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Revisión actual - 11:00 28 dic 2020

A continuación se reproduce el texto completo del libro El Día del León Alado en su versión oficial, que se puede encontrar en www.silo.net

La obra se divide en tres grandes bloques: cuentos cortos, relatos y ficciones.


Cuentos Cortos

HOGAR DE TRÁNSITO

Desde temprano anduve entre las oficinas importadoras que funcionaban en los puestos del mercado. Barek-el-Muftala había desaparecido del ambiente y nadie pudo darme referencias de él. Sin embargo, un viejo frutero dijo que vio a Barek abandonar la zona amarilla de la ciudad tres días antes y que escuchó algunas cosas confusas sobre él. En la nota que puso en mis manos, señaló un punto de Malinkadassi. Así salí en dirección a la plaza principal luchando con vendedores de yoghurt, bronceros y comerciantes; luego descansé en un bar tomando shá, rehusando narguiles y café; finalmente, me encaminé hacia la terminal de colectivos en la que encontré un taxi. Después de un largo trayecto, el vehículo me dejó frente a la casona de una planta. Allí pude leer en un cartel de bronce: “HOGAR DE TRÁNSITO”.

En la puerta obtuve la información que buscaba. “Está adentro”, me dijeron. Abriéndome paso entre la muchedumbre doliente, logré desembocar en una enorme habitación. Un gran círculo humano rodeaba al ataúd abierto que, con la tapa apoyada en un brazo de madera semejaba casi a un piano de cola. Al lado del féretro, un gordo recitaba oraciones en voz alta y, cada tanto, los hombres respondían a las jaculatorias. El personaje, periódicamente, metía su mano derecha en el ataúd como tratando de dar compostura a un ropaje o tal vez al sudario del fallecido. Con esa visión me fui acercando hasta ubicarme muy cerca del centro de escena. Entonces comprendí que el oficiante trataba de calmar al supuesto difunto que pugnaba por levantar cabeza. Barek-el-Muftala estaba delante de mis narices con la cabeza vendada, quejándose débilmente. Al parecer, había sufrido un severo accidente y se encontraba agonizando.

Los acontecimientos se precipitaron. Llegó un muchacho con un recipiente que entregó al gordo y éste, sin inmutarse, destapó el frasco. Abriendo la boca de Barek vació en ella su contenido. Luego con una mano empujó la mandíbula y con la otra oprimió las narices del agonizante. No fue un movimiento brusco sino dulce y suave. Mirando a un grupo de parientes, el oficiante movía la cabeza de Barek a derecha e izquierda manejándola desde las narices. Pasado un tiempo, subió a una silla que le alcanzaron y, en equilibrio inestable, se inclinó profundamente hacia adentro del ataúd. Allí estuvo haciendo comprobaciones hasta que decidió descender. Luego se alejó del lugar con la satisfacción de la tarea bien realizada; con el porte y gravedad que corresponde a esos acontecimientos. Esa fue la señal que rompió el dique de las emociones experimentadas por la muerte de un entrañable amigo. Mientras el llanto se generalizaba asumí una actitud solemne, sin dejar de espiar los humedecidos ojos verdes de la hija de Barek. Ella, como única descendiente, había autorizado la eutanasia de su padre, y de los diversos programas de extinción supo elegir el más exquisito.


EL GRAN SILENCIO

Al mediodía los cosechadores se ubicaron a la sombra de los parrales más tupidos. Luego de comer trataron de hacer una corta siesta. Más de 40 grados centígrados imponían silencio a los pájaros y a los caballos adormecidos en sus corrales. Los camiones de acarreo; los tractores que enganchaban los carros y remolques, esperaban protegidos en sus galpones. Solamente una brisa movía algunas hojas del viñedo y el rumor del agua en las acequias apenas se escuchaba. Era una tarde seca y brutalmente cálida, una tarde que sólo conocen los que viven bajo los cielos violentamente azules de los semidesiertos.

Cualquiera próximo a la sofocación podría haber jurado que escuchaba el crepitar del sol pegando en la tierra casi calcinada. Y sin embargo, yo vi cómo el extravagante sujeto atravesó una hilera de viña llegando hasta un amplio callejón; cómo su perro fiel lo siguió a pocos metros; cómo bajó sus pantalones exponiendo las nalgas chatas a la radiación; cómo en cuclillas desechó una jalea oscura que chorreando se mezcló con el polvo; cómo aquello se solidificó velozmente y cómo el perro abriendo su boca con la precisión de una pala mecánica alzó un trozo sólido y perfecto.

Tal vez por la temperatura estuve cerca del desmayo o, por lo menos, faltó irrigación en mi cerebro ya que por un instante vi al sol como una burbuja transparente. Luego, las nalgas refulgieron y los cuerpos de perro y amo quedaron quietos en sus absurdas posiciones. Ni brisa, ni el más leve rumor de las acequias, ni latido de corazón, ni calor, ni sensación... El Gran Silencio irrumpió en medio del pretexto de lo desencajado.

Después, el perezoso fluir de la existencia animó a las hormigas y al lagarto furtivo. Un relincho lejano indicó que había llegado nuevamente a la tierra del acontecer... Por ello levanté el tacho de cosechador y con unas tijeras podadoras comencé a cortar racimo tras racimo, embarcado en una dicha que se expandía en círculos concéntricos.


¡TECLEA LA RESPUESTA!

Cómo hacía la computadora para escribir poemas por su cuenta, es algo que me intrigó durante mucho tiempo. El caso es que se ponía en acción justo en el momento en que me ausentaba. Pero hoy acabo de seguir con nitidez las huellas de la culpa. Y ya no más querida mía; ¡ya no más, estúpida TZ- 28300!

Hace sólo un momento, todo estaba bien. Tomaba café y operaba con mis aparatos. Lobo dormía, como siempre, en un rincón alfombrado. Trabajando en el cuarto de pruebas con el instrumental y las sustancias, me ayudaba en la investigación el programa experto de Química que había introducido en la TZ- 28300. Estaba en la secuencia en que la computadora me preguntaba: “¿Se funde con facilidad?” y yo tecleaba “no”. Entonces ella esbozaba conclusiones y daba sugerencias escribiéndolas en el papel continuo de modo que la información quedara impresa para ulteriores revisiones.

–Probablemente es un compuesto iónico. ¿Se disuelve?
–Sí.
–Halla el P.H. y luego señala si es un ácido, un álcali o una sustancia neutra. ¡TECLEA LA RESPUESTA!
–Es neutra.
–Se trata de una sal neutra. Averigua el metal que contiene sobre la base de la prueba de la llama. ¿Tienes una respuesta?
–Sí.
–Procede con la determinación de los radicales. Si muestra un precipitado blanco cuando se añade cloruro de bario, el radical es sulfato. Si resulta blanco cuando se añade nitrato de plata, se trata de cloruro. Si desprende dióxido de carbono cuando se lo calienta, es carbonato. Combina el metal y el radical para averiguar el nombre del compuesto. ¡TECLEA LA RESPUESTA!

En ese momento partí hacia la otra habitación a buscar unos recipientes de porcelana para seguir con los experimentos. Pero, como ya había ocurrido otras veces, escuché el zumbido que denunciaba la impresión de un texto y regresé corriendo. La impresora devoraba papel blanco por un lado y lo expulsaba escrito por otro. Ante mis ojos se estaba componiendo una secuencia que no podía ocurrir dado el programa con que trabajaba. La TZ- 28300 estaba combinando datos químicos con la más variada información personal que yo tenía almacenada, y con fragmentos de la enciclopedia que estaba en su disco rígido. Sin embargo, esa incoherencia no era cosa del otro mundo. Dos o tres áreas de memoria que de pronto se mezclaban por una inoportuna instrucción como “merge”, provocaban esos fenómenos. Sólo que esa orden debía ser tecleada por mí y no era ese el caso, máxime en mi ausencia. Además, la combinación debía pasar por un procesador de palabras de inteligencia artificial, como ocurría cada vez de acuerdo con los ordenamientos que aparecían escritos. ¡Demasiados errores plasmados en una dirección precisa! Dejé que salieran metros y metros de papel escrito hasta que se presentaron algunas quintillas inteligibles:

Toda flor es siempre fanerógama.
En cambio tú, María Brigidita,
(teléfono 9421318 - Arce 2317),
eres a veces absurda y exquisita;
inquieta, solapada y criptógama!
En la prueba de la llama miraré
tu cobre verde,
tu litio rosa/rojo,
tu estroncio carmesí.
Iracunda e irreductible monógama!
Ni todo metal se hace irreductible,
ni la deuda en oxígeno combustible.
DEBO:
a la droguería, polvo fino de hierro
y al almacén, comida para el perro.

Salté sobre la impresora y la desconecté. Conque “almacén, comida para el perro”, ¿eh?. La máquina, en sus asociaciones libres me había encaminado. Por eso vuelvo a pensar “ya no más querida mía; ¡ya no más, estúpida TZ- 28300!”. Tomaré medidas, pero lo haré paso a paso y sin errores.

Comienzo por apagar el sistema; espero unos segundos... Conecto todo. Se escucha un “clic”. El disco duro comienza a girar mientras me guiña con sus diodos luminosos. Instalo el programa experto de Química. Todo responde, todo está en orden. Me levanto del asiento y salgo taconeando hacia la habitación contigua. Al pasar al otro ambiente entorno la puerta hasta casi cerrarla; luego continúo mi desplazamiento por un tiempo más, pero regreso a hurtadillas hasta la puerta, colocándome tras la hendija que me permite observar una buena parte del cuarto de pruebas.

¡Como lo sospechaba! Veo una forma sigilosa que avanza hacia la computadora. De un salto se ubica frente al teclado, pero yo salgo con estruendo y Lobo corre chillando hasta el rincón. Acostado queda inmóvil, haciéndose el muerto.

Estoy en cuclillas amonestando al delincuente.

–Así es que el fantasma de la Ópera, ¿no?; ¿así que revolviendo el hocico entre las teclas? ¡Ahora verás!

Lobo se reanima. Sentado en sus cuartos traseros levanta el pecho apoyando el resto del cuerpo en sus dos manazas de ovejero cachorrón. Con las orejas paradas y enfilando su hocico, me observa sin inmutarse. Sigo despotricando y él comienza a mirarme humanamente. Quedo desarmado y acaricio su hocico. Entonces siento un “clic” a mis espaldas. El disco rígido ha comenzado a trabajar. ¿Qué es esto? Los diodos luminosos guiñan y el zumbido de la impresora inunda la habitación. Me levanto y en dos trancos estoy frente a los aparatos, pero la impresora no devora más su papel; los diodos permanecen encendidos y quietos. Observo a Lobo que, sentado y estático en su rincón, clava en mi su mirada humana. Tengo la extraña sensación de que entre la ZT- 28300, Lobo y yo, se ha formado una estructura de espera. Entonces me decido. Arranco el trozo de papel escrito, lo pongo ante mis ojos y leo:

¿Acaso quieres alimentar a tu perro? ¿Acaso prefieres disolverlo en un ácido, un álcali o una sustancia neutra?

¡TECLEA LA RESPUESTA!


LA PIRA FUNERARIA

Desde el puente, acodado, observaba con nitidez todas las maniobras que hacía el grupo al costado del río. Vi como nadie pudo dar con ramas ni troncos suficientemente secos para agrandar una hoguera limpia y provechosa. Luego de intento tras intento, algunos hombres animaron las llamas con trapos y viejos ejemplares del Nepal Telegraph. El fuego subió y entonces se decidieron a colocar una suerte de camastro en la pira funeraria. Tal vez por el cáñamo de las bolsas atadas a las dos maderas laterales, tal vez por el género que envolvía al fallecido, las llamas crecieron... pero aquello no duró mucho tiempo. A fuerza de agregar ramas y hojas no del todo secas, el humo envolvió al túmulo y el grupo se dispersó tosiendo. Al cambiar el viento, dos hombres se acercaron a la fogata y empujaron al difunto hasta el agua. Fue una operación hecha con un dejo de ira e impaciencia; la contrafigura de las cremaciones habituales en las que se termina por recoger las cenizas que luego son dispersadas sobre el río.

El cuerpo flotó suavemente y ante un nuevo impulso entró a formar parte del caudal. En silencio el grupo vio como se alejaba, mientras yo desde el puente lo tuve cada vez más cerca: estaba desnudo y solamente la parte derecha había alcanzado a quemarse levemente. También la mitad derecha de la cara estaba achicharrada. Y un cuervo posado en el cadáver picoteaba el ojo izquierdo, el ojo no tocado por el fuego. Cuando pasó bajo el puente volví a concentrarme en el conjunto que permanecía estático al borde del río. Desde allí, acodado, me quedé esperando que se retirara. Entonces recordé los funerales de todas las latitudes de la tierra; los funerales pobres y los fastuosos; los asépticos y los antihigiénicos. Consideré los entierros, las cremaciones, los desmembramientos y trituraciones de los huesos; las exposiciones a pájaros y a osos; la colocación en árboles y en rocas protegidas, en grietas y cráteres, en construcciones desmesuradas, en templos y jardines; los envíos de cenizas en urnas espaciales; los mantenimientos criogénicos...

Bostecé, estiré los brazos y sentí hambre.


EN LOS OJOS SAL, EN LOS PIES HIELO

Fernando fue un buen compañero de trabajo y un científico destacado. Inexplicablemente abandonó sus tareas y partió al Africa. Luego, alguien me dijo que andaba por Alaska. Han pasado dos años desde entonces y nadie pudo saber, a ciencia cierta, que fue de él. Si es que aún vive me parece que ya debe estar irreversiblemente loco e imagino cómo pudo haber comenzado su desquicio. Entre los papeles que abandonó en nuestro laboratorio se destaca un desordenado y extraño apunte bastante alejado de sus investigaciones habituales. Helo aquí.

26-08-80

Esto sucedió ayer a la madrugada, horas después de haber bebido una débil infusión de la hoja esmeraldina. Estaba solo en el gabinete de Biología. La música fluía suavemente desde el pequeño altavoz disimulado en la pared frontal. Creo que en ese momento se escuchaba un ritmo lento de percusión y voces. Mientras tanto, sentado ante la mesa de trabajo, me sentía molesto porque notaba a mi pie derecho bastante frío y acalambrado, contrastando con el izquierdo que se mantenía particularmente cálido. Había trabajado toda la noche y, no obstante el ardor de mis ojos, giré el regulador de luz aumentando el brillo en el condensador del instrumento óptico. Por décima vez, miré al microscopio la muestra vegetal y vi que los estomas brillaban en color esmeralda subido. Agregué 500 aumentos pero la definición varió disparejamente en los campos del binocular debido, tal vez, a un desajuste en el aparato. Luego comprobé que no se trataba de una falla mecánica. Tampoco se trataba de simple fatiga visual. De este modo, fijé la vista en los oculares, sin pestañear. Al poco tiempo comprobé que las imágenes se disociaban: el ojo izquierdo veía una cosa y el derecho otra, mientras cada figura se transformaba siguiendo las insinuaciones de la música. Los estomas habían desaparecido y, en cambio, unos grupos humanos se agitaban en el ocular derecho en un ambiente de frío y hielo al tiempo que en el izquierdo las imágenes se relacionaban con la sal y el calor. Comprobé que la sal traducía mi cansancio pero también comprendí que se filtraba en la imagen correspondiente a mi ojo izquierdo, mientras que el derecho veía imágenes traducidas del frío y el calambre de mi pié derecho. No obstante la disociación, las imágenes se conectaban perfectamente con una “voz” interna que parecía divagar sobre el microscopio. La música hacía variar los movimientos de las imágenes que veía, pero a veces el sonido se convertía en ráfagas de viento que afectaban mi rostro.

Alejándome del aparato organicé una pequeña tabla en la que pude presentar toda la disociación aunque siempre conectada con la divagación central que formalicé de este modo: “En el binocular predominaron los colores claros. Todo brillaba a la luz del condensador del microscopio, pero arriba estaban las lentes que aumentando los haces luminosos herían, cristalinos, a mis ojos, ya entonces demasiado fatigados”.

Así fue toda la secuencia:

En el binocular
comencé a ver gente que, en coloridos grupos, rodeaba altas estalagmitas de sal. Eran africanos de distintas nacionalidades comerciando entre sí. Lentamente desa nudaron sus bultos en los que... encontré un desierto de greda reseca y partida. Todo era opaco, casi negro. En suave movimiento los costrones se fueron soldando en una masa. Pronto ella...


predominaron los colores claros.
La situación humana era excepcional. Nadie estaba apurado frente a su montículo en aguja. Distintos grupos entonaban un himno y en la cadencia se balanceaban con perfecto ritmo. Las estalagmitas de sal se elevaban como hormigueros de termitas. El suelo se congeló y allí me vi caminando descalzo en un piso de hielo interminable. Desde los pies hacia arriba del cuerpo subía un cosquilleo punzante.


Todo brillaba a la luz del condensador del microscopio
y me preguntaba cómo se habrían producido esas formaciones ya que para ello se hubiera necesitado el agua cayendo densamente, mientras mi rostro era azotado por ráfagas de viento. Abajo, el hielo se quebraba, dejando abiertos abismales precipicios,


pero arriba estaban las lentes
en un cielo limpio que no podría facilitar las lluvias. En todo caso, algún líquido habría arrastrado la sal formando estalagmitas. Así se erguían los túmulos ansiosos pero libres, fuertes, sin enojos, buscando a los cielos despejados de modo que me encontraba apresado en toda dirección. Casi vencido y deslumbrado oí el rugido furibundo. Entre los vientos espantosos el reflejo iba a sus antojos dando en bloques separados


que aumentando los haces luminosos
herían, cristalinos, a mis ojos
ya entonces demasiado fatigados.


Relatos

KAUNDA

El embajador de Zambia insistió durante una semana. Sus instrucciones eran estrictas, él no podría abandonar Florencia sin llevarme a Lusaka. El 10 de enero de 1989 llegué acompañado por Antonio y Fulvio. Al pie de la escalera, un comité de recepción presentó sus saludos. De inmediato fuimos rodeados por una guardia armada que nos introdujo en tres limusinas negras. A gran velocidad nos desplazamos por una carretera periférica hasta cortar en un punto el centro de la ciudad. Mientras los motociclistas abrían paso entre la multitud, alcancé a ver largas colas de mujeres que cargando a sus niños desnutridos esperaban la apertura de los centros de racionamiento.

Diez minutos después estábamos en el palacio presidencial, rodeados por tanquetas y empalizadas laberínticas. Bajamos y fuimos conducidos al salón de ébano en el que nos esperaba el Presidente con su gabinete en pleno. Kaunda dio la bienvenida destacando nuestra importancia ideológica para la Revolución. Respondí brevemente, mientras Antonio traducía para la cadena de T. V. El Presidente Kaunda en su porte soberbio lanzaba ademanes estudiados hacia nosotros y a su público, repartiendo sobriedad y paternalismo según variaba de posición frente a unos y otros. Siempre colgaba de su mano izquierda el largo pañuelo blanco que, seguramente, constituía un signo personalísimo de su vestimenta. ¡El famoso pañuelo! Cuando hablaba agitándolo con vehemencia o sesgando el aire todos comprendían la señal; cuando escuchaba, sobándolo largamente, también los presentes interpretaban el código. Pero si acompañaba la caricia con un intermitente “ya veo”, aquello era una aprobación decidida.

En dos días hicimos todo lo necesario. Solamente en el diálogo sostenido con el secretario del partido único, la cosa terminó mal. Pero, en general, la información fue abierta y los problemas por los que pasaba el país se expusieron descarnadamente, cotejados siempre con los datos más increíbles que recogía Fulvio y que sumaba a la masa que había traído desde Europa. En los jardines presidenciales Kaunda mostraba los impala que pacían suavemente. En ese edén bucólico, la floresta africana y la brisa del atardecer no me impedían ver la situación como televisada desde arriba: todo ángulo custodiado por sujetos con intercomunicadores; más afuera las tanquetas y las empalizadas; más allá aún los retenes y luego Lusaka hacinada y hambrienta; los campos arrasados, las minas de cobre y los minerales estratégicos vaciados a precio vil, manejados por un puñado de compañías cuyos hilos saliendo del mapa africano se anudaban en lejanos puntos del globo. Ese era un corte espacial; pero también veía ese lugar diez, veinte, treinta años atrás, y siglos antes, cuando no existían países sino tribus y reinos, y los hilos se anudaban a poca distancia. Comprendí que tarde o temprano el régimen sería depuesto porque su voluntad de cambio tenía las manos atadas por aquellos hilos multicolores. Sin embargo, yo sentía algo parecido al agradecimiento por el apoyo brindado a la liberación de Sudáfrica y a la lucha anti-apartheid. Por eso, aún sabiendo por anticipado que nuestro proyecto era irrealizable, Antonio desplegó las variables de lo que se debía hacer...

Luego de la cena de la tercera noche, descendimos a un búnker a través de un pasillo lleno de cuadros a derecha e izquierda. Allí estaban Mandela, Lumumba y otros tantos héroes de la causa africana. También aparecían Tito y otras personalidades de los distintos continentes. De pronto me detuve frente a un cuadro y pregunté a Kaunda:

–¿Qué hace Belaúnde aquí?
–Es Allende, –respondió el Presidente.
–No, es Belaúnde Terry, socialcristiano y ex presidente del Perú; hombre no muy progresista sino más bien ligado a los intereses del Club Nacional de Lima.

Kaunda tomó el cuadro y con toda naturalidad lo estrelló contra el piso. Luego dijo algo sobre Salvador Allende pero yo estaba concentrado en el espacio que había quedado descolorido en la pared, y en los vidrios rotos en el piso. Por un instante me pareció que se ponían y sacaban cuadros en infinitos pasillos a una velocidad chaplinesca y, en esas escenas del cine mudo, se reemplazaban héroes y cobardes, opresores y oprimidos, hasta que al final en un muro sin color quedaba una intención vacía que era la imagen del futuro humano.

Llegamos al búnker.

Mientras Fulvio apuntaba y filmaba hasta los últimos detalles, Antonio, elegante y metálico, abrió su carpeta y con una frialdad de hielo hizo todas las críticas del caso. Mientras hablaba vi como el pañuelo se agolpaba, cómo luego comenzó a anudarse para finalizar abandonado en una mesita justo al término de la exposición. Antonio sin reserva alguna habló de tal modo que cualquier político se hubiera sobresaltado. Sin embargo, vi claramente que todo lo dicho llegaba al corazón. Me pareció que Antonio encarnaba una verdad que arrancaba antes de él y que se proyectaba hacia el futuro. En esa frialdad estaba el trasfondo de todas las causas por las que el hombre ha luchado y creo que todos lo entendieron así. Kaunda, emocionado, no tuvo más remedio que reconocer con su “ya veo”, pero pronunciado de tal modo y con tal tristeza que debió verse en el espejo de su alma.

“Para terminar nuestro análisis que, según entendemos debe ser hecho en conformidad con lo que vemos, debemos reforzar el punto quinto que se refiere a la disolución inmediata del partido único y a la celebración de elecciones plurales en menos de un año. Esto va acompañado con la liberación de los presos políticos y el derecho al reingreso y participación de los exiliados en la lucha política. La prensa monopólica debe ceder el paso a todas las formas de expresión aún a riesgo de que los enemigos de los intereses del pueblo de Zambia se impongan momentáneamente por el uso indecente de sus ingentes recursos. También queremos destacar el punto octavo en el que se considera la factibilidad de una conferencia permanente de los siete países para fijar los precios mínimos de los minerales estratégicos a nivel internacional. Y, en lo que hace a la campaña contra Sudáfrica, los siete países deberían bloquear sus espacios aéreos para impedir el libre desplazamiento del régimen racista. Por lo demás, si hablamos de una revolución profundamente humana debemos comenzar por la desarticulación del aparato represivo que siendo una defensa contra los provocadores externos y su quinta columna, nos han llevado a espiar, controlar, encarcelar y fusilar a nuestros propios ciudadanos. ¡No hay revolución que tenga sentido, si se pierde el sentido de la vida humana!”. Sin inmutarse, Antonio cerró su carpeta y la entregó, con otra plagada de informes, al secretario de Kaunda.

El Presidente me miró desde su enorme sofá que parecía un trono. Lo miré muy adentro y dije:

–Excelencia, nada de lo dicho se podrá poner en práctica porque las coyunturas lo impiden, pero hemos sido leales luego de estudiar a conciencia la situación. Le ruego a usted y a los honorables miembros de su gabinete sepan disculpar lo que hemos expuesto.

Kaunda se levantó como un gigante e, insólitamente, se abalanzó sobre mí para abrazarme. Otro tanto hicieron los ministros con Fulvio y Antonio. En aquel momento sentí con fuerza que a todo eso lo había vivido anteriormente.

Partimos de Lusaka con sensación de fracaso. Sin embargo, supimos al poco tiempo que Kaunda había comenzado importantes reformas.

Gradualmente liberó a los presos políticos; abrió la libertad de Prensa; liquidó al Partido único; reconoció públicamente sus errores; dispuso elecciones generales y, al ser derrotado, abandonó el poder para convertirse en simple ciudadano.

Un diario de San Francisco, relató lo siguiente:

“Después de liderar a su país hacia la independencia de Inglaterra en 1964, Kenneth Kaunda fue presidente de Zambia por 27 años. A su favor podemos decir que permaneció firme en su lucha contra el Apartheid de Sudáfrica y que muchos acontecimientos de aquel país se hubieran enlentecido sin su decisiva ayuda. En su propia tierra enfrentó una montaña de dificultades económicas. Especialmente desde la caída de los precios mundiales del cobre. Desde comienzos de los años ‘80 Zambia se ha vuelto cada día más pobre. El promedio de ingreso per cápita ha disminuido a 300 dólares anuales, la mitad de lo que fue dos décadas atrás. La harina de maíz, principal artículo alimenticio, escasea y se ha encarecido. Para colmo de males, un sector importante de la población está infectado con SIDA y el país ostenta el récord mundial de casos. La ayuda extranjera también ha sido cortada desde septiembre, fecha en que el Fondo Monetario Internacional le reclamó el pago de 20 millones de dólares que adeudaba. A principio de noviembre, Kaunda fue derrotado por Frederick Chiluba, uno de los principales líderes sindicales del país, en las primeras elecciones multipartidarias desde la independencia. A diferencia de Sese Seko Mobutu que está reprimiendo a la oposición luego de 26 años en el poder, en el vecino Zaire, K. Kaunda dejó pacíficamente el gobierno.”

No he vuelto a ver a Kaunda, pero sé muy bien que en algunas noches diáfanas de su cielo africano sigue haciendo las preguntas que yo no supe responder: “¿Cuál es nuestro Destino después de todas las fatigas y de todos los errores? ¿Por qué al luchar contra la injusticia nos volvemos injustos? ¿Por qué hay pobreza y desigualdad si todos nacemos y morimos entre rugido y rugido? ¿Somos una rama que se quiebra, somos el lamento del viento, somos el río que baja hacia el mar?... ¿O somos, tal vez, el sueño de la rama, del viento y del río que baja hacia el mar?”

PANFLETO A PASO DE TANGO

Panfleto: (del inglés pamphlet. Contracción de Pamphilet, nombre de una comedia satírica de versos latinos, del siglo XII, llamada Pamphilus, seu de Amore). Opúsculo de carácter agresivo destinado a difundir, sin fundamento serio, toda clase de críticas.
Tango: (probablemente voz onomatopéyica). Baile argentino de pareja enlazada, forma musical binaria y compás de dos por cuatro. Difundido internacionalmente, fue utilizado por Hindemith y Milhaud. Stravinski lo introdujo en un movimiento de su “Histoire du soldat” en 1918.


Andrés vivía mirándose el ombligo y, en sus ratos libres, contemplaba el mundo exterior a través del ojo de una cerradura. Lo conocí en 1990 en un lugar de América del Sur llamado “Argentina”. El era pues un “argentino”, un hombre de plata, y le ocurría que al no tener dinero se sentía frustrado con la designación colectiva que llevaba a cuestas. Recuerdo que nos presentaron en un restaurante con motivo de unas clases que yo estaba por dar en torno a temas de mi especialidad, es decir, en torno a gastronomía computacional. En aquella ocasión el tópico a desarrollar sería “Cómo preparar una buena ensalada sin usar aceite y sin tomar el rábano por las hojas”.

Andrés era afecto a la buena mesa pero al creer que únicamente en su país se comía carne como es debido, no pudo aceptar mis enseñanzas respecto a las múltiples preparaciones que esta admitía. Esa cortedad impidió que se convirtiera en un excelente ayudante de cocina. Así, angustiado por la elección entre dos opciones que le quedaban, terminó por malograr su estómago y avinagrar su vida.

Según Andrés, su “patria” (como le gustaba decir), vivía una tragedia extraordinaria que a mí me pareció un sarampión infantil en una etapa de la vida de los pueblos en la que no se debe comer porquerías y en la que el asunto dietético debe atenderse rigurosamente. Gracias a esos cuidados los pueblos del Medio Oriente pudieron evitar la triquinosis del cerdo, los nórdicos impusieron su blonda cerveza a los bebedores de vino tinto y, más adelante, el rubio té a los siniestros consumidores de café negro colombiano o brasileño.

¡Atención a lo que se come y a lo que se bebe! Cómo comparar la espiritualidad del té de Ceylán (según lo han demostrado teósofos destacados como Bessant y Olcott), con ese café cuyo mercado no está en manos de victorianos y naturistas; cómo comparar la margarina a la mantequilla y al aceite, productores de colesterol; cómo comparar el sobrio lemon pie a esos jamones, quesos y embutidos de los pueblos latinos. Eso es lo mismo que igualar la elegancia de los cuadros de la abuelita Moses a los excesos de un Goya, de un Gauguin o de un Picasso... Por eso los alemanes tienen tantos problemas, porque no se deciden de una vez por el vino o la cerveza, por Hegel o Alvin Toffler, por Goethe o Agatha Christie, por Bach o Cole Porter. La Historia demuestra que si los emperadores romanos hubieran sido más cuidadosos no hubieran sufrido aquella catástrofe motivada por beber tintorro en copas antihigiénicas. Sin embargo, no estamos de acuerdo con la interpretación que atribuye al plomo de esos recipientes el saturnismo y las numerosas enfermedades que los volvieron incapaces para el mando. Pues no, la gastronomía computada demuestra que fue el llenarse la barriga con vino y miel lo que los hizo caer... ¡y bien merecido lo tuvieron! De otro modo, el mundo todavía se mantendría en el oscurantismo y no se mediría en galones, pulgadas, pies, yardas, millas y fahrenheits; no se hubieran desarrollado las hermosas líneas de los Rolls Royce ni el sombrero hongo; nadie manejaría por la izquierda y no se usarían las gafitas Lennon; pocos pronunciarían la sugestiva palabra “shadow”; el sombrero y la montura mejicana no hubieran pasado a los tejanos; el zapateo americano se mantendría en los pies de los andaluces y nadie señalaría con el índice a su público en los bailes de cabaret y en la televisión. En esa situación primitiva ¿quién podría entonar “Cantando bajo la lluvia”, quién mascaría chiclet preparando las enzimas bucales y mejorando el flujo de ptialina para engullir adecuadamente? Así pues había que estar en alerta con los temas dietéticos, pero mi aprendiz no lo entendió a pesar del esfuerzo pedagógico que hice. El seguía obsesionado con los problemas de su pequeño mundo, mirando todo por el agujero de un fideo. Me explicó que en otras décadas su país había sido extraordinario (uso la palabra “extraordinario” porque Andrés, al pronunciarla, elevaba al cielo sus húmedos ojos vacunos y, pestañeando lentamente, se sumía en el recuerdo tanguero). En rigor, existía una interpretación muy simple de esa pequeña crisis pero no se atrevía a formularla porque en lugar de aspirar al hogar común de un pueblo, ambicionaba una potencia que hiciera sentir su fuerza. No podía admitir que en plena época de caída de las burocracias y ascenso de la mundialización, se borraran las fronteras nacionales y reventara el modelo estatal del siglo XVIII. El, sin saberlo, era un nacionalista de izquierda; una rara avis in terris (de acuerdo a la hipérbole de Juvenal), que nace en los lugares en que el factor emotivo se mezcla con la dieta alimenticia. Desde luego, en todas partes sentimientos y papilas gustativas van juntos, pero la mesa internacional agrega una dosis de ilusión que calma la ansiedad de los comensales. Pobre muchacho... ¡y qué buen ayudante de cocina hubiera sido! Desafortunadamente, no logró inspirar su cabeza en la gastronomía como en su momento lo hicieran grandes hombres. Seguramente si el eminente Lenin no hubiera estado atento a las delicatessen suizas, tampoco contaríamos hoy con su exquisita definición de la moral como “¡una salsa fetichista para una comida útil!”. Esta maravillosa expresión gástrica sublimada, me ha llevado a diseñar un programa de repostería que en sagrado homenaje patentaré como “Vladimir”, aún cuando las olas de los acontecimientos mundiales sean desfavorables a ese tributo. ¡Noblesse oblige!

Pero sigamos con nuestro tema. Como todos los químicos del lugar Andrés tenía que elegir entre dos opciones: o marchaba hacia cualquier centro extranjero de estudios avanzados, o se empleaba de taxista en Buenos Aires. Muchos de sus compañeros habían seguido la primera rama de un diagrama de flujo que terminaba en algún país con buenos laboratorios, un equipo internacional, tecnología abundante y ese estándar de vida que permitía disponer de algún esparcimiento sin sobresaltos. El diagrama mencionado llevaba a subrutinas que detenían la secuencia en un stop desde el que se podía teclear go to 1 regresando a la Argentina, o bien tomaba otra vía y llegaba a un break a partir del cual era posible escribir end of program acompañado por una mujer insulsa, algún niño, y vecinos amables que exhibían el último par de zapatos adquirido a buen precio. La segunda rama, de taxista, se desarrollaba entre conflictos en el contexto de un país que aparentemente desaparecía día a día. Esa parte del esquema terminaba en un end como jubilado del gremio del transporte ciudadano. Su país había producido varios premios Nobel en Fisiología, Química y Medicina, resultando curioso comprobar las veleidades aristocratizantes de esos científicos que despreciando un oficio digno de taxista elegían la primera rama del diagrama de flujo. En otros campos de la cultura el lugar había liderado distintas expresiones pero también muchos de sus exponentes habían optado por la primera rama. Esos avanzados de la dietética terminaron por abandonar sus hábitos de arrojar pedazos de carne sin sazonar a la parrilla y ya comían en mesas con mantel y cubiertos adecuados. El arte de la convivencia había comenzado a desarrollarse en ellos mientras asimilaban su rol de juglares en los ágapes elegantes. Domados por la vida habían aprendido a disimular sus pensamientos, como corresponde a la gente civilizada, despojándose de la insolencia de sus coterráneos que tanta urticancia provocaban en todas partes. Un fenómeno parecido ocurría con los deportistas que, aunque primeros en el mundo en múltiples actividades, habían sido comprados individualmente por centros opulentos y luego desmembrados como equipo. Las películas yanquis ponían de moda aires escritos por sus músicos y la Unión Soviética exhibía como producto internacional a algunos de sus ideólogos y militantes.

Sorpresivamente la Argentina se había transformado en bananera y se la conocía por su analfabetismo, decadencia y un largo etcétera. Era curioso ver cómo se la ubicaba por óperas rock como Evita, por una refriega lumpen con Inglaterra cerca del polo sur, y por sus juntas militares sangrientas. En todo caso, había que cuidarse de esos irresponsables lugareños porque a fuerza de cazar moscas con aerosol estaban ampliando el agujero de ozono sobre sus propias cabezas, al tiempo que contaminaban la Antártida con latas de sardinas, botellas de vino y preservativos. Para completar el cuadro de esos sujetos extraños que casi superaban en corrupción a los japoneses, norteamericanos, griegos, e italianos, sus máximas autoridades usaban largas patillas de mandril y no se vestían de acuerdo a los cánones establecidos. Algunos de sus líderes deportivos se habían convertido de la noche a la mañana en delincuentes, asombrando a la comunidad internacional que, según se entendía, no registraba en sus atletas un solo caso de dópping o de irregularidad a lo largo de sus anales históricos. ¡Por algo se los abucheaba en campeonatos mundiales, ya fuera en México o Italia! Bien se sabe que las hinchadas deportivas son de juicio amplio e internacionalista, probándose lo justificada que estaba la reacción de aquellos públicos selectos.

Pero desde el punto de vista del comportamiento psicosocial de aquellos 30 millones de ciudadanos la cosa era mejor todavía. Bastaba que alguien sobresaliera para que se presumiera la comisión de algún delito, y si un desprevenido ayudaba a otro en desgracia, pasaba a formar parte de la galería de sospechosos.

Allí se sabía cómo ver la realidad, por eso si en la noche alguien decía “es de noche”, o durante el día afirmaba “es de día”, se abrían violentamente las ventanas de las casas y los departamentos, se activaban los altoparlantes y desde los megáfonos policiales brotaba un coro de ángeles que repetía “¿qué hay detrás, qué hay detrás?”, porque el “detrasismo” certificaba la astucia de los cantores. ¡Cómo hubiera sabido apreciar Torricelli ese enorme tubo de vacío, ya que allí un objeto de plomo y una pluma; un genio y un imbécil, llegaban al fondo con idéntica velocidad!

En Buenos Aires, capital del Psicoanálisis, los ciudadanos comenzaban a recuperar su antigua vivacidad. Para no ser menos, Andrés fue a visitar a un médico de turno. El buen doctor lo tendió en un diván y tomó nota de las dudas existenciales de su paciente, aconsejándolo del modo en que un padre orienta a su hijo. Andrés, entonces, decidió escoger la segunda rama del diagrama de flujo... Al salir del consultorio estaba oscureciendo. Decidió entrar en un bar. Pidió café y lo miraron con desconfianza, pero él rectificó solicitando un “té”. Entonces le acercaron una taza con agua hirviendo en su interior, en la que navegaba una bolsita amarillenta. Sorbió la infusión con una dejadez de siglos y sin saber de dónde podía salir la música de un tango, escuchó con la felicidad que sólo había experimentado en su primer amorío quinceañero:

“... Que el siglo veinte es un despliegue de maldad insolente no hay quien lo niegue. Vivimos revolcaos en un merengue y en el mismo lodo, todos manoseaos... Dale nomás, dale que va, que allá en el horno se vamo’ a encontrar...”


Llegué justo a tiempo para escuchar esa música lacrimógena y considerar su filosofía implícita según la cual el siglo veinte es peor que cualquier otro siglo, incluidos Cro Magnones, Javaensis y Neanderthalensis. Y, en cuanto al lodo, cualquier medieval podría ilustrarnos convenientemente. Pero en todo esto hubo algo que me tocó profundamente. El tema repostero del merengue me hizo recordar a la gran cantante australiana Melba. Ella en una recepción cayó sobre una mesa finamente servida y en su caída arrastró melocotones, plátanos, cerezas, y crema de leche helada. Saliendo del paso, recogió los restos del estropicio y los sirvió mezclados en un mismo recipiente, derivando de ese golpe de ingenio la famosa copa Melba. También evoqué a un incomprendido comandante inglés que, aunque deficiente en las acciones bélicas, tuvo el genio de superponer cosas entre dos trozos de pan. ¡Loado sea por siempre, el gastronómico almirante Sandwich! Por último, el asunto del horno en el que al final todos nos habremos de encontrar me ayudó a comprender qué lejos estamos aún de asimilar esa situación de convergencia humana. En efecto, tenía a la vista el ejemplo de un químico reaccionario que, despreciando la aplicación de las cocinas de microondas, decidió ser taxista.

Sólo tuve oportunidad de conocer la capital en que vivía Andrés pero imagino que en las provincias las cosas son un poco diferentes porque allí bailan el tango entre los cactus, vestidos de gauchos a lo Rodolfo Valentino, mientras las señoritas gritan “¡olé!, ¡olé!”. Todos toman mate, que no es sino una calabaza penetrada por un tubo desde el que se succiona jugo de piña con hielo, dado el calor tropical de la zona de Tierra del Fuego, como su nombre lo indica. Y, si me equivoco, la cosa no es tan grave ya que un tal Reagan coloca a Río de Janeiro en Bolivia y algunos “nordacas” europeos no ubican bien a los “sudacas”, ignorando que en el mapa hay otros “nordacas” por encima de ellos. Aparte de confundir emplazamientos, los afectos a esas palabrotas padecen de amnesia y de escasa sensibilidad para los tiempos futuros. De manera que mis yerros seguramente son insignificantes al lado de los que vemos y escuchamos diariamente. Es claro que hay errores maliciosos propalados desde las dirigencias del primer mundo a fin de que, por contraste, se aprecien sus éxitos. Consecuentemente, en los sectores menos esclarecidos de su población surgen invocaciones de este tipo: “Gracias te damos por esta Administración y por evitar que caigamos en la situación de esos pobres sudacas que cada día nos muestra la T. V. ¡Aleluya, Aleluya!”. El negocio es bueno para ese gobierno, para la Prensa catástrofe y para el ciudadano que compensa con la bondad de su oración, humillaciones escondidas en los pliegues de su almita post industrial. Pero esos descuidos calculados deben ser corregidos porque un Occidente civilizado, incluido Japón, debe autolimitarse en la manipulación de imágenes... no es el caso de que algo falle y tengamos que salir con la escudilla pidiendo ayuda a los salvajes.

Quise despedirme del taxista con la lejanía del caso pero él transgrediendo la distancia de la privacidad se me vino encima y, tomando mis mejillas entre sus índices y pulgares, comenzó a zamarrearme. Sin soltarme y forzando una voz aguardentosa, se puso a decir: “Gorrrdo, vos sí que sos un piola. Con el curro del morfi estás lleno de minas y de guita. En cambio yo de tachero; ¡pura mishiadura de feca, pan y cateman! ¡Araca la cana, chanta, y no te olvidés de mandar fruta, no te olvidés!”... Poco entendí de su argot, pero creo que expresaba sus respetos por mi profesión. Luego me abrazó y no sé por qué tuvo que morderme una hombrera aunque pienso que era en alusión a cierta frase con la que se refería a mi, y cuyo sentido desconozco, algo así como “¡Andá a cantarle a Gardel, gordo morfaalmohadas!”. Ese no era el Andrés cotidiano, más bien taciturno y estudioso; ese era el doctor Jekyll que al verme se transformaba en Mister Hyde y se lanzaba a escandalizarme con sus exabruptos. Mostraba su amistad a fuerza de agresiones; invertía las palabras y ponía el mundo al revés con tal de no dar el brazo a torcer, enfrentando las formas culturales que yo representaba. En el fondo me pareció un esteta que tomaba el surrealismo de Buñuel y el grotesco de Fellini, para mezclarlos en la jerga del lunfardo. Pero todo concluyó cuando el irreductible patán se alejó gritándome palabras soeces acompañadas con gestos que harían sonrojar al más grosero tabernero de Liverpool... ¡Qué momentos, qué momentos tuve que pasar! Inmediatamente partí en dirección al aeropuerto.

Mientras volaba sobre las pampas revisé todas las reflexiones de los días anteriores, tratando de comprender por qué Andrés y sus coterráneos siempre me miraron con suspicacia. Entendí que esos tipos, (inventores del sistema de huellas dactilares para la identificación de cada persona), mantenían intacta su mentalidad policíaca sabiendo muy bien qué había pensado yo de ellos en las distintas ocasiones. Concluí que si levantaran cabeza nuevamente, cosa que comencé a temer, prohibirían en su territorio cada una de mis recetas aduciendo cualquier pretexto sanitario. Luego me tranquilicé al considerar los compromisos pendientes con gente del mundo desarrollado que sí estaba capacitada para aceptar mi estilo de gourmet. Entonces recordé con satisfacción las fórmulas del maestro Brillat-Savarin, mejoradas ahora por mi gastronomía computacional.

Gesticulé apenas, y en poco tiempo las azafatas me presentaron un carrito que desbordaba en primores culinarios. Así, volando entre nubes rosadas me dispuse a una equilibrada ingesta. Pero una extraña inquietud, algo parecido a Mister Hyde avanzando en la lluviosa atmósfera de un tango, se fue abriendo paso en mi interior. Dudé un momento y, al final, pedí a mis odaliscas una botella de vino tinto. Luego sentí las copas que una y otra vez, llegando hasta mis labios, desenrollaban los pergaminos del viejo Omar Jaiam:


“La vida pasa. ¿Qué fue de Balj? ¿Qué de Bagdad?
Si la copa rebosa, apurémosla con su amargura
o su dulzura. ¡Bebe! Más allá de nuestra muerte
la Luna seguirá su curso, largamente fijado.
Un vaso de vino tinto y un haz de poemas,
una subsistencia desnuda, media hogaza, nada más.”


“Dicen que el Edén está enjoyado de huríes:
respondo que el néctar de la uva no tiene precio.
Desdeña tan remota promesa y toma el presente,
aunque lejanos redobles resulten más seductores.”


EL CASO POE

Como del otro lado del espejo
Se entregó solitario a su complejo
Destino de inventor de pesadillas.
Quizá, del otro lado de la muerte,
Siga erigiendo solitario y fuerte
Espléndidas y atroces pesadillas.
Edgard Allan Poe, de J. L. Borges.


Siempre creí que las fantasías de los autores de ciencia-ficción respondían a conceptos embrionarios que estando en el ambiente de un momento histórico tocaban por igual a filósofos, estudiosos y artistas. Muchas anticipaciones luego confirmadas por el avance tecnológico, tenían más relación con el desarrollo de aquellas ideas primitivas que con reales visiones del futuro. Verne había calculado con bastante aproximación el punto de partida del primer viaje a la Luna, y también imaginó al Nautilus impulsado por un tipo de energía que tiempo después pudo ser controlada. Otro tanto podía decirse de Bulwer Lytton respecto a la electricidad, y de varios autores que sorprendían por sus aciertos. Seguramente, muchos escritores de hoy serían confirmados más adelante cuando los antigravitacionales, los transportes sobre la base de rayos lumínicos y los androides fueran realidades prácticas. Pensaba que tratar de comprender esas percepciones sobre la base de poderes precognitivos, era tan ridículo como atribuir el invento simultáneo del piano a las capacidades telepáticas de Christófori y varios de sus contemporáneos, que trabajaban en el desarrollo del clave en 1718. La coincidencia en el descubrimiento de Neptuno por el cálculo de Le Verrier y por la observación telescópica de Galle en 1846, me hacía reflexionar sobre el esfuerzo que muchos matemáticos y astrónomos realizaban en la misma dirección, impulsados por fundadas sospechas sobre la existencia del planeta y no por ocultas compulsiones. También consideré que si se hiciera un listado con los aciertos y errores de los escritores de anticipación, los segundos sacarían una gran ventaja a los primeros. Por otra parte, sería extraordinario que entre tantos miles de libros y de páginas no ocurriera una sola aproximación a hechos que pronosticaron los autores; que entre tantos sueños, todos fracasaran. Ocurría con esto, como con tantas cosas de nuestras vidas azarosas, que sólo teníamos en cuenta los aciertos y aún en el pesimismo encontrábamos éxito cuando, entre tantos acontecimientos, lográbamos la cuota de desastre esperado.

Esa era mi forma de ver el mundo, apoyada por el cálculo de probabilidades, cuando saltaba sobre el tapete alguna superchería. Esa fue mi posición cuando se quiso hacer de Poe una suerte de brujo de la literatura. Muchos de sus lectores eran personas impresionables que tomaban sus magnetizados; sus ominosos cuervos; sus verdosas y mortecinas atmósferas, como cosas que ocurrían realmente. Frecuentemente escuché historias sobre sus facultades de vidente; sobre sus anuncios de naufragios que luego se cumplieron; sobre ataúdes que al ser abiertos mostraron las huellas de una asfixia desesperada, tal como él había anticipado. Y esos cuentos tuvieron la cualidad de provocarme una especial aversión.

Pero desde hace un tiempo las cosas han cambiado. En ciertas noches lúgubres, en ciertos ambientes penetrados por el reflejo de lunas mortecinas, he creído percibir el hálito que espiró en su oscura mansión mientras precipitaba hechos que coincidieran con lo que había escrito. Otras veces me ha parecido que no se trataba de un ser demoníaco sino de una criatura que, atrapada en los lazos del tiempo, quiso romper esa malla tenebrosa para salvar otras vidas. Hoy creo que conoció detalles de acontecimientos que habían de ocurrir y que no pudo modificar porque aún no habían nacido los desgraciados protagonistas. Y, por otra parte, quiso que alguien dejara en claro todo lo que relataré más adelante.

Dejo constancia de todos los hechos que cualquier investigador imparcial puede comprobar por su cuenta. He respondido a los apremios de Poe y, ahora mismo, corto con él un vínculo malsano. Cuando dos radio operadores se despiden luego de una conversación que enlaza puntos distantes y diferentes husos horarios, suelen concluir con la frase: “¡Cambio y fuera!”. Así pues, cambio y fuera, querido y triste Poe. Lo sé, lo siento claramente. Al escribir estas notas, he experimentado cómo mis obsesiones infantiles han sido exorcizadas. No creo que a futuro al visitar casas desiertas, al asomarme a la boca de un aljibe, al atravesar un bosque umbrío, escuche nuevamente aquel lamento obsesivo que me llame por mi nombre... “Reynolds, Reynolds”. Ahora sé de quien era esa voz agonizante que me ha perseguido desde niño. En fin, trataré de estar cerca de Margaret cuando ella lea toda esta trama incomprensible, de otro modo podría llegar a repensar su vida como el pretexto de una voluntad lejana; como una simple antena construida para facilitar comunicaciones entre tiempos y espacios diferentes.

Todo empezó en una reunión social.

–¿No has leído a Poe? –me preguntó Margaret al pasar.
–Si, cuando era niño.
–Pues deberías leerlo con cuidado y verías que habla de ti.
–¿Cómo de mí?
–Sí, de Reynolds, ¿o no te llamas así?
–Vaya, es como si hablara de Smith... ¿y qué hay con eso?
–No sé, pero por ahí anda ese nombre.

A los pocos días consulté un índice de nombres en las obras completas del escritor y en ninguna parte apareció “Reynolds”. Comprendí que Margaret se había confundido, pero ya tenía entre mis manos varias biografías que, aunque repitiendo tópicos de su angustiosa vida, diferían considerablemente en las circunstancias de su muerte. Este hecho me llamó poderosamente la atención. Al final, me quedé con cuatro casos divergentes.


I.
“A la muerte de su esposa, comienza a sufrir los ataques de delirium tremens, que le provocaban sus frecuentes estados de embriaguez. Un día, en octubre de 1849, se lo encuentra moribundo sobre las vías del tren.”


II.
“Pero el día en que la unidad quedó rota por la muerte de la esposa vencida por la tuberculosis, el poeta no tuvo ya fuerza alguna para poder vivir. Arrastrando su duelo y agotadas en realidad sus fuentes creadoras, apenas pudo sobrevivirla en unos dos años. Cuando se encontraba en Baltimore, haciendo una gira de conferencias, se le encontró entre las luces de una madrugada de octubre agonizando en medio de la calle.”


III.
“Se hallaba en Baltimore por casualidad; se había detenido allí en un viaje desde Richmond a Fordham (Nueva York), preparatorio de su próxima boda con Sarah Elmira Royster, su gran amor juvenil, a la que iba a unirse después de perder a su primera esposa, Virginia Clemm.”


IV.
“En septiembre de 1849 llegó a Baltimore camino de Filadelfia. Un retraso en el tren que habría de llevarle a esta última ciudad sería fatal. El 29 de septiembre visita a un amigo en un deplorable estado de ebriedad. Cinco días más tarde, cinco días de absoluto misterio y vacío en su biografía, otro conocido es informado de que alguien “que puede ser el señor Poe” yace borracho e inconsciente en una taberna de los bajos fondos de Baltimore. Era época de elecciones y se acostumbraba a que los peticionarios de votos emborracharan gratuitamente a los electores. Estas copas electorales pudieron ser la última elección de Poe. Trasladado a un hospital, su extinción era inevitable.”


Y así fui sumando pistas, sospechas y bibliografía hasta que pude componer un cuadro de la muerte de Poe que bien podría haber sido escrito por él mismo. La verdad es esta. El 29 de septiembre de 1849 llega a Baltimore. No es seguro que ese día haya visitado a un amigo, ni que una pandilla política hubiera precipitado su crisis. Se suceden varios días en blanco hasta que el 3 de octubre es hallado sin conocimiento en una taberna de Lombard Street. De allí lo trasladan al “Washington Hospital” y, delirando hasta el fin, llama en reiteradas ocasiones a un desconocido “Reynolds”. Muere a las 3 de la madrugada del día 7 a los 40 años de edad. Tal vez para reparar una desconocida culpa, la ciudad de Baltimore le erige un monumento el 17 de noviembre de 1875.

Pude tener como cierto, entre tanta opinión diversa, que Poe exigió repetidamente y a los gritos la presencia de “Reynolds”. Ese nombre, que confirmaba al oscuro recuerdo de Margaret, me llevó en dirección a un hecho más extraordinario que las circunstancias de la muerte del escritor. Mi razonamiento fue elemental. Supongamos –me dije– que el angustioso reclamo del tal Reynolds haya tenido algún sentido, ¿quién fue tal personaje? El único “Reynolds” significativo que pude encontrar relacionado con la vida u obra de Poe fue el expedicionario al Polo, en cuyos relatos se basó para componer parte de su única novela: La narración de Arthur Gordon Pym de Nantucket. A partir de allí no pude avanzar. Entonces me ubiqué en el tipo de pensamiento que Poe había querido transmitir a través de su extraño trabajo Eureka en el que discutiendo el método deductivo aristotélico y el inductivo de Bacon, abría las compuertas a lo que él llamaba “intuición” adelantándose tal vez en esto al mismo Bergson. En realidad yo sabía que tal método no podía sostenerse, pero sí representaba una forma de pensar y de sentir; sin duda, la forma creativa habitual de Poe. Siguiendo ese hilo, ubicándome en una situación delirante pero que imitaba los carriles de sus hábitos mentales, me puse frente a la escena de la invocación de Reynolds y pasé a sumergirme en el estudio de La narración de Gordon Pym.

En la novela, el cuadro más impresionante era la catástrofe del bergantín Grampus. Quedando solamente cuatro sobrevivientes a la deriva y a punto de perecer por falta de agua potable y alimentos, se decide echar suertes. “Peters me abrió el puño y entonces miré. El rostro de Richard Parker me hizo comprender que yo me había salvado y que la muerte lo había elegido a él. Caí desmayado en el puente. Me recobré a tiempo para contemplar la consumación de aquella tragedia y la muerte de quien fuera su principal instigador. No ofreció la menor resistencia. Peters lo apuñaló por la espalda y cayó muerto instantáneamente. No quiero ser prolijo en la espantosa comida que siguió. Cosas así pueden ser imaginadas, pero las palabras carecen de fuerza para que la mente acepte el horror de su realidad. Baste decir que tras aplacar en alguna medida la espantosa sed que nos consumía, bebiendo la sangre del desgraciado, y de tirar al mar, por común acuerdo, las manos, pies, cabeza y entrañas, devoramos el resto del cadáver a razón de una parte diaria durante los cuatro imborrables días que siguieron, es decir, hasta el 20 del mes.”1 Richard Parker, ha escogido la astilla más corta de las cuatro que estaban en juego; de inmediato es sacrificado y sus tres compañeros se alimentan de su cuerpo durante unos días. Más adelante son rescatados por la goleta Jane Guy. Esto ocurre en julio de 1827.

Sin saber en qué dirección continuar (porque tampoco sabía qué buscaba), procedí del mismo modo que con el asunto de Reynolds, buscando antecedentes. La narración de Gordon Pym fue publicada en Nueva York en 1838. Así es que me dispuse a buscar la fuente inspiradora de esa escena, pensando luego en pasar a otras del mismo libro, buscando antecedentes, y así hasta terminar con toda la Narración. Pero no fue necesario ir muy lejos. Solamente encontré dos casos de antropofagia en razón de un naufragio. El primero de ellos había ocurrido en 1685 en St. Christopher, Antillas. Cierto grupo de náufragos echó suertes y como resultado de la juerga se comieron a un compañero. Al ser rescatados se los juzgó y se los ahorcó. De este modo bien podía ser que Poe hubiera usado esa bibliografía para inspirar su cuadro, pero las pinceladas eran demasiado gruesas. Seguí adelante con el segundo caso y cuál no sería mi sorpresa al descubrir que no se trataba de una fuente inspiradora sino de un hecho real plagiado descaradamente.

El yate Mignonette naufraga. Los cuatro sobrevivientes se mueren de sed y hambre. Deliberan, piensan en echar suertes, pero deciden que eso no es necesario ya que uno de ellos no tiene familia a la que mantener. Lo matan y durante unos días se alimentan de Richard Parker hasta que son rescatados por el barco Moctezuma. Por supuesto la situación ocurre en el mes de julio. Llevados ante un tribunal se los juzga pero se les perdona la vida dadas las circunstancias.

Era clara la fuente incluso en ciertos detalles como éste. En la novela uno de los sobrevivientes no está de acuerdo con que se realice el asesinato y ese es precisamente Gordon Pym. En el caso real hay un marinero llamado Brooks que tampoco está de acuerdo y aunque termina participando del festín no es llevado a juicio. En fin, las simetrías (no sólo en número y actitudes de los actores, rescate posterior, mes en que ocurren los hechos y hasta el repetido nombre y apellido de la víctima, Richard Parker), mostraban algo más que una coincidencia. Pero aún así, sabiendo indudablemente de donde había sacado Poe esa historia volví a quedar a oscuras respecto a la importancia que él parecía dar a Reynolds a la hora de su muerte. Mi descubrimiento era interesante y yo lo había logrado siguiendo una intuición de acuerdo a esa tendencia mental que me había parecido ver en Poe, pero no podía saber el motivo de su alteración final. ¿Qué señalaba entonces con tal angustia? Al parecer la clave estaba en la novela, pero yo seguía sin entender el punto...

Decidido a llegar al fondo del asunto busqué el libro en el que se citaba el caso de la Mignonette. No lo encontré en librerías pero estaba en la biblioteca del Museo Británico. Busqué la fecha en que había ocurrido el incidente y al verla en letras de molde no pude sino experimentar ese frío que recorre la espina dorsal de los personajes de Poe: julio de ¡1884! Eso había ocurrido 35 años después de la muerte del poeta; 44 años después de la primera publicación de La Narración de Gordon Pym y 57 años después de la fecha de ambientación de la novela. No era razonable. Fui a los periódicos de la época. Allí estaba todo respecto al juicio. Tenía las fotocopias del Flyng Post de Devon (3 y 6 de noviembre de 1884) y del Exeter and Plymouth Gazette (7 de noviembre de 1884). Fui más lejos y se me permitió copiar las actas del juicio en las que aparecen muchas precisiones. El yate Mignonette es de 19 toneladas. Naufraga a 1600 millas de Ciudad del Cabo. Sólo se salvan Thomas Dudley, capitán; el primer oficial Sthephens de 31 años y el marinero Brooks de 38. Con ellos hay un muchacho, Richard Parker de 17. Este último toma agua de mar y se enferma gravemente. A las tres semanas deciden que uno debe morir, entonces Dudley traspasa a Parker con un cuchillo. En el juicio el jurado no logra pronunciarse y el caso se eleva a la Corte Real de Londres. Son liberados tras pagar multas de 50 y 100 libras.

No, era imposible una falsificación en cadena que involucrara periódicos y cortes de justicia para que los hechos se acomodaran a una novela. Así es que busqué al revés. Fui al material de la revista mensual que dirigía Poe y editaba Thomas W. White: el Southern Literary Messenger de Richmond (enero y febrero de 1837). Luego pasé a la edición de N. York de 1838 y a las siguientes, que fueron numerosas mucho antes del caso de 1884, y en las que no se habían alterado nombres ni circunstancias.

Reconsideré la situación. Antes de la muerte de Poe sus huellas se borraron por varios días, y luego reapareció en nuestra dimensión delirando. Llamaba a Reynolds para que tratara de hacer variar los hechos que él había visto anticipadamente. Esto era doblemente imposible porque Reynolds ya había muerto antes que él y porque los protagonistas de la catástrofe todavía no habían llegado al mundo. Sin duda era un delirio... ¿O es que necesitaba dejar constancia de todo lo sucedido? Si este fuera el caso, el poeta eligió a la buena de Margaret para que me comunicara ese mensaje. Lanzó su botella a las olas del tiempo hace más de 140 años y lo hizo el día de su muerte en Baltimore, el 3 de octubre de 1849.


Ficciones

SOFTWARE Y HARDWARE

Oh, Newton, Newton, ¿qué hubieras soñado
si te hubieras comido la manzana?


Querido Michel:
En pocos minutos abandono la villa olímpica de Oslo. Quiero que me recuerdes como un buen amigo aún cuando te haya chocado, según confesaste una vez, esa “monstruosidad” que siempre observaste en mi conducta. Pongo en tus manos estos recuerdos en fragmentos porque en ellos podrás encontrar algunas explicaciones de las muchas que te debo. Además, lo hago como reconocimiento por el tiempo que tuviste que aguantar a este discípulo incomprensible y anormal.

¡Hoy brindo por ti que acabas de producir al gimnasta más grande de todos los tiempos! En el futuro, cuando compruebes que tus muchachos no logran superar mis marcas, procura no mortificarlos; ni ellos ni otros muchachos en el mundo podrán hacerlo ya que las probabilidades están en contra de ese intento. ¡Au revoir!


El absurdo de la gravitación universal

Estaba, como siempre, la ley de Gravedad. Yo sabía que alguna vez, aunque fuera una sola, esa formulita de caída de los cuerpos en el primer segundo, G = 9m 7800, no resultaría. Entre las leyes de caída, me interesaban las referentes al espacio y a la velocidad. La primera decía que “los espacios recorridos son proporcionales a los cuadrados de los tiempos que se tarda en recorrerlos”. Y la segunda: “La velocidad adquirida es proporcional al tiempo transcurrido en el descenso”. Por eso, desde el escolar que trabajaba con los planos inclinados y las máquinas de Atwood hasta el físico nuclear de hoy, he pasado un tiempo pesquisando esa absurdidad científica. Estaban los globos aerostáticos, los aviones y los cohetes que salían de la Tierra; estaba la rejilla voladora de Minkovsky que se elevaba por impulso iónico; estaban los superconductores y los campos electromagnéticos opuestos, como promesa del anti-gravitacional. Pero yo seguía en la máquina voladora de Leonardo y en el primer aparato de los Wright, una línea que arrancando en los sueños nocturnos terminaba en los libros de cuentos. Así, me resultó sencillo interpretar al Principito de Saint Exupery y al Juan Salvador Gaviota de Bach como las producciones de dos individuos que tenían el mismo oficio de aviadores en su vida extra literaria y que estaban obsesionados por liberarse de G = 9m 7800.

También cayeron en mis manos las Propuestas para el próximo milenio, de Italo Calvino. El autor proponía la “levedad” como recomendación para los escritores del futuro. Citaba a Cyrano y a Swift; el uno volando a la luna, el otro sosteniendo la isla de Laputa mediante un imán. Mencionaba a Kundera y creía ver en La insoportable levedad del ser la ineluctable pesadez del vivir. Finalmente decía: “...es cierto que el software no podría ejercitar los poderes de su levedad sin la pesadez del hardware, pero el software es el que manda, el que actúa sobre el mundo exterior y sobre las máquinas”. Sin embargo, esta verdad llevada a sus últimas consecuencias lo hubiera movido a catalogar como “desnaturalizado” el trabajo sobre el cuerpo humano considerado como simple hardware de un software inteligente. Calvino, como todo intelectual, no podía saber en la práctica qué es el propio cuerpo y no hubiera comprendido que gracias al trabajo sobre él, hubiera logrado la liviandad que buscaba.


La máquina empieza a trabajar

Desde pequeño me llevaban a exhibiciones y torneos, pero no tenía edad para ser admitido en gimnasia deportiva. Así es que pasaba horas haciendo las ridículas series suecas, danesas y de calistenia, dirigido por profesores que se correspondían con tal actividad. El que no era viejo, calvo y gordo, como mínimo se presentaba en camiseta, con indecentes zapatillonas y amplios pantalones cortados hasta las rodillas. Seguramente de ahí partía mi aversión a esa ropa deportiva relacionada con ciertos estilos culturales: pantalonazos de golf y de montar, shorts de futbolistas y de rugbiers culones que, finalmente, desbordaban a la moda en la monstruosa bermuda o en su prima la falda-pantalón. Qué sorpresa me llevaría años después al encontrarme con los campeones de Dinamarca que criticaban a la gimnasia danesa; con la primera línea del equipo yanqui que se mofaba de las bermudas y con las gimnastas alemanas que aborrecían la falda-pantalón. “Sensibilidad común”, me diría, y quedaría reconciliado con el Universo. Un día permanecí escondido en los vestuarios al terminar la clase de lo que llamaban “educación corporal”. Luego, deslizándome por unos pasillos casi de hospital, llegué a una escalera. Subí y terminé ubicado en un balcón que se usaba para observar las exhibiciones. Era una amplia gradería que estaba totalmente a oscuras. Me ubiqué en un rincón muy protegido y desde allí miré al gimnasio principal que me estaba vedado. ¡Fue la visión del Paraíso! Paredes forradas con enormes espejos, sogas, trapecios, barras, paralelas, caballos con arzones, anillas, trampolines... allí estaba todo. Colchonetas hasta donde la vista se perdía, camas elásticas que permitían volar en cada salto, fosos acolchados para recibir el escape de una pirueta peligrosa. Pero lo más importante, allí estaba el equipo de primera categoría haciendo ronda al entrenador que gritaba como un loco: “El puntaje es fuerza, velocidad, equilibrio, ritmo, resistencia, reacción y elegancia... quien no tenga trabajado algo de eso pierde décimas, o sea, ¡pierde! Y tú, ¡bolsa de papas!, en gimnasia no se suma como en los insignificantes deportes en los que se acumulan goles, puntos o tantos, sino que se resta, se descuenta por error cometido.” Pasaron meses, pero el mismo día de mi cumpleaños, mostrando el carnet al Cancerbero de la entrada, vi como se abría la puerta de vaivén y entré triunfalmente. El olor a cera, magnesio, resina y colchonetas llenó mis pulmones como el aire del amanecer. Pero bastó pisar las maderas lustradas para que una mano me levantara en el aire tomándome desde el pantalón. “¡Te faltan los elásticos!” chilló, y quedé depositado fuera del gimnasio. ¡Ya les haría pagar más adelante ese regalo de cumpleaños! Al día siguiente arremetí de nuevo y ya nadie se fijó en mí. Fue entonces cuando empecé a trabajar realmente bajo la dirección de un profesor que me ubicó en la categoría “infantil cero”. Bajo su dirección un grupo de veinte aprendices iba a pugnar para no ser desplazado por inepto. A los seis meses, quedábamos cinco del plantel inicial y pasamos a manos de otro preparador, mientras el primero recibía una nueva camada. Los cinco nos encontramos haciendo semicírculo frente al torturador que empezó por mirarnos uno a uno de abajo hacia arriba. “¡Te faltan los elásticos!”, me gritó. Entonces los bajé, cosidos como estaban por dentro del pantalón, y los pasé bajo las zapatillas.

–Ahora dime tu nombre, nada de apellidos; aquí solo hay nombres, edad y trabajos anteriores.
–René, siete años y medio, dos años de esa “cosa”.

El profesor abrió los ojos como platos. Y cuando repetí que la educación física anterior era una “cosa” a la que me resistía llamar “gimnasia”, recibió un flechazo in cuore. De inmediato pasé a ser el preferido comenzando a trabajar el doble que los miembros del grupo, sirviendo a cada rato como ejemplo de pésimo practicante. Ese desafío me ayudó más que cualquier entrenamiento. Desde el comienzo me encantó esa forma dura y sin hipocresías acarameladas; después de todo, ellos querían obtener campeones y yo quería que mi cuerpo fuera el juguete más cercano.


El retardado y la mosca

Desde mi nacimiento hasta los cuatro años fui un niño retardado. Mis reflejos no respondían bien y repetía cualquier operación sin poderla manejar hasta que la entendía. Quiero decir que si debía recoger un cubo, no importaba cuantas veces se me ejercitara en el mismo trabajo porque siempre resultaba igual, o sea, mal. Todo lo volvía a realizar cada vez como si fuera la primera y, por ello, tampoco aprendí a articular palabra. Recuerdo cómo mis padres me invitaban a decir “mamá” y “papá”, pero yo sólo veía sus enormes bocazas, oía sus sonidos y sentía sus extraños deseos. Un día se posó una mosca en mi cara, luego voló y sentí una diferencia entre la sensación que me quedaba y la que el insecto se llevó, allá por el aire. Cuando interpreté su vuelo decidí que mi mano lo alcanzara y esto fue hecho a tal velocidad que la enfermera cuidadora salió gritando a dar la buena nueva. Pero cuando empecé a caminar a los tres años ya seguí aprendiendo cada vez con más perfección de manera que en poco tiempo podía hacer equilibrio en los lugares más insólitos. Creo que algo similar ocurrió cuando entendí la articulación del lenguaje. Unicamente cuando estuve listo y ante el clima de opresión que sentí a mi alrededor, puse en marcha la máquina del habla, cada día con mayor velocidad y destreza. Como en aquellos tiempos corría la teoría de la “maduración” de los centros nerviosos, se llegó a la conclusión que yo era normal pero que había “madurado” más lentamente de lo esperado. Así fue cómo, para evitar recaídas en la idiocia, me llevaron a dicción, representación teatral, música y calistenia. Si la intención de esa buena gente era que yo respondiera a los códigos educativos, hasta los cuatro años fue imposible porque era retardado, y a partir de los cinco ya había tomado en mis manos las funciones más importantes.

Cuando entré en la escuela, volví a la temida imbecilidad porque no podía resolver como 2 era igual a 1 + 1. En verdad, ahora mismo sigo sin entenderlo, porque decir que son iguales dos representaciones diferentes es un misterio extraordinario. Luego, cuando arreglaron las cosas explicando que no eran iguales sino “equivalentes” y entendí cuál era el sistema de convenciones que utilizaban, la situación mejoró. Pero quedaba en pié un problema: no podían pedirme que estuviera atento a una explicación sobre los héroes nacionales si los maestros eran libros vivos y abiertos. En sus tonos de voz, en sus gestos y movimientos corporales, en sus desequilibrios emotivos, yo repasaba la historia desde el molusco a Napoleón. Este problema lo solucioné tiempo después cuando empecé a ejercitarme escribiendo con cada mano cosas diferentes. Con la izquierda resumía las explicaciones, con la derecha mis observaciones sobre cada músculo y respiración del profesor de turno. Hasta que, finalmente, ya lo podía hacer a diario sin escribir. Con el tiempo, pude atender simultáneamente a los temas y situaciones de cada persona que se presentaba en un conjunto.


Adrenalina y tragedia griega

En la escuela arremetía en todos los juegos llevándolos hasta el límite, rodeado de torpes compañeros que se fatigaban al primer esfuerzo. También, hasta los siete años me interesé en todo tipo de deportes. Pero cuando ingresé en la categoría infantil cero, comencé a descartar el músculo blando y de reacción lenta del nadador; el músculo en paquete del boxeador y del pesista; el músculo fibroso del atleta. Sólo me quedó algún respeto por la altura lograda en la pértiga y por el salto ornamental. Sin embargo, en el primer caso se ascendía apoyado en una vara y en el segundo se hacían las piruetas cayendo como un plomo. Estaba claro que todos los deportes producían una formación muscular irregular, o daban velocidad a una parte del cuerpo y lentitud a otra. Solamente la gimnasia lograba lo que yo buscaba. Pero en esa actividad no se trataba simplemente de régimen alimenticio, de horas de entrenamiento diario o de sueño equilibrado, sino de la precisión de un programa que manejaba al cuerpo. Y esta idea la hacía extensiva a otras actividades con la prudencia del caso. Si hubiera dicho a mis mentores de representación teatral, o de música, que mi interés último era convertir a mi cuerpo en un instrumento altamente perfeccionado de un programa, hubieran pensado que era otra de mis humoradas. Ellos no podrían comprender que también mis bromas apuntaban al mismo objetivo. Por eso cuando perfeccionaba el rol que volcaba en la escena o cuando saltaba en los pentagramas componiendo música, afinaba en realidad cada músculo y hacía consciente cada víscera. Una vez, en la Medea de Eurípides me planté en el escenario y, al final, representando a Jasón dije: “¡Escucha, Zeus, las palabras de esta pantera siniestra! ¡Te pongo por testigo de cómo me prohibe tocar siquiera esos queridos cadáveres!”. ¿Por qué el público aplaudió mi arte con tal vehemencia? Lo diré de una vez: porque supe volcar la glucosa, la insulina, la adrenalina y las hormonas, a la expresión dramática. De la música extraje la comprensión del ritmo interno de los movimientos. Al principio fue un metrónomo con el que regulaba las tijeras, contratijeras y pasodobles en el caballete. Luego empecé a canturrear algunas melodías mientras lanzaba los justes en anillas. Posteriormente utilicé fragmentos de Orff en las series obligatorias de concurso. Al final, programaba las series libres sintiendo a mi cuerpo ejecutar órdenes dodecafónicas, en donde cada músculo era un instrumento diferente armonizado en sinfonía.

Y me pareció que algo similar buscaban los soviéticos. Siguiéndolos durante días en la cámara lenta del vídeo, reconocí al maquinismo de Prokofiev tras sus movimientos. Ellos aún estaban en la etapa física de utilizar a la música como apoyo objetivo y no penetraban en la función mental que transfería la imagen musical a la acción corporal. En palabras sencillas diría que ellos trabajaban con la percepción mientras yo, día a día, externalizaba la representación. No obstante, aquél equipo fue el adelantado de su época al introducir en la concepción tradicional los movimientos de danza. Su técnica chocó en los concursos con los jueces occidentales pero, con el correr del tiempo, esa escuela fue imponiéndose hasta barrer en los torneos. Por su influencia, y con la llegada de la gimnasia artística femenina, las rumanas terminaron de producir aquel despegue que asombró al mundo.

A los trece años era campeón juvenil en todas las disciplinas y ya estaba entrenando la independencia de las sensaciones visuales. Vendado, pasaba de aparato en aparato mientras medía las distancias con mis sensores internos; entre tanto, la música hacía lo suyo. En esa época aprendí que la carrera para tomar velocidad en el salto al caballete y en cuerpo libre no debía hacerse en puntas de pié como se enseña en gimnasia, sino desde la planta hacia adelante describiendo un círculo imaginario con las piernas, y achicando su diámetro en función de la distancia al punto del salto. Y los saltos mismos debían seguir una secuencia talón-planta-punta produciendo esos desplazamientos largos y suspendidos que se había observado antes en bailarines como Nijinsky y que la crítica de ballet consideró en su época como “vuelos imposibles”. Esos no eran vuelos aún, sino movimientos simples en los que se comprometían desde los abductores, rectos y vastos del muslo, hasta los ligamentos anulares del tarso.

Otro punto importante que perfeccioné fue el referido a la calidad de resistencia, mejorando la capacidad de proveer oxígeno, de eliminar anhídrido carbónico y ácido láctico, y de aumentar el rendimiento de varios órganos exigidos como pulmones, corazón, hígado y riñones. Sobre la base del principio de duración y de intervalo, trabajé la resistencia general anaeróbica, como la entendía Hegedüs, y que otorgaba resistencia en deuda de oxígeno útil para los esfuerzos súbitos y la velocidad; distinta a la resistencia localizada en un grupo de músculos. Pero luego de observar comportamientos, que estudié en distintos deportistas, me convencí que la falta de oxigenación cerebral producida por entrenamientos mal dirigidos, los llevaba a la disminución de algunas funciones. Por eso me concentré en la respiración que adiestré para que jamás estuviera retenida sino que, inspirando por la nariz y expirando entre los dientes, siempre funcionara como un péndulo que acompañara a mis movimientos. Tampoco dejé que el corazón pasara de lo que llamé “umbral de ruptura aeróbica” y que clavé en las 180 pulsaciones por minuto.


¡Con paranoia no llegaréis muy lejos!

Periódicamente, tanto la Comisión Nacional de Deportes como el gran maestro Michel, me pedían que diera algunas recomendaciones a los gimnastas del país. Esa vez lo haría con el equipo que estaba por viajar a Bruselas para disputar la clasificación zonal.

En el gimnasio central comencé a dar explicaciones al grupo que, formado en semicírculo, escuchaba y tomaba notas. Desarrollé la concepción clásica a la que había que atenerse para lograr un buen puntaje en aquello que los jueces llamaban “elegancia”. Para ellos, elegancia era lo mismo que puntas rectas en pies y manos; juntura de muslos; cabeza erguida; hombros bajos; entradas y salidas claramente marcadas... Pero agregué que eso era solamente la coraza de la gimnasia; que cuando los griegos inventaron las Olimpíadas pusieron el alma en el cuerpo. Consecuentemente, en los gimnasios los filósofos desarrollaron sus ideas y allí también se inspiraron pintores y escultores tomando por referencia la plástica corporal. El cuerpo era para ellos algo que se debía humanizar y no simplemente un objeto natural, como en el caso de los animales. Pero pronto interrumpí el discurso al percibir en los oyentes esa impaciencia agitada por el vedetismo y la arrogancia. Toda consideración era inútil si no se refería estrictamente a sus intereses inmediatos. Desde luego, querían sobresalir como seres excepcionales.

Así, estaba ante los mequetrefes que se sentían superhombres. Sabía muy bien que en sus turbias cabecitas empezaba a anidar el sueño imposible de los campeones, según el cual se pueden producir caídas más lentas que permitan introducir ejercicios crecientemente complejos en una serie dada. Algo así le pasaba a virtuosos de otros campos, como Houdini, que se entrenaban cada vez con más rigor para escapar de un encierro, tratando de romper ciertos límites físicos. En éstos últimos, la lucha era contra la ley de impenetrabilidad de los cuerpos, así como en nuestros bizarros muchachos era contra G = 9m 7800. Procurando diluir el síndrome paranoide quise disuadirlos de algo que era irrealizable, por lo menos para ellos.

Entonces dije: “Las masas animadas de rotación tienden a alejarse de su eje, siendo la fuerza centrífuga proporcional al cuadrado de la velocidad de dicha rotación. En el Ecuador la centrífuga es 1/289 de la intensidad de G, correspondiendo 289 al cuadrado de 17. Si el movimiento circular es 17 veces más veloz que la rotación de la Tierra, G es nula. La rotación es de 1.665 km/h, por tanto se necesita superar los 28.305 km/h para escapar de la Tierra. Ahora bien, buenos chicos, cuando giran en gran vuelta en la barra fija, ¿qué velocidad promedio alcanzan? Pues alrededor de 60 km/h. Es todo centrífuga, ya que la barra no ejerce prácticamente acción de gravedad. Si tu peso es de 75 kg, a 60 km/h ejerces sobre la barra una tensión equivalente a 300 kg. Cuando te sueltas en mortal de escape puedes llegar a subir mucho más alto que la altura de barra, haciendo tres giros comprimidos en roll o dos estirados en plancha. Existe un punto muerto que se presenta cuando ni subes ni bajas... ¿en qué momento se produce? Lógicamente a mitad de la serie de triple mortal en roll o doble en plancha. ¿Y cuál es la altura en ese momento? Desde luego que la máxima, siempre por encima de barra... En ese instante tu peso es cero. Pero la gravedad hace que toques suelo antes de un segundo ya que estás a menos de 9 metros, 78 centímetros de altura. Bien, hermosos querubines, ¿cómo podríais volar en esas deplorables condiciones? Para empezar, sería necesario poder dar 6 giros en roll o 4 en plancha y ello sería posible si la velocidad creciera a 120 km/h, por tanto el peso aumentaría a 600 kg que tendrías que sostener en tus dos manos sin soltarte antes de tiempo. Aún así, alcanzando más de 9 metros de altura sobre el suelo, caerías luego como un piano. Si al segundo giro imprimieras gran cantidad de tirabuzones, se produciría una descomposición de fuerzas parecida a la de un giróscopo que con su centrífuga podría igualar a G. Pero tendrían que ser hechos a tal velocidad que perderías hasta la ropa, además de romperte el último huesecillo. Desde luego estaría la elasticidad de la barra que podría favorecer el escape pero, de todas maneras, en menos de un segundo estarías pisando suelo. Para colmo, nadie ha efectuado más de dos planchas con un tirabuzón de escape. Por tanto, jamás se superará el segundo de tiempo antes de la caída. Así es que los sueños que obsesionan a los grandes de la gimnasia deben quedar reservados para cuando sus cabezotas animalunas descansen en la almohada. A sacarse pues el mito de sobrepasar el instante límite de suspensión. ¡He dicho!”.

Me miraron con odio. El mismo que he visto en los ojos de los físicos cuando se les refriega la velocidad límite a 299.792 km/s. Todos saben que es así, y así también lo explican ellos. ¿Pero con qué derecho alguien viene a insistir? Seguramente una voz interna les dice que algún día esos límites van a saltar en pedazos. Los físicos, a diferencia de los gimnastas, no se permiten escuchar sus deseos, a menos que en un descuido extiendan su mano y engullan la lustrosa manzana de Newton o las manzanas celestiales de Röemer (si se trata de gravitación, o de velocidad de la luz).

Un momento después de la anécdota, saqué un dinamómetro digital que había construido y coloqué sus dos terminales en los apoyos centrales de la barra. Luego pedí que se observara con cuidado en el visor el aumento del peso en función de la velocidad. Salté a la barra, subí en vertical al tiempo que exigía la lectura en voz alta, y comencé a girar en gran vuelta. Un coro certificó: —280... 290... 150... 90... 50...

Entonces, solté el típico doble mortal con tirabuzón y caí clavado en puntas de pie en la colchoneta. Había ocurrido que, según indicara el aparato, a medida que aceleraba el giro comenzaba a disminuir el peso... lo cual era absurdo. Como nadie preguntó nada, quedó claro que se había pensado en un defecto en la marcación del dinamómetro. Así es que ellos se limitaron a tomar nota de la corrección del ejercicio, con lo cual terminó la exposición teórico-práctica.


Esa extraña vibración

Durante largo tiempo me dediqué a convertir mi cuerpo en una suerte de imagen sonora de manera que oscilando desde adentro, cada célula expulsara esa vibración en primer lugar a la barra, luego a los tensores, de ahí al piso y, por último, a las paredes y a la masa de aire del gimnasio. Se trataba del alma de la música traducida en la más bella expresión de la elegancia corporal. Como una guitarra que vibra emocionada al pulso de una cuerda y que transmite su voz haciendo resonancia con otros objetos y con el oído humano, mi cuerpo sería el instrumento del caso. De paso, transmitiendo la vibración a los cuerpos circundantes, la fuente emisora sería retropropulsada.

Así llegó el día de hoy en el que las Olimpíadas habrían de convertirse en un evento artístico. No contaré lo que ocurrió a lo largo de la jornada en que logré los máximos puntajes en todos los aparatos gimnásticos. Relataré la parte final que, para mi gusto, fue la mejor.

Ante el silencio del público, la expectativa de jueces y gimnastas, la atención de millones de televidentes, me encaminé lentamente hasta la barra. Pisé un trozo de resina para que mis zapatillas no resbalaran en el piso al salir de la colchoneta; restregué mis manos en el polvo de magnesio para anular toda posible transpiración; marqué la figura de entrada bajo la barra y, aspirando, me colgué de ella. En pocos segundos desarrollé varios ejercicios llegando al final de la serie. Puesto en vertical comencé la gran vuelta. En los primeros 90 grados del giro ya estaba sintonizado; a los 180 empezaron las ondulaciones desde adentro hasta toda la masa muscular; a los 270 la barra comenzó a vibrar siguiendo mi representación interna; a los 360 llegaba nuevamente a vertical y se expandía una onda hacia los tensores y el piso del gimnasio. Comencé la segunda vuelta a una velocidad desmesurada invirtiendo los mecanismos mentales que indicaron: “.agufírtnec im rop oluna euq al se atneuc euq dadevarg al y eje im se arrab al euq ay ,(l nes 88170500,0 + 75520199,0) 2ip = g dutital al ed ones led odardauc la etnemlanoicroporp ,arreiT al ed osac le ne ,olop la rodauce le edsed ecerc euq nóicareleca la ed nóicalsart al ocop atropmi Me. 2 - (R/a + 1) g = (R/a + 1) /1 g = ‘g ednod ed ,2 (a + R) : 2R :: g : ‘g ,eyunimsid osep le sartneim dadicolev al otnemua ,edecorter negami im sartneim opreuc le noc oznava sodarg 09 sol A”. Pero ya a los 180 grados introduje la sinfonía que elegí para esa ocasión, contando además con que fuera fácilmente reconocible por el público... “una concesión, pensé, pero es bueno que todos lo pasemos bien”. En ese momento, mientras hacía mis cálculos ya había escuchado velozmente el movimiento tercero de la sinfonía y llegaba al cuarto dejando atrás al barítono y las cuatro voces. La barra onduló. Los tensores, el piso y las paredes, comenzaron a amplificar la emisión. Así es que reemplacé las voces humanas por bronces al viento luego del gran calderón de la partitura mental. Y poniendo todo en Fa Mayor estalló La Coral de Beethoven con sonidos luminosos en los que no se reconocían ni coros ni bronces convencionales... Todo el ambiente se inundó de música; el público saltó de sus asientos como impulsado por resortes; los papeles de los jueces volaron por los aires y varios gimnastas cayeron de espaldas dando con sus traseros en colchonetas, pisos de madera y recipientes con magnesio. Pasé una segunda vez por los 360 grados mientras me regocijaba con la ridícula Oda de Schiller que Beethoven había musicalizado: “¡Al Querubín le es dada la contemplación de la Divinidad! ¡Al mísero gusanillo, le es concedida la voluptuosidad!”, y que en el original estaba dispuesto en otro orden: “¡Wollust ward dem Wurm gegeben und der Cherub steht vor Gott!” Los hermosos querubines rodaban por el suelo como míseros gusanillos con el culo empolvado en magnesio...

Finalmente a los 270 grados de la segunda vuelta solté el escape y girando como un trompo en veloces tirabuzones subí en mortal en plancha y así tres veces más hasta llegar al punto muerto a más de 10 metros de altura sobre el suelo. Entonces comencé a descender como esos cohetes que lentamente alunizan. En cinco largos segundos me posé en puntas de pie sobre la colchoneta y di por terminada la serie. Aprovechando el desconcierto general, me escabullí rápidamente al tiempo que un sujeto vociferaba: “¡Bajen la música! ¡Han perturbado una serie extraordinaria con los baffles de alta potencia!... ¡Irresponsaaables!”.

Ahora estoy en esta habitación terminando de escribir con la mano derecha mientras trato de atravesar la madera del escritorio con el índice de la mano izquierda. Y me pregunto: ¿tendré que aceptar la ley de impenetrabilidad porque la percepción me muestra que un cuerpo no puede estar en el lugar ocupado por otro?


LA CAZADORA

El radiotelescopio de monte Tlapán

La directora del observatorio, Shoko Satiru, terminó su trabajo del día. En ese momento el reloj vibró suavemente. Eran las 09.00 p.m. Salió de su overol y recordó la llegada de Pedro. Hacía dos años que repetía la ceremonia de los martes: terminado el ajuste del radiotelescopio desechaba su piel amarilla brillante; ponía en orden los cabellos y comparaba sus facciones asiáticas con las de la foto que había colocado en el espejo, justo en un ángulo. Admiraba cada vez ese rostro azteca semejante al suyo. La imagen de La Cazadora, según la habían llamado los arqueólogos, había sido esculpida en piedra dura setecientos años atrás. La figura de perfil sostenía en una mano un objeto rectangular del que salía una barra muy fina que los estudiosos habían identificado con un punzón de caza. Por lo demás, nadie dio buenas razones acerca de la extraña vestimenta o el tocado que podía ser el antiguo emplumado azteca, pero que al ojo ignorante aparecía como un simple ondear de cabellos empujados por el viento. En el yacimiento arqueológico ella conoció a Pedro quien al obsequiarle una foto de La Cazadora murmuró muy lentamente: “Ahora sé quién eres”, y esa frase había puesto en marcha una exultante relación. Shoko se preparaba una vez más para ir al pueblo en compañía. En un momento escucharía el rodar del auto sobre el ripio, caracoleando por la última cuesta que habría de terminar en la explanada del observatorio. Pedro llegaría hasta la entrada y el personal de guardia lo mostraría en el circuito cerrado; dialogarían brevemente y en poco tiempo habrían de estar juntos allí abajo, en medio de una noche cálida y estrellada.

Pero esta vez el ritual de los martes se había dislocado. Pedro, sin presentarse en el visor, subió hasta la cúpula. Las hojas metálicas se desplazaron y entró rápidamente.

–Shoko, tienes que repararlo. Si lo mandamos a la ciudad van a demorar varios días hasta ponerlo en condiciones. Tú tienes aquí todas las herramientas del mundo y sabes cómo hacerlo. Sin el control remoto tenemos que abrir y cerrar a mano el portón del yacimiento. “Claro que sí” respondió ella, “claro”. Entonces, habiendo amortiguado el sonido de los monitores tomó el control y lo llevó hasta una mesa de trabajo. Instintivamente descolgó el overol amarillo y en un segundo estuvo enfundada; soltó sus cabellos y maniobró con el instrumental.
–Un cortocircuito lo dejó out –masculló apenas. En el barrido del osciloscopio vio el defecto. Mientras cambiaba el transistor dañado, la fantasía de Pedro volaba entre labios y jadeos, entre piel y ardiente profundidad de cuerpos encontrados...
–Tenemos que ajustar nuevamente la frecuencia de emisión para que opere en 4 metros, 4 centímetros, 5 milímetros. Ella trabajaba con el fanatismo de una brillante ingeniero en telecomunicaciones que tanto apreciaba la Company de su lejano Japón. –Imagínate, ni un circuito integrado. Este primitivo juguete a transistores actúa a pocos pasos de distancia, mientras en los radiotelescopios recibimos señales emitidas desde miles de años luz... 4 metros, 4 centímetros, 5 milímetros, algo más de 168 megaherzios. ¡Está listo!

Estirando la antena del control oprimió el botón de contacto. De inmediato, las luces del laboratorio parpadearon; un golpe sordo se sintió en los motores de la cúpula y las antenas parabólicas del radiotelescopio echaron a rotar buscando un mensaje lejano que llegaba hasta allí desde las estrellas. Mientras la iluminación general disminuía, los monitores chisporrotearon. Tal vez por esos efectos contrastantes, Pedro tuvo la sensación de perder a Shoko a través de un túnel estroboscópico; ella se alejaba con el radio control en la mano empujada por un viento azul eléctrico. Pero al instante los veinte monitores se recobraron para mostrar el perfil de La Cazadora.

Rápidamente, la cúpula fue inundada por un gentío que al principio se plantó estupefacto ante las pantallas. Luego el personal trató de accionar los controles del radiotelescopio pero la caída de energía lo mantuvo atascado. Sonaron los teléfonos y desde distintos observatorios se aseguró que la emisión con la figura humana partía de allí mismo, del radiotelescopio de monte Tlapán. Verdaderamente, diversos puntos de observación distribuidos en el mundo estaban conectados de modo que en cada lugar se recibía en simultáneo las imágenes detectadas por los otros integrantes de la red. Así es que, no obstante la caída de tensión, monte Tlapán seguía emitiendo a sus pares. La dificultad estaba en determinar desde qué punto éste había recibido la imagen de La Cazadora. Ocho minutos después de iniciada la perturbación se restableció el nivel del fluido eléctrico y con la normalidad se esfumó la figura. Los trazos estelares de los diferentes radiotelescopios se instalaron nuevamente en los veinte monitores.

Shoko se desenfundó. Rápidamente bajó hasta la explanada seguida por Pedro. El auto se puso en marcha al tiempo que ella apretaba nerviosamente el remoto y la fotografía rescatados de la cúpula. Y en medio de una noche cálida y estrellada, el vehículo empezó a descender hacia las lejanas luces del pueblo.


La frágil memoria

Solamente al entrar en la casona iniciaron el diálogo.

–Vi una secuencia de disparos luminosos, similar a la que generan los destelladores en locales de baile; allí los que danzan parecen moverse a “saltos” En este caso, era tu silueta que aparentaba alejarse velozmente al ritmo de unos destellos azules.
–¿Qué dices, Pedro? Estás hablando de una frecuencia próxima a los 16 ciclos por segundo. Esa intermitencia no podría haber salido de los monitores.
–Tal vez, lo cierto es que simultáneamente tuve la sensación de ser impulsado en dirección opuesta por una suerte de viento al tiempo que percibía un fuerte olor a ozono.
–¡No describes con precisión, no puedo entenderte! –gritó Shoko al borde de la histeria. Entonces Pedro la abrazó tiernamente y con mucha lentitud explicó:
–Te desplazabas en dirección opuesta a mí a través de un largo túnel. No duró más de dos o tres segundos, pero cuando regresaste y te vi con el remoto en la mano, confirmé que eras La Cazadora. Ahora ya no es una frase como al principio... En dos años no hablamos de lo que hoy nos ha explotado en la cara.

Ella sollozó pero reponiéndose de inmediato, interrumpió a Pedro.

–Volvamos al principio. Sé que algo pasó, pero no tengo referencias para determinar el tiempo transcurrido. Tuve que sufrir un fenómeno similar al sueño del que se sale sin recordar nada. Para mí hubo una suspensión temporal, para ti pasaron unos segundos de experiencias sin interrupción. Luego la imagen quedó congelada durante ocho minutos.

Pedro sugirió poner todo por escrito para examinarlo al día siguiente y así se hizo. Al rato, agotados, cayeron en el lecho llevando consigo una mezcla de perplejidad y desolación. Poco después, él dormía profundamente.

Shoko se debatió en un letargo contradictorio. En la cumbre de monte Tlapán no estaba el observatorio pero tenía frente a ella a un hombre deslumbrante vestido a la usanza azteca. Este, como un luminoso escultor trasladó instantáneamente sus rasgos a un bloque de piedra. La vestimenta, el control remoto y los cabellos al viento quedaron plasmados en roca, pero allí la imagen se movía como si estuviera viva. Entonces él explicó sin palabras algo referido al equilibrio de la Tierra que se debía restablecer por acción de un aparato que él dejaría en un lugar durante siglos. Ella, involuntariamente, habría de acelerar ese proceso poniendo en peligro toda la obra. Había que revertir una parte de la energía excedente contrayéndola hasta convertirla en materia. Ese proceso la volvería al punto original de trabajo y el mismo destino habría de seguir todo lo relacionado con el instante del accidente. Era un modo de reordenar las cosas sin provocar una cadena de sucesos que afectaría a sistemas más amplios. Shoko creyó entender que su memoria del tiempo profundo también quedaría encadenada siglos antes de su propio nacimiento por un hecho que produciría en el futuro. Pero el ser radiante abrió plenamente las manos y ella fue expulsada nuevamente hacia su mundo.

Saltaron de la cama al tiempo que el piso ondulaba y los muebles crujían. Estaba temblando. Llegaron al amplio patio casi al fin del movimiento de tierra. Amanecía y una brisa se agitaba en dirección a Tlapán.


El calendario azteca

Hacia el año 1.300, la zona de Tlapán era un punto importante del imperio azteca. Allí se había conservado el libro pintado que contaba la historia del largo viaje por la oscuridad; de los que llegaron y formaron el pueblo original. En un monte de la zona había descendido el dios Quetzalcoatl y desde él viajaba a diferentes partes de la tierra. También allí enseñó por un tiempo todo-lo-que-hay. Pero un amanecer, llegaron a buscarlo otros dioses montados en una enorme serpiente emplumada. Antes de partir con ellos dejó como regalo la nave voladora en la que había descendido, pero la escondió en un punto sólo conocido por unos pocos sabios. Los descendientes de éstos sabrían qué hacer en el momento oportuno, porque sus instrucciones quedaron grabadas en un disco de piedra. Pero si alguien cometía un error, la nave volaría al reencuentro de su amo. Así, Quetzalcoatl y los dioses se alejaron de los mortales volando hacia el lucero del alba. Un siglo después, Moctezuma II llegó a Tlapán convocando a los sabios para que develaran el secreto de Quetzalcoatl ya que esa molesta historia corría por todo el imperio. Entonces, los astutos súbditos explicaron que se había exagerado sobre el significado del disco de piedra. En realidad se trataba de un calendario tan útil a la predicción de los ciclos astronómicos como a la determinación de los momentos aptos para siembras y cosechas. Con el beneplácito del emperador, Tlapán fue confirmado como el mejor punto de observación de los destinos y los astros. En todo caso, la región fue abandonada posteriormente a raíz de la llegada del hombre blanco.

Pero la verdad climática y geográfica, deformada por la leyenda, fue restablecida siglos después cuando se instaló en una altura de la zona, conocida como “monte Tlapán”, uno de los radiotelescopios de la cadena mundial. Por lo demás, la región fue declarada de interés histórico y en particular el yacimiento arqueológico que se ubicaba en los alrededores del observatorio. De esta suerte, el personal de ambos emplazamientos se cruzaba en el camino y coincidía en un pueblo aburrido contando historias de estrellas y reinos fabulosos. No resultó pues extraño, que se encontraran en el yacimiento el jefe de arqueólogos y una turista japonesa que, trabajando a poca distancia, quiso conocer la historia del lugar.


Roca y tiempo

Saliendo de la casona enfilaron hacia los montes. En primer término llegaron al yacimiento. Era temprano y las cuadrillas de trabajo no habían llegado pero los cuidadores salieron a recibirlos con un dejo de alarma en sus voces.

–Don Pedrito, anoche hubo un temblor muy fuerte seguido de un viento que nos volaba. No quisimos entrar a los recintos pero puede haberse caído algo allí adentro.
–No te preocupes Juan, vamos a ir a revisar.

A un costado se levantaba la pirámide escalonada de vértice trunco. Subieron por las gradas y en la terraza se enfrentaron al portón que protegía la entrada. Pedro estiró la antena del remoto y al oprimir el botón, el motor obedeció desplazando la pesada hoja metálica. Luego hubo una suave palmada en la espalda de Shoko: “¡Bravo por ti!”.

Entrando al recinto Pedro accionó las luces. Caballetes, mesadas, armarios y anaqueles repletos de material arqueológico atestaban el lugar. Hacia un rincón poco iluminado, la placa mostraba en tamaño natural a La Cazadora. Los recién llegados quedaron estáticos por un momento contemplando la figura. Con voz muy queda, Shoko preguntó por el lugar en que había sido encontrada. Pedro respondió con una historia que comenzó en monte Tlapán al hacer las excavaciones para fundar los cimientos del observatorio. La piedra había sido bajada posteriormente al yacimiento y nuevamente elevada hasta el lugar actual.

Un nuevo temblor de tierra ahogó la voz de Pedro. El ruido de las vasijas cerámicas entrechocando, el crujido de las paredes adoquinadas y el vibrar del portón metálico se fusionaron con el péndulo de lámparas suspendidas por largos cables. En ese momento, entre la parálisis y la huida, vieron como la imagen de La Cazadora se movía casi desperezándose mientras una suave fosforescencia bañaba a toda la placa. Luego les pareció que el bajorrelieve había perdido algo de su impecable nitidez, como si de pronto se hubiera puesto en marcha la acción del tiempo. Shoko sintió que algo profundo comenzaba a funcionar en su memoria.

Entre tanto, el equipo de trabajadores había llegado con el alboroto de siempre. Un tiempo después, ya en la base de la pirámide, Pedro daba instrucciones para reforzar la protección de los materiales ante un posible terremoto.

Abandonaron el yacimiento y se dirigieron hacia el monte. En el trayecto se les hizo evidente que el viento aumentaba en intensidad llegando hasta Tlapán desde todas las direcciones. En poco tiempo llegaron a la explanada del observatorio. Shoko descendió presurosa y Pedro se mantuvo en el vehículo esperando pacientemente. Al fin ella salió del observatorio, entró al auto, suspiró, y reclinándose en el asiento empezó a comentar que las cosas se complicaban continuamente, que ahora luego de cada pequeño sismo los circuitos se sobrecargaban; que el viento no cesaba desde la noche anterior creando una nube de polvo en suspensión generadora de falsos trazos radioestelares. Ella misma había tenido que cambiar dos estabilizadores de tensión y debía regresar al pueblo a pedir repuestos. No quería ir en helicóptero de manera que se movería en su auto o en las camionetas del complejo. Se besaron, prometiéndose el reencuentro para esa noche en la casona.


La culpa es de Sierra Madre

“Informe de la comisión investigadora del incidente caratulado ‘retransmisión por eco’. Encargados de la observación de campo, Dr. M. Pri y Prof. A. Gort.”

“A las 09.12 p.m. del 15 de marzo de 1990, el complejo astronómico de monte Tlapán dejó de retransmitir señales radioastronómicas. En la red, que a esa hora enlazaba a las estaciones de Costa Rica, Sidney, Sining y Osaka, se detectó una emisión de vídeo que provenía del observatorio afectado. Durante 8 minutos, fue observada una figura humana fija en reemplazo de los destellos estelares habituales. En la investigación abierta los técnicos informaron que el sistema automático de rastreo enfocó accidentalmente a NGC- 132, recibiendo señales de una radiofuente situada a 352 años-luz. La Dra. Shoko Satiru declaró que los 17 miembros del personal a su cargo coincidieron en que hubo una caída de tensión durante ocho minutos, restableciéndose el sistema a partir de ese momento. De acuerdo a lo anterior monte Tlapán debería haber quedado silenciado en toda la red. Sin embargo, la emisión de una imagen de vídeo desde ese punto nos hace considerar la posibilidad de que un eco televisivo comercial haya interferido a Tlapán suplantando la señal de la fuente estelar por su propia emisión. Fenómenos de este tipo se han registrado anteriormente y se atribuyen a rebotes televisivos en el contrafuerte de la Sierra Madre del Sur.

“No teniendo otros elementos que aportar, saludamos a Uds. atte.
M. Pri y A. Gort.
México D. F. 20 de marzo de 1990.”

Habían pasado cinco días desde el fenómeno del observatorio. Los temblores de tierra se sucedían con mayor frecuencia e intensidad. Al principio los sismólogos de ciudad México, atribuyeron responsabilidades a la consabida Sierra Madre. Se conocía una falla por la que se deslizaban periódicamente placas tectónicas produciendo cataclismos de magnitud. Pero luego las cosas habían cambiado. Una vasta zona de Tlapán estaba rodeada por medidores y sismógrafos.

El ejército tendió un cordón para evitar que los curiosos llegados de todas partes se acercaran a lugares peligrosos. Ahora se tenía la certeza que se estaba registrando una actividad volcánica subterránea y que, de continuar las cosas así, habría de hacer explosión. Las gráficas mostraban una curva que se haría exponencial en poco tiempo más. Al principio los sismos se repetían cada doce horas, luego cada ocho y así siguiendo. Observatorio y yacimiento fueron evacuados y solo se veía con binoculares a furtivos hombres de T.V. que se arriesgaban más de la cuenta.

Al atardecer, Shoko y Pedro mostraron sus credenciales y luego de mucho rodeo se les permitió franquear el cerco para aproximarse a los montes. A pocos kilómetros de Tlapán salieron del camino y estacionaron en un río seco buscando reparo del viento que a veces se hacía huracanado.


Regreso a los cielos

Hacia la medianoche el viento y las ondulaciones de tierra habían cesado. Pedro trató de poner en marcha el motor del auto pero éste no respondió. La noche cálida y hermosa los empujó a subir hasta el camino. Luna y estrellas eran suficientes para ver sin tropiezos. Entonces se detuvieron bruscamente. Los cables de alta tensión, que llevaban energía a la zona, zumbaban gravemente mientras despedían un fulgor azulado a lo largo de todo su trayecto. Y frente a ellos, monte Tlapán mostraba su silueta bañada en resplandores. De haber estado en el norte del mundo se podría haber asegurado que la aurora boreal, cayendo en vertical, danzaba cambiando de color continuamente.

Prudentemente se sentaron en unas piedras a contemplar el espectáculo y pronto notaron que las luces del pueblo oscilaban siguiendo el ritmo de los resplandores de Tlapán. Cuando éste aumentó en brillo, el pueblo quedó definitivamente a oscuras.

Entonces revisaron sus confusas ideas. El radiocontrol produjo una armónica que activó los motores del radiotelescopio. Este, barriendo radiofuentes se detuvo exactamente en NGC- 132 distante a 352 años luz, captando imágenes producidas hacía 704 años antes, en ese mismo lugar. Ocurrió que el punto entró en resonancia con él mismo hasta que el giro terrestre desplazó el paralaje del haz luminoso en ocho minutos. Pero para ello era necesario que, efectivamente, se hubiera estado allí 704 años atrás. Lo último no era creíble. Pero también podría haber ocurrido que el control hubiera activado un gigantesco amplificador de energía que se encontraba en el observatorio o próximo a él. En ese caso, podría haber elevado los microvoltios de las descargas cerebrales en una frecuencia de 16 ciclos por segundo de acuerdo a los efectos estroboscópicos observados. Es decir, el amplificador tendría capacidad para proyectar las imágenes con que trabajaba en ese momento un sistema nervioso cercano, por ejemplo el de quien pensaba en la foto de La Cazadora. Tales imágenes amplificadas podrían haber interferido al radiotelescopio. Sabemos que tal amplificador se ha activado haciendo una absorción iónica que ha terminado por desplazar capas de aire en ráfagas de viento. Por lo demás, la perturbación eléctrica que provoca su absorción ha roto la resistencia ohmica entre placas geológicas exponiéndolas a una mayor conductibilidad y provocando desplazamientos entre ellas; de allí los temblores de tierra. Pues bien, el amplificador se ha puesto en marcha pero es imposible que exista. El salto al pasado también es imposible y, además, inimaginable como hipótesis. Todo resulta en contradicción desde el principio al fin.

Tlapán aumentaba su luminosidad a medida que se acercaba el amanecer, y cuando el planeta Venus emergió en el horizonte se empezó a escuchar un bramido que fue creciendo hasta hacerse insoportable. Las torres de alta tensión se bambolearon y muchas fueron arrancadas de sus bases. Pedro y Shoko se apretujaron en el suelo mientras comenzaron a sentir un fuerte terremoto. Tlapán liberaba relámpagos cada vez más intensos hasta que, de pronto, su cúspide voló como si hubiera sido dinamitada... El observatorio había desaparecido y pronto el monte se resquebrajó como la cáscara de un huevo. Enormes fragmentos cayeron a su alrededor y luego se hizo el silencio.

Una gigantesca masa metálica comenzó a ascender lentamente desde lo que había sido el monte. Fulgurando en llamaradas de color cambiante subió cada vez más hasta presentarse como un disco enorme. Luego empezó a desplazarse hacia los aterrorizados observadores. Durante un tiempo se detuvo sobre ellos y éstos vieron en la nave el símbolo de Quetzalcoatl. Por fin, el disco partió abruptamente alejándose en dirección al lucero del alba. Entonces, la memoria profunda de Shoko quedó liberada y comprendió que La Cazadora se había desprendido para siempre de su encierro en la piedra.

EL DÍA DEL LEÓN ALADO

A Danny.


Los equipos y programas de espacio virtual se vendían bien. Entre los compradores, los estudiantes de historia y ciencias naturales resultaron beneficiados. Pero aumentaba la demanda de un amplio público que prefería su dosis de entretenimiento, a largos paseos entre pirámides egipcias o flora y fauna amazónica. Se podía realizar viajes solitarios, en compañía o guiados; sin embargo, muchos preferían disponer de un selector de opciones que aparecía con sólo mover un dedo. El catálogo era nutrido. Desde las adaptaciones de antiguas películas, en las que los protagonistas eran los propios usuarios, se había pasado a la traslación de video-juegos que permitían combatir en el espacio o mantener amoríos con los símbolos encarnados de la época. Era como participar en un cómic o una historieta llena de estímulos tan reales, que menudearon infartos cuando algunos fanáticos del terror usaron programas no recomendados por el Comité para la Defensa del Sistema Nervioso Débil. Las computadoras admitían los programas más absurdos y en esa atmósfera aparecieron piratas que introduciendo virus virtuales provocaron disociaciones de personalidad y accidentes psicosomáticos. Era tan simple colocarse un casco y unos guanteletes, poner en marcha la computadora y elegir un programa, que los niños lo hacían a diario en las horas dedicadas a viajar.


Una sección del Comité para la Defensa del Sistema Nervioso Débil

En la sección todos usaban nombres de batalla. Era una práctica aséptica. Alpa organizaba el plan de trabajo y supervisaba el Proyecto, coordinando actividades entre los miembros de un equipo que se había conformado a lo largo de años. Había sido reclutada en los Alpes por su curiosa forma de entrenar a grandes esquiadores. Mientras otros profesores insistían en el esfuerzo físico sostenido, ella reunía a sus alumnos en una sala en la que proyectaba una y otra vez las imágenes del slalom gigante o del gran salto blanco. Presentado el escenario y el recorrido de cada prueba, dejaba todo a oscuras y pedía que los partícipes imaginaran repetidamente cada movimiento y cada desplazamiento por la nieve. A veces acompañaba esa práctica con una suave música que luego, en las horas de sueño, inundaba el refugio. Así se había dado el caso en que algunos, no habiendo salido a las pistas antes de la competición, se desplazaban ese día como si siempre hubieran vivido en el lugar.

Ténetor III tuvo noticias de Alpa por un comentario efectuado en un vídeo especializado en deportes invernales. Intrigado por el caso se dirigió a Sils María y allí estableció contacto con ella.

El último miembro incorporado fue Seguidor, encargado de personal de tecnología avanzada. Este, con Hurón y Faro, formaban un conjunto que sólo podía ensamblar gracias al cuidado de la inefable Jalina, especialmente dotada para la creación de ambientes humanos blandos. Sin duda Ténetor III, como especialista en comunicaciones, era el nervio de una actividad que Alpa definía en cada caso, anteponiendo el cumplimiento de metas y cronogramas. El equipo quedó configurado como una sección del Comité de Defensa del Sistema Nervioso Débil y gracias a que Ténetor era precisamente el Director de dicha institución, el grupo pudo actuar sin sobresaltos.


El Proyecto

A fines del siglo XX algunos científicos encabezados por un oscuro funcionario de la UNESCO, habían llegado a la conclusión de que en pocas décadas el 85% de la población mundial sería analfabeto funcional. Calcularon que el analfabetismo primario sería erradicado en poco tiempo, al par que grandes masas humanas desplazarían progresivamente los libros, revistas y periódicos a favor de la T.V., los videos, las computadoras y las proyecciones holográficas. En sí, aquello no representaba un gran inconveniente ya que la información seguiría fluyendo en mayor cantidad que en cualquier época y a una velocidad creciente. Pero el aumento de datos desestructurados no sólo impactaría en los individuos aislados sino que habría de terminar influyendo en los esquemas de todo el sistema social. Desde el punto de vista de la especialización, las perspectivas eran interesantes ya que se condicionaba un trabajo analítico y paso a paso siguiendo el esquema computacional. Sin embargo, la ineptitud para establecer relaciones globales coherentes se haría sentir.

En esas épocas la desconfianza hacia las síntesis del pensamiento había avanzado tanto que cualquier conversación sobre generalidades, mantenida más allá de los tres minutos, era calificada peyorativamente de “ideológica”. En realidad, cualquier intento que se hiciera por alcanzar globalidades, terminaba penosamente. Unicamente podía sostenerse la atención sobre temas específicos y tanto en los institutos de enseñanza como en el trabajo diario se reforzaba ese hábito. Los historiadores estudiaban las aleaciones metálicas de las sortijas de Etruria para explicar el funcionamiento de aquella sociedad y los antropólogos, psicólogos y filósofos servían a las computadoras de análisis gramatical. Tal era la externalidad y el formalismo puntual del pensar y del sentir que cada ciudadano vivía urdiendo cómo ser individual y original en algún detalle de su vestimenta. Mientras la medicina y el esparcimiento avanzaran todo lo demás era secundario, tan secundario como el destino de aquellos pueblos y comunidades que degeneraban por no adaptarse al nuevo orden mundial, tan secundario como las vidas de las nuevas generaciones que se desangraban en una competencia vil tratando de lograr su espejuelo de corta duración. Por lo demás, hacía décadas que se había esterilizado la capacidad para formular teorías científicas generales y todo se reducía a la aplicación de tecnologías que, en apretado tropel, corrían en cualquier dirección.

Así, el funcionario de UNESCO presentó un informe y solicitó ayuda para estudiar esa patología social y sus tendencias a mediano plazo. Inmediatamente se le destinó un importante presupuesto para la investigación, tal vez porque aquellos que decidían entendieron que ese esfuerzo habría de servir al perfeccionamiento de técnicas de eficiencia. Gracias a ese malentendido se pudo trabajar durante años. Finalmente, quedó constituido el Comité como organismo paracultural habilitado para hacer difusión y dar recomendaciones a los países que, a través de las Naciones Unidas, sostenían a UNESCO.

Décadas después, desaparecida UNESCO, el Comité siguió funcionando sin saberse bien por quiénes era apoyado. De todas maneras, se caracterizó como una institución de bien público soportada mundialmente por particulares de buena voluntad. El Comité produjo informes anuales que nadie consideró seriamente, pero más allá de esas actividades enfiló sus investigaciones hacia el desarrollo de un modelo de comportamiento humano exento de las dificultades que se veía crecer a diario. Por entonces el Comité estaba de acuerdo en que un tipo de educación y de información desestructurada ya estaba bloqueando ciertas áreas cerebrales provocando los primeros síntomas de una epidemia síquica que sería incontrolable. El “Proyecto”, según lo llamaron sus gestores, debía considerar la posibilidad de producir un “antídoto” capaz de desbloquear la actividad mental. Pero en ese tiempo no se sabía aún si había que desarrollar procedimientos de entrenamiento fisiológico, si se trataba de sintetizar benéficas sustancias químicas, o si había que abocarse al diseño de aparatos electrónicos que permitieran alcanzar el objetivo. Lo cierto era que poco a poco se iban volcando millones de seres bloqueados a la actividad colectiva. Esos seres, cada vez más especializados y cada vez menos aptos para razonar sobre sus propias vidas, terminarían por dislocar a toda la sociedad que ya, sin meta alguna, se debatiría en el suicidio, la neurosis y el pesimismo creciente.

Aquel oscuro funcionario, antes de morir, tomó el nombre de Ténetor I dejando el Proyecto en manos de sus colaboradores inmediatos.


La arcilla del cosmos

Cuando la superficie de este mundo comenzó a enfriarse, llegó un precursor y eligió el modelo de proceso que habría de autosostenerse. Nada le resultó de mayor interés que planear una matriz de n posibilidades progresivas divergentes. Entonces, creó las condiciones de la vida. Con el tiempo, los trazos amarillentos de la atmósfera primitiva fueron virando hacia el azul y los escudos protectores comenzaron a funcionar dentro de rangos aceptables.

Más adelante, el visitante observó los comportamientos de las diversas especies. Algunas avanzaron hacia las tierras firmes y tímidamente se fueron acomodando a ellas, otras retrocedieron nuevamente a los mares. Numerosos engendros de distintos medios sucumbieron o siguieron su transformación abierta. Todo azar fue respetado hasta que al fin se irguió una criatura de medianas dimensiones animales capaz de ser absolutamente discente, apta para trasladar información y almacenar memoria fuera de su circuito inmediato.

Este nuevo monstruo había seguido uno de los esquemas evolutivos adecuados al planeta azul: un par de brazos, un par de ojos, un cerebro dividido en dos hemisferios. En él casi todo era elementalmente simétrico como los pensamientos, sentimientos y actos que habían quedado codificados en la base de su sistema químico y nervioso. Aún llevaría algún tiempo la amplificación de su horizonte temporal y la formación de las capas de registro de su espacio interno. En la situación en que se encontraba, escasamente podía diferir respuestas o reconocer diferencias entre la percepción, el sueño y la alucinación. Su atención era errática y, por supuesto, no reflexionaba sobre sus propios actos porque no podía captar la naturaleza íntima de los objetos con los que se relacionaba. Su propia acción era vista con referencia a los objetos táctilmente distanciados, y mientras se siguiera considerando simple reflejo del mundo externo no podría abrir paso a su intención profunda capaz de mutar su propia mente. Atrapando y huyendo había moldeado sus primeros afectos que se expresaban por atracción y rechazo, modificándose muy lentamente esa bipolaridad torpe y simétrica esbozada ya en las protoespecies. Por ahora su conducta era demasiado previsible, pero llegaría el momento en que autotransformándose daría un salto hacia la indeterminación y el azar.

Así, el visitante esperaba un nuevo nacimiento en esa especie en la que había reconocido el temor ante la muerte y el vértigo de la furia destructiva. Había presenciado cómo esos seres vibraban por la alucinación del amor, cómo se angustiaban por la soledad del Universo vacío, cómo imaginaban su futuro, cómo luchaban por descifrar la huella del comienzo en la que fueran arrojados. En algún tiempo, ésta especie hecha con la arcilla del cosmos emprendería el camino para descubrir su origen y lo haría andando por caminos imprevisibles.


El espacio virtual puro

Ese día, Ténetor III probaría el nuevo material suministrado por Seguidor. Se dirigió al recinto anecoico y al penetrar en él observó en medio de un ambiente vacío la reluciente camilla de pruebas. Con su ropa ajustada, casco, guantes y botas cortas, se sintió como un antiguo motociclista aluminizado. En un momento se acostó resueltamente pero luego optó por otra postura en la que el artefacto se le amoldó como un asiento muelle, ligeramente reclinado hacia atrás.

Ahora vería cara a cara la naturaleza de un nuevo fenómeno sin las proyecciones de los programas artificiales. En todo caso su cuerpo daría los pulsos y señales que poblarían un ambiente sin interferencias. Y, si todo funcionaba bien, vería traducido su espacio mental gracias a la tecnología del espacio virtual. Ese era el punto desde el cual el Proyecto encontraría su vía de realización.

Bajó el visor y quedó a oscuras. Al tocar una tecla del casco conectó el sistema y gradualmente fueron apareciendo unos contornos iluminados que enmarcaron la cara interna del visor. Era una pantalla ubicada a veinte centímetros de sus ojos. De pronto, su cuerpo apareció suspendido en el interior de un recinto esférico espejado. Desplazó la mirada en distintas direcciones y pudo monitorear con precisión. El efecto producido no le pareció de especial mérito teniendo en cuenta que sus nervios oculares trasmitían señales al interface que conectaba con el procesador central. Moviendo los ojos a derecha, las imágenes corrían en sentido inverso hasta ocupar el centro de visión; haciéndolo hacia arriba la proyección bajaba, y así en toda combinación que ensayara. Mirando hacia la punta de su bota derecha ajustó su visión con un suave esfuerzo por penetrar detalles, entonces el zoom acercó el objeto más y más hasta ocupar toda la pantalla. Luego, desacomodando el cristalino, retrocedió hasta verse como un pequeño punto brillando en el centro del ambiente espejado. El programa óptico tenía el aumento y la definición de los mejores microscopios electrónicos y, hasta ahora, la inútil penetración de los telescopios más afinados ya que nada se podía ver del mundo astronómico adentro del recinto de proyección proporcionado por el casco.

Hoy todo podría mejorar si funcionaban los detectores que Seguidor había distribuido en la superficie interna de la ropa sensible. La información debía aparecer en pantalla conforme los impulsos nerviosos activaran distintos puntos del cuerpo. Tocó la segunda tecla ubicada en el casco y de inmediato una columna alfanumérica comenzó a desplazarse por la zona izquierda del visor al tiempo que en el ángulo derecho aparecía un diminuto rectángulo en el que resaltaba su mano apoyada en el casco. Bajó el brazo lentamente y la columna fue entregando información mientras en el recuadro, el esquema de su brazo se desplazó descendiendo. Tragó saliva y nuevamente los datos se sucedieron encolumnadamente. En el recuadro apareció el interior de su boca y luego el esófago moviéndose suavemente. En una nueva prueba recordó a Jalina y el rectángulo hizo aparecer su corazón batiendo a una velocidad mayor que la normal; luego los pulmones se expandieron un poco y apareció el sexo virando hacia un color rojizo tenue. La columna, a su vez, informó sobre diversos fenómenos intracorporales: presión, temperatura, acidez, alcalinidad, composición de electrolitos en sangre y recorrido de impulsos.

Se dispuso enfocando su mirada rectamente y volvió a aparecer él mismo en pantalla, suspendido en el recinto esférico. Era obvio que se veía desde un punto de observación externo, un tanto deformado, como ocurre al mirarse en un espejo cóncavo. Entonces comenzó a respirar lenta y profundamente. Al poco tiempo, los detectores entraron en régimen. Un instante después enlenteció el ritmo respiratorio haciéndolo similar al del sueño profundo y así, paulatinamente, observó cómo la imagen se fue aproximando hasta aparecer fuera de pantalla, acercándose cada vez más a sus ojos hasta que tocándolos desapareció en una fusión transparente. Pero todo quedó a oscuras como si el sistema se hubiera desconectado. Estiró un brazo y el negro ambiente pareció rasgarse dejando ver una luz lejana. Imaginariamente se fue acercando a la luz mientras en los bordes del visor la columna y el recuadro señalaron las modificaciones físicas que correspondían a su proceso mental. De esta suerte se esforzó por sentir que avanzaba en los recodos materiales del espacio virtual.

En el socavón en penumbra la extrañeza comenzó a disiparse porque reconoció la vívida dimensión de las grutas horadadas en los montes, los olores húmedos que despiertan recuerdos de emociones placenteras, las resistencias de la piedra, las rugosidades y distancias objetales. En los indicadores vio un lento caminar y la sucesión de distintas zonas de su cuerpo a medida que éstas se pusieron en marcha. Frente a él, apareció una silueta encapuchada pero pronto advirtió en el recuadro que tal imagen era la traducción de pequeños movimientos de los músculos de la lengua en la caverna de su boca. Al entornar sus ojos vio luces en derredor pero comprendió que se trataba de simples descargas nerviosas amplificadas estimulando a los músculos palpebrales. La ropa sensible detectaba bien los infinitesimales movimientos corporales que correspondían a las imágenes mentales. La situación, de todas maneras, era alucinante. El encapuchado ofreció un recipiente y él tomándolo en sus manos apuró el contenido que sintió pasar por su garganta con la misma realidad que tiene el agua fresca en la sequía del desierto. Entonces estuvo en condiciones de atravesar la caverna y salir al espacio exterior...


El Comité se organiza

Luego de la muerte de Ténetor I, sobrevino una importante crisis en el Comité. Todos los miembros estaban de acuerdo en que el comportamiento humano desmejoraba progresivamente en muchos aspectos. También reconocían que la explosión tecnológica brindaba cada día nuevas posibilidades.

Dos posturas chocaron en la interpretación de los hechos. Por una parte los “cientificistas” explicaban que la reiteración de conductas sociales modificaba las áreas de trabajo cerebral de los conjuntos humanos. Esto generaba un tipo de sensibilidad y de percepción de los fenómenos. Por consiguiente, tanto los directores de las Compañías como sus formadores de opinión, iban orientando el proceso social de acuerdo a códigos en los que ellos se habían formado. De esta forma los pedagogos perfeccionaban la educación y la enseñanza en un círculo vicioso que realimentaba sus particulares creencias. Los “cientificistas” sostenían que un cambio de dirección era imposible dentro de un proceso mecánico que llamaban el “Sistema”, y se mantenían dentro de una antigua tesis einsteniana que sostenía: “En el interior de un sistema ningún fenómeno puede evidenciar su movimiento”. Siempre exponían el ejemplo de aquel viejo maestro, según el cual un viajero que se desplazaba en una sección de un tren en movimiento a 120 kilómetros por hora, si saltaba en su lugar no por ello caía en otro vagón del tren. En un sistema inercial, se tratara del prehistórico tren o de un vehículo espacial, no importaba el salto dentro de ese sistema. En todo caso, había que apoderarse de la dirección del tren o de la nave para cambiar la dirección del móvil.

A esto respondían los “historicistas” diciendo que los que tomaran la dirección del aparato, lo desviarían de acuerdo a pautas en las que ellos se habían formado, y preguntaban: “¿Cuál es la diferencia entre los conductores anteriores y los nuevos si todos actúan desde los paisajes en que se formaron, desde sus áreas cerebrales más activas? La diferencia sería sólo de intereses particulares entre gente preocupada por manejar el móvil”. De acuerdo a eso, los “historicistas” apostaban a procesos más amplios inspirándose en distintos momentos históricos en que, por razones de supervivencia, los seres vivos habían modificado sus hábitos y se habían transformado. Pero también reconocían que muchas especies habían desaparecido por dificultades en su adaptación. Era una discusión de nunca acabar. En esa situación se hizo cargo del Comité, Ténetor II, elegido por su equidistancia entre las posturas en choque.

Ténetor II orientó el Proyecto hacia la investigación de las mejores producciones humanas en la que tanto “cientificistas” como “historicistas” estaban de acuerdo. Puesto en la tarea logró una inmensa recopilación de aquellos conocimientos científicos y artísticos que habían logrado una mejora en el proceso humano capacitándolo para superar el dolor y el sufrimiento. Desde la dirección del Comité dio un fuerte impulso a la selección del personal que debía capacitar a las nuevas promociones en las ideas del Proyecto. Fue una tarea ardua que acometió personalmente, detectando gente capaz de salir de las creencias y moldes establecidos en el Sistema, y que manejaban su vida en base a valores y conductas atípicas según el punto de vista aceptado por el eficientismo en boga. Cuando ese singular contingente estuvo listo llamó a la organización, “Comité para la Defensa del Sistema Nervioso Débil” desarrollando sus actividades como institución dedicada a rescatar y proteger individuos intelectualmente ineptos en cuanto a su adaptación al Sistema. Por otra parte, dividió al Comité en secciones especializadas y desde una de ellas, produjo material educativo para los inadaptados de todas las latitudes. Al mismo tiempo, desarrolló protectores de programas y antivirus, para las compañías de programación que luchaban contra los piratas informáticos.

Ténetor II se instaló en la Mesopotamia para llevar adelante un estudio de campo y desde allí se mantuvo en contacto permanente con la sede del Comité. Pero un buen día, cuando se desplazaba entre los ríos Tigris y Éufrates, cesaron sus señales. A las pocas horas Faro y Hurón llegaron al lugar, como equipo de rescate, pero sólo encontraron su vehículo, sus aparatos de medición y un cristal informativo. A partir de ese momento, no se tuvo más noticias del expedicionario.


Los caracteres vivientes

Ténetor III se detuvo en la caverna. Estaba en condiciones de salir al espacio exterior. “¿Cuál espacio exterior?”, se preguntó. Hubiera bastado con sacarse el casco para encontrarse sentado en el recinto anecoico. En esa duda recordó la desaparición de Ténetor II, y la incoherente información que entregó el cristal al ser activado: una holografía monótona en la que el expedicionario aparecía cantando en largo lamento. Eso era todo. Pero también rememoró la voz de su maestro. Sintió los poemas que tanto tiempo atrás aquél hiciera ondear como brisa marina; escuchó la música de cuerdas y el sonido de los sintetizadores; vio los lienzos fosforescentes y las pinturas que crecían en las paredes de manganeso flexible; rozó nuevamente con su piel las esculturas sensibles... De él había recibido la dimensión de ese arte que tocaba los espacios profundos, profundos como los negros ojos de Jalina, profundos como ese túnel misterioso. Aspiró con fuerza y avanzó hacia la salida de la gruta.

Era una hermosa tarde en la que estallaban los colores. El sol arrebolaba las líneas montañosas mientras los dos ríos lejanos serpenteaban en oro y plata. Entonces Ténetor III asistió a la escena que la holografía había mostrado fragmentariamente.

Allí estaba su predecesor cantando hacia la Mesopotamia:

Oh Padre, trae de lo recóndito las letras sagradas.
¡Acerca aquella fuente en la que siempre pude ver las ramas
abiertas del futuro!

Y mientras el canto se multiplicaba en ecos lejanos, aparecía en el cielo un punto que se acercaba velozmente. Ténetor ajustó el zoom a esa distancia y entonces vio claramente unas alas y una cabeza de águila; un cuerpo y una cola de león; un vuelo de nave majestuoso; un metal vivo; un mito y una poesía en movimiento que reflejaba los haces del sol poniente. El canto seguía mientras se perfilaba la figura alada que extendía sus fuertes patas de león. Entonces se hizo el silencio y el grifo celeste abrió su enorme pico de marfil para responder con un chillido que, rodando en los valles, despertó a las fuerzas de la serpiente subterránea. Algunas piedras altas se trizaron elevando en su caída nubes de arena y polvo. Pero todo quedó en calma cuando el animal descendió suavemente. Pronto un jinete saltó ante el hombre que agradeció la esperada presencia de su padre.

Y el jinete extrajo de una alforja sostenida en el grifo, un libro grande, antiguo como el mundo. Luego, sentados en el rocoso suelo multicolor padre e hijo respiraron el atardecer; se contemplaron largamente y así dispuestos abrieron el viejo volumen. En cada página se asomaron al cosmos; en una sola letra vieron moverse a las galaxias barradas, a los cúmulos globulares abiertos. Los caracteres danzaban en los antiguos pergaminos y en ellos se leía el movimiento del cosmos.

Al tiempo los dos hombres (si es que eran hombres), estaban en pie. El más anciano, con sus largas ropas desajustadas y sueltas al arbitrio del viento, sonrió como nadie pudo haber sonreído jamás en este mundo. En el corazón de Ténetor III se escucharon sus palabras: “Una nueva especie se abrirá al Universo. ¡Nuestra visita ha terminado!”. Y nada más.

Nada más.

Ante los ojos de Ténetor estaban los ríos que serpenteando en oro y plata se convertían a momentos en las ramas arteriales y venosas que irrigaban su cuerpo. En el rectángulo del visor aparecían sus pulmones delatando el jadeo respiratorio y esto le hizo comprender de dónde habían salido las batientes alas del grifo. Y en una zona de su memoria supo encontrar las imágenes míticas que había visto plasmadas con tanta realidad.

Decidió volver a la gruta al tiempo que observaba la cadena alfanumérica que se desplazaba en el borde de la pantalla. De inmediato el rectángulo mostró el movimiento que sus imágenes inducían infinitesimalmente en sus piernas y así penetró en la caverna. “Sé lo que hago” pensó, “¡sé lo que hago!”. Pero esas palabras dichas para sí mismo retumbaron afuera, llegaron a sus oídos desde afuera. Al mirar la pared rocosa escuchó frases referidas a ella... Estaba rompiendo la barrera de las menciones en que se mezclan los distintos sentidos; tal vez por eso recordó aquel poema que recitaba su maestro:

“A noir, E blanc, I rouge, U vert, O bleu:
voyelles Je dirai quelque jour vos naissances latentes.” [1]

Luego vio una piedra que abría sus aristas como flores coloreadas y en ese caleidoscopio advirtió que estaba rompiendo la barrera de la visión. Y traspasó cada sentido como hace el arte profundo cuando toca los límites del espacio de la existencia.

Tiró hacia arriba su casco y se encontró en el cuarto anecoico, pero no estaba solo. Por algún motivo, la sección en pleno estaba rodeándolo. Jalina lo besó suavemente al tiempo que la impaciencia del conjunto se hizo sentir con fuerza.

–¡No diré nada!, –fueron las escandalosas palabras de Ténetor.

Pero luego explicó que se pondría de inmediato a elaborar un informe que no debía ser conocido por los demás hasta que cada uno hubiera hecho su parte. Así se dispuso que, uno tras otro, los miembros de la sección viajaran al espacio virtual puro. Al final se procesarían datos exentos de mutuas influencias y entonces sería el momento de iniciar las discusiones. Porque si ocurría que todos reconocieran el mismo paisaje en el espacio virtual puro, el Proyecto podría realizarse. ¿Cómo llegaría a todo el mundo? Como ha llegado cualquier tecnología. Además, los canales de distribución estaban abiertos por esa red de gente excepcional que estaba más allá de la cáscara externa a que había sido reducido el ser humano. Ahora sabía que existía, que todos los otros existían y que eso era lo primero en una larga escala de prioridades.


¡Nada de apoyo a las colonias planetarias!

–Buenos días señora Walker.
–Buenos días señor Ho.
–Me imagino que habrá visto el informe de la mañana. Sí, desde luego. También supongo que en la compulsa diaria habrá decidido influir en el tema de las colonias planetarias.
–Así es, señor Ho. Así es. Nadie en esta Tierra va a apoyar ningún esfuerzo, hasta tanto se acabe con la monstruosidad de que un solo ser humano esté bajo los rangos de vida que todos disfrutamos.
–Cuánto me alegra escucharla, señora Walker. ¡Cuánto me alegro! Pero dígame, ¿en qué momento empezó a cambiar todo?... ¿Cuándo nos dimos cuenta que existíamos y que, por tanto, otros existían? Ahora mismo yo sé que existo, ¡qué estupidez! ¿No es cierto señora Walker?
–No es ninguna estupidez. Yo existo, porque usted existe y a la inversa. Esta es la realidad, todo lo demás es una estupidez. Creo que los muchachos de... ¿cómo es que se llamaba?... ¿Algo así como “La Inteligencia Torpe”?
–El Comité para la Defensa del Sistema Nervioso Débil. Nadie los recuerda, por eso les he dedicado un poema.
–Eso, eso. Bueno, los muchachos se las arreglaron para poner las cosas en claro. En verdad no sé cómo lo hicieron, pero lo hicieron. ¡De otro modo estaríamos convertidos en hormigas, o en abejas, o en trifinus melancólicus! No advertiríamos nada. Por lo menos durante un tiempo más; tal vez nosotros no hubiéramos vivido esto que estamos viviendo. Sólo lamento lo de Clotilde y Damián y tantos otros que no alcanzaron a ver el cambio. Estaban realmente desesperados y lo más grave es que no sabían por qué. Pero miremos hacia el futuro.
–Así es, así es. Toda la organización social, si es que se le puede llamar así, se está desplomando. En tan poco tiempo se está desarticulando completamente. ¡Es increíble! Pero esta crisis vale la pena. Algunos se asustan porque creen que van a perder algo, ¿pero qué van a perder? Ahora mismo estamos modelando una sociedad nueva. Y cuando arreglemos bien nuestra casa, daremos un nuevo salto. Entonces sí vendrán las colonias planetarias y las galaxias y la inmortalidad. No me preocupa que en el futuro entremos en una nueva estupidez porque ya habremos crecido y, al parecer, nuestra especie se las arregla justo en los momentos más difíciles.
–Ellos comenzaron con los programas del espacio virtual. Los armaron de tal forma que todo el mundo quiso ponerse a jugar y, de pronto, las personas advirtieron que no eran figuras planas recortadas. Se dieron cuenta que existían. Los chicos fueron el fermento de algo que seguramente iba a ocurrir, sino no se explica la velocidad del asunto. La gente tomó todo en sus manos, ¡ya lo creo! El final de la historia fue espectacular ya que el ochenta y cinco por ciento de la población mundial, o soñó o vio al león alado, y también escuchó las palabras del visitante cuando regresaba a su mundo. Yo lo vi ¿y usted?
–Yo lo soñé.
–Es igual... Por ser ésta la primera vez que hablamos, ¿le parecerá excesivo si le pido un gran favor?
–Vamos, vamos, señora Walker. Estamos viviendo un nuevo mundo y todavía nos cuesta un poco encontrar formas libres de comunicación personal.
–¿Me leerá usted sus poemas? Imagino que son ineficientes, arbitrarios y, sobre todo, reconfortantes.
–Así es señora Walker. Son ineficientes y reconfortantes. En cualquier momento se los leeré. Pase usted un maravilloso día.

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