes se conectaban perfectamente con una “voz” interna que parecía divagar sobre el microscopio. La música hacía variar los movimientos de las imágenes que veía, pero a veces el sonido se convertía en ráfagas de viento que afectaban mi rostro.

Alejándome del aparato organicé una pequeña tabla en la que pude presentar toda la disociación aunque siempre conectada con la divagación central que formalicé de este modo: “En el binocular predominaron los colores claros. Todo brillaba a la luz del condensador del microscopio, pero arriba estaban las lentes que aumentando los haces luminosos herían, cristalinos, a mis ojos, ya entonces demasiado fatigados”.

Así fue toda la secuencia:

En el binocular
comencé a ver gente que, en coloridos grupos, rodeaba altas estalagmitas de sal. Eran africanos de distintas nacionalidades comerciando entre sí. Lentamente desa nudaron sus bultos en los que...
encontré un desierto de greda reseca y partida. Todo era opaco, casi negro. En suave movimiento los costrones se fueron soldando en una masa. Pronto ella...

predominaron los colores claros.
La situación humana era excepcional. Nadie estaba apurado frente a su montículo en aguja. Distintos grupos entonaban un himno y en la cadencia se balanceaban con perfecto ritmo. Las estalagmitas de sal se elevaban como hormigueros de termitas.
El suelo se congeló y allí me vi caminando descalzo en un piso de hielo interminable. Desde los pies hacia arriba del cuerpo subía un cosquilleo punzante.

Todo brillaba a la luz del condensador del microscopio
y me preguntaba cómo se habrían producido esas formaciones ya que para ello se hubiera necesitado el agua cayendo densamente, mientras mi rostro era azotado por ráfagas de viento. Abajo, el hielo se quebraba, dejando abiertos abismales precipicios,

pero arriba estaban las lentes
en un cielo limpio que no podría facilitar las lluvias. En todo caso, algún líquido habría arrastrado la sal formando estalagmitas. Así se erguían los túmulos ansiosos pero libres, fuertes, sin enojos, buscando a los cielos despejados de modo que me encontraba apresado en toda dirección. Casi vencido y deslumbrado oí el rugido furibundo. Entre los vientos espantosos el reflejo iba a sus antojos dando en bloques separados

que aumentando los haces luminosos
herían, cristalinos, a mis ojos
ya entonces demasiado fatigados.




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