Experiencias Guiadas

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Libro de Silo incluido en el volumén I de las Obras Completas terminado de escribir en ....


Explicación

Desde la introducción de Obras Completas Volumén I:


Conferencia del Autor

.


Ediciones

© Silo 2002. Historial de publicaciones de esta obra en Castellano: Publicada en España por Ed. Plaza y Janes, 1989; en México por Ed. Plaza y Valdés, 1991; en Argentina por Ed. Planeta, 1991; en Estados Unidos de América por Ed. Latitude Press (Obras Completas, vol I), 1993; en Argentina por Ed. Magenta (Obras Completas, vol. I), 1998; en España por Ediciones Humanista (Obras Completas, vol I), 1999; en México por Ed. Plaza y Valdés (Obras Completas, vol I), 2002.


Traducciones

Ha sido traducido en francés, inglés, italiano.


Texto completo

El esquema constructivo de las Experiencias guiadas, es el siguiente:

1.- Entrada y ambientación;
2.- aumento de la tensión;
3.- representación de núcleos psicológicos problemáticos;
4.- desenlace (u opciones de solución a los núcleos-problema);
5.- disminución de la tensión y
6.- salida no abrupta, generalmente desandando etapas anteriores.

Esto último permite obtener una suerte de síntesis de toda la Experiencia. Los asteriscos (*) marcan intervalos oportunos para elaborar las propias imágenes.


Primera parte: narraciones

I. EL NIÑO

Voy caminando por el campo. Es de mañana, muy temprano. A medida que avanzo me siento seguro y alegre.

Alcanzo a divisar una construcción de aspecto antiguo. Parece hecha de piedra. También el techo, a dos aguas, es como de piedra. Grandes columnas de mármol resaltan en el frente. Llego al edificio y veo una puerta de metal, al parecer muy pesada. Desde un costado, sorpresivamente, salen dos animales feroces que se me abalanzan. Afortunadamente, quedan retenidos por sendas cadenas tensas, a muy corta distancia de mí. No tengo cómo llegar a la puerta sin que los animales me ataquen. Entonces, les arrojo un bulto que contiene comida. Las bestias lo engullen y quedan dormidas.

Me acerco a la puerta. La examino. No veo cerrojo ni otro elemento a utilizar para abrirla. Sin embargo, empujo suavemente y la hoja se abre con un sonido metálico de siglos. Un ambiente muy largo y suavemente iluminado, queda al descubierto. No alcanzo a ver el fondo. A izquierda y derecha hay cuadros que llegan hasta el suelo. Son tan grandes como personas. Cada uno representa escenas diferentes. En el primero, a mi izquierda, figura un hombre sentado tras una mesa sobre la que hay barajas, dados y otros elementos de juego. Me quedo observando el extraño sombrero con que está cubierta la cabeza del jugador. Entonces, trato de acariciar la pintura en la parte del sombrero pero no siento resistencia al tacto, sino que el brazo entra en el cuadro. Introduzco una pierna y luego todo mi cuerpo en el interior del cuadro. El jugador levanta una mano y exclama: “¡Un momento, no puede pasar si no paga la entrada!” Busco entre mis ropas, extraigo una esferita de cristal y se la doy. El jugador hace un gesto afirmativo y paso por su lado.

Estoy en un parque de diversiones. Es de noche. Veo por todas partes juegos mecánicos plenos de luz y movimiento... pero no hay nadie. Sin embargo, descubro cerca mío a un chico de unos diez años. Está de espaldas. Me acerco y cuando gira para mirarme, advierto que soy yo mismo cuando era niño. (*)


Le pregunto qué hace allí y me dice algo referente a una injusticia que le han hecho. Se pone a llorar y lo consuelo prometiéndole llevarlo a los juegos. Él insiste en la injusticia. Entonces, para entenderlo, comienzo a recordar cuál fue la injusticia que padecí a esa edad. (*) Ahora recuerdo y por algún motivo comprendo que es parecida a la injusticia que sufro en la vida actual. Me quedo pensando, pero el niño continúa con su llanto. (*)


Entonces digo: “Bueno, voy a arreglar esa injusticia que al parecer me hacen. Para eso, comenzaré a ser amigable con las personas que me crean esa situación”. (*)


Veo que el niño ríe. Lo acaricio y le digo que volveremos a vernos. Me saluda y se va muy contento. Salgo del parque, pasando al lado del jugador que me mira de soslayo. En ese momento toco su sombrero y el personaje guiña un ojo burlonamente. Emerjo del cuadro y me encuentro en el ambiente largo, nuevamente. Entonces, caminando con paso lento, salgo por la puerta. Afuera, los animales duermen. Paso entre ellos sin sobresalto.

El día espléndido me acoge. Regreso por el campo abierto con la sensación de haber comprendido una situación extraña cuyas raíces se hunden en un tiempo lejano. (*)


II. EL ENEMIGO

Estoy en el centro de la ciudad, en el momento de mayor actividad comercial. Vehículos y gentes se desplazan apresuradamente. También yo me muevo con urgencia.

De pronto, todo queda paralizado. Únicamente yo tengo movimiento. Entonces, examino a las personas. Me quedo observando a una mujer y luego a un hombre. Doy vueltas alrededor de ellos. Los estudio desde muy cerca. Luego subo al techo de un auto y desde allí miro alrededor comprobando, además, que todo está en silencio. Reflexiono un instante y compruebo que las personas, vehículos y todo tipo de objetos, están a mi disposición. Inmediatamente me pongo a hacer todo lo que quiero, de tal manera y tan frenéticamente que pasado un tiempo quedo agotado. Estoy descansando mientras se me ocurren nuevas actividades. Es así que vuelvo a hacer lo que se me antoja sin prejuicio alguno. ¡Pero a quién veo allí! Nada menos que a ese ejemplar con el que tengo varias cuentas pendientes. En efecto, creo que es quien más me ha perjudicado en toda mi vida... Como las cosas no pueden quedar así, toco de pronto a mi enemigo y veo que recobra alguno de sus movimientos. Me mira con horror y entiende la situación pero está paralizado e indefenso. Por consiguiente, comienzo a decirle todo lo que quiero, prometiéndole mi revancha de inmediato. Sé que siente todo, pero no puede responder, así es que comienzo por recordarle aquellas situaciones en las que me afectó tan negativamente. (*)


Mientras estoy atareado con mi enemigo, aparecen caminando varias personas. Se detienen ante nosotros y empiezan a apremiar al sujeto. Este comienza a responder entre llantos que está arrepentido de lo que ha hecho. Pide perdón y se arrodilla mientras los recién llegados continúan interrogándolo. (*)


Pasado un tiempo, proclaman que una persona tan infame no puede seguir viviendo así es que lo condenan a muerte. Están por lincharlo, mientras la víctima pide clemencia. Entonces lo perdono. Todos acatan mi decisión. Luego el grupo se va muy conforme. Quedamos solos nuevamente. Aprovecho la situación para completar mi desquite, ante su desesperación creciente. De manera que termino por decir y hacer todo lo que me parece adecuado. (*)


El cielo se oscurece violentamente y empieza a llover con fuerza. Mientras busco refugio tras una vidriera, observo que la ciudad recobra su vida normal. Los peatones corren, los vehículos marchan con cuidado por entre cortinas de agua y ráfagas de viento huracanado. Fulgores eléctricos continuados y fuertes truenos enmarcan la escena mientras sigo mirando a través de los cristales. Me siento totalmente relajado, como vacío por dentro, mientras observo casi sin pensar.

En ese momento aparece mi enemigo buscando protección de la tormenta. Se acerca y me dice: “¡qué suerte estar juntos en esta situación!” Me observa tímidamente. Lo reconforto con una suave palmada, mientras se encoge de hombros. (*)


Comienzo a revisar en mi interior, los problemas del otro. Veo sus dificultades, los fracasos de su vida, sus enormes frustraciones, su debilidad. (*)


Siento la soledad de ese ser humano que se cobija a mi lado húmedo y tembloroso. Lo veo sucio, en un abandono patético. (*) Entonces, en un rapto de solidaridad, le digo que voy a ayudarlo. El no dice palabra alguna. Baja la cabeza y mira sus manos. Advierto que sus ojos se nublan. (*)


Ha cesado la lluvia. Salgo a la calle y aspiro profundamente el aire limpio. Inmediatamente me alejo del lugar.


III. EL GRAN ERROR

Estoy de pie frente a una especie de tribunal. La sala, repleta de gente, permanece en silencio. Por todas partes veo rostros severos. Cortando la tremenda tensión acumulada en la concurrencia, el Secretario (ajustando sus gafas), toma un papel y anuncia solemnemente: “Este Tribunal, condena al acusado a la pena de muerte”. Inmediatamente se produce un griterío. Hay quienes aplauden, otros abuchean. Alcanzo a ver a una mujer que cae desmayada. Luego, un funcionario logra imponer silencio.

El Secretario me clava su turbia mirada al tiempo que pregunta: “¿Tiene algo que decir?”. Le respondo que sí. Entonces, todo el mundo vuelve a sus asientos. Inmediatamente, pido un vaso con agua y luego de alguna agitación en la sala, alguien me lo acerca. Lo llevo a la boca y tomo un sorbo. Completo la acción con una sonora y prolongada gárgara. Después digo: “ya está!”. Alguien del tribunal me increpa ásperamente “–¡cómo que ya está!”. Le respondo que sí, que ya está. En todo caso, para conformarlo le digo que el agua del lugar es muy buena, que quién lo hubiera dicho, y dos o tres gentilezas por el estilo...

El Secretario, termina de leer el papel con estas palabras: “...por consiguiente, se cumplirá la sentencia hoy mismo dejándolo en el desierto sin alimentos y sin agua. Sobre todo, sin agua. ¡He dicho!” Le pregunto con fuerza: “¿Cómo que... he dicho?”. El Secretario, arqueando las cejas afirma: “¡Lo que he dicho, he dicho!”

Al poco tiempo me encuentro en medio del desierto viajando en un vehículo, escoltado por dos bomberos. Paramos en un punto y uno de ellos dice: “¡Baje!”. Entonces, bajo. El vehículo gira y regresa por donde vino. Lo veo hacerse cada vez más pequeño, a medida que se aleja entre las dunas.

El sol está declinando pero es intenso. Comienzo a sentir mucha sed. Me quito la camisa, colocándola sobre la cabeza. Investigo alrededor. Descubro cerca una hondonada al costado de unas dunas. Voy hacia ellas y termino sentándome en el delgado espacio de sombra que proyecta la ladera. El aire se agita vivamente levantando una nube de arena que oscurece al sol. Salgo de la hondonada temiendo ser sepultado si el fenómeno se acentúa. Las partículas arenosas pegan en mi torso descubierto, como ráfagas de metralla vidriosa. Al poco tiempo la fuerza del viento me ha derribado.

Pasó la tormenta, el sol se ha puesto. En el crepúsculo veo ante mi una semiesfera blanquecina, grande como un edificio de varios pisos. Pienso que se trata de un espejismo. No obstante, me incorporo dirigiéndome hacia ella. A muy poca distancia, advierto que la estructura es de un material terso, como plástico espejado, tal vez henchida por aire comprimido.

Me recibe un sujeto vestido a la usanza beduina. Entramos por un tubo alfombrado. Se corre una plancha y al mismo tiempo me asalta el aire refrescante. Estamos en el interior de la estructura. Observo que todo está invertido. Se diría que el techo es un piso plano del que penden diversos objetos: mesas redondas elevadas con las patas hacia arriba; aguas que cayendo en chorros se curvan y vuelven a subir y formas humanas sentadas en lo alto. Al advertir mi extrañeza, el beduino me pasa unas gafas, mientras dice: “¡póngaselas!”. Obedezco y se restablece la normalidad. Al frente veo una gran fuente que expele verticales chorros de agua. Hay mesas y diversos objetos exquisitamente combinados en color y forma.

Se me acerca gateando el Secretario. Dice que está terriblemente mareado. Entonces le explico que está viendo la realidad al revés y que debe quitarse las gafas. Se las quita y se incorpora suspirando, al tiempo que dice: “En efecto, ahora todo está bien, sólo que soy corto de vista”. Luego agrega que me andaba buscando para explicar que yo no soy la persona a la que debía juzgar; que ha sido una lamentable confusión. Inmediatamente, sale por una puerta lateral.

Caminando unos pasos, me encuentro con un grupo de personas sentadas sobre almohadones en círculo. Son ancianos de ambos sexos, con características raciales y atuendos diferentes. Todos ellos, de hermosos rostros. Cada vez que uno de ellos abre la boca, brotan sonidos como de engranajes lejanos, de máquinas gigantes, de relojes inmensos. Pero también escucho la intermitencia de los truenos, el crujido de las rocas, el desprendimiento de los témpanos, el rítmico rugido de volcanes, el breve impacto de la lluvia gentil, el sordo agitar de corazones; el motor, el músculo, la vida... pero todo ello armonizado y perfecto, como en una orquesta magistral.

El beduino me da unos audífonos, diciendo: “Colóqueselos. Son traductores”. Me los pongo y escucho claramente una voz humana. Comprendo que es la misma sinfonía de uno de los ancianos, traducida para mi torpe oído. Ahora, al abrir él la boca, escucho: “...somos las horas, somos los minutos, somos los segundos... somos las distintas formas del tiempo. Como hubo un error contigo, te daremos la oportunidad de recomenzar tu vida. ¿Dónde quieres empezarla de nuevo? Tal vez desde el nacimiento... tal vez un instante antes del primer fracaso. Reflexiona”. (*)


He tratado de encontrar el momento en el que perdí el control de mi vida. Se lo explico al anciano. (*)


Muy bien –dice él– y ¿cómo vas a hacer, si vuelves a ese momento, para tomar un rumbo diferente? Piensa que no recordarás lo que viene después. Queda otra alternativa, –agrega– puedes volver al momento del mayor error de tu vida y, sin cambiar los acontecimientos, cambiar sin embargo sus significados. De ese modo, puedes hacerte una vida nueva.

En el momento en que el anciano hace silencio, veo que todo a mi alrededor se invierte en luces y colores, como si se transformara en el negativo de una película... hasta que todo vuelve a la normalidad. Pero me encuentro en el momento del gran error de mi vida. (*) Allí estoy impulsado a cometer el error. ¿Y por qué estoy obligado a hacerlo? (*)


¿No hay otros factores que influyen y no los quiero ver? El error fundamental, ¿a qué cosas se debe? ¿Qué tendría que hacer, en cambio? ¿Si no cometo ese error, cambiará el esquema de mi vida y esta será mejor o peor? (*)


Trato de comprender que las circunstancias que obran no pueden ser modificadas y acepto todo como si fuera un accidente de la naturaleza: como un terremoto, o un río que desbordando su lecho, arruina el trabajo y la vivienda de los pobladores. (*)


Me esfuerzo por aceptar que en los accidentes no hay culpables. Ni mi debilidad; ni mis excesos; ni las intenciones de otros, pueden ser modificadas en este caso. (*)


Sé que si ahora no me reconcilio, mi vida a futuro seguirá arrastrando la frustración. Entonces, con todo mi ser, perdono y me perdono. Admito aquello que ocurrió como algo incontrolable por mi y por otros. (*)


La escena comienza a deformarse invirtiéndose los claroscuros como en un negativo de fotografía. Al mismo tiempo, escucho la voz que me dice: “Si puedes reconciliarte con tu mayor error, tu frustración morirá y habrás podido cambiar tu Destino...”

Estoy de pie en medio del desierto. Veo aproximarse un vehículo. Le grito: “¡Taxi!”. Al poco tiempo estoy sentado cómodamente en los asientos traseros. Miro al conductor que está vestido de bombero y le digo: “Lléveme a casa... no se apure, así tengo tiempo de cambiarme la ropa.” Pienso: “¿Quién no ha sufrido más de un accidente a lo largo de su vida?”


IV. LA NOSTALGIA

Las luces coloreadas destellan al ritmo de la música. Tengo al frente a quien fue mi gran amor. Bailamos lentamente y cada flash me muestra un detalle de su rostro o de su cuerpo. (*)


¿Qué falló entre nosotros? Tal vez el dinero. (*)


Tal vez aquellas otras relaciones. (*)


Tal vez aspiraciones diferentes. (*)


Tal vez el destino, o eso tan difícil de precisar entonces. (*)


Bailo lentamente, pero ahora con quién fue ese otro gran amor. Cada flash me muestra un detalle de su rostro o de su cuerpo. (*)


¿Qué falló entre nosotros? Tal vez el dinero. (*)


Tal vez aquellas otras relaciones. (*)


Tal vez aspiraciones diferentes. (*)


Tal vez el destino, o eso tan difícil de precisar entonces. (*)


Yo te perdono y me perdono, porque si el mundo baila alrededor y nosotros bailamos, qué podemos hacer por las férreas promesas que fueron mariposas de colores cambiantes.

Rescato lo bueno y lo bello del ayer contigo. (*)


Y también contigo. (*)


Y con todos aquellos en los que encandilé mis ojos. (*)


¡Ah, sí! La pena, la sospecha, el abandono, la infinita tristeza y las heridas del orgullo, son el pretexto. Qué pequeños resultan al lado de una frágil mirada. Porque los grandes males que recuerdo son errores de danza y no la danza misma.

De ti agradezco la sonrisa leve. Y de ti el murmullo. Y de todos aquellos, agradezco la esperanza de un amor eterno. Quedo en paz con el ayer presente. Mi corazón está abierto a los recuerdos de los bellos momentos. (*)


V. LA PAREJA IDEAL

Caminando por un espacio abierto, destinado a exposiciones industriales, veo galpones y maquinaria. Hay muchos niños a los que se ha destinado juegos mecánicos de alta tecnología.

Me acerco hasta un gigante hecho de material sólido. Está de pie. Tiene una gran cabeza pintada en colores vivos. Una escalera llega hasta su boca. Por ella trepan los pequeños hasta la enorme cavidad y cuando uno entra, esta se cierra suavemente. Al poco tiempo, el niño sale expulsado por la parte trasera del gigante deslizándose por un tobogán que termina en la arena. Uno a uno van entrando y saliendo, acompañados por la música que brota del gigante:

“¡Gargantúa se traga a los niños con mucho cuidado sin hacerles mal! ¡Ajajá, ajajá, con mucho cuidado, sin hacerles mal!”

Me decido a subir por la escalerilla y entrando en la enorme boca, encuentro a un recepcionista que me dice: “Los niños siguen por el tobogán, los grandes por el ascensor”.

El hombre continúa dando explicaciones, mientras descendemos por un tubo transparente. En un momento le digo que ya debemos estar a nivel del suelo. Él comenta que recién andamos por el esófago, ya que el resto del cuerpo está bajo tierra, a diferencia del gigante infantil que está íntegro en la superficie. “Sí, hay dos Gargantúas en uno –me informa– el de los niños y el de los grandes. Estamos a muchos metros bajo el suelo... Ya hemos pasado el diafragma, de manera que pronto llegaremos a un lugar muy simpático. Vea, ahora que se abre la puerta de nuestro ascensor, se nos presenta el estómago... ¿Quiere bajar aquí? Como usted ve, es un moderno restaurante en el que se sirven dietas de todas partes del mundo”.

Le digo al recepcionista que tengo curiosidad por el resto del cuerpo. Entonces, seguimos descendiendo. “Ya estamos en el bajo vientre –anuncia mi interlocutor, mientras abre la puerta–. Tiene una decoración muy original. Las paredes de colores cambiantes son cavernas forradas delicadamente. El fuego central en medio del salón, es el generador que da energía a todo el gigante. Los asientos están para reposo del visitante. Las columnas distribuidas en distintos puntos permiten jugar a los escondites... uno puede aparecer y desaparecer tras ellas. Tiene más gracia si son varios los visitantes que participan. Bien, lo dejo aquí si es su deseo. Basta que se acerque hasta la entrada del ascensor para que la puerta se abra y pueda regresar a la superficie. Todo es automático... una maravilla, ¿no le parece?”.

Se cierra la hoja y quedo solo en el recinto.

Creo estar dentro del mar. Un gran pez pasa a través mío y comprendo que los corales, las algas y las diversas especies vivas, son proyecciones tridimensionales que dan un increíble efecto de realidad. Me siento a observar sin apuros el distensador espectáculo. De pronto, veo que desde el fuego central sale una figura humana con el rostro cubierto. Se me acerca lentamente. Deteniéndose a corta distancia, dice: “Buenos días, soy una holografía. Hombres y mujeres tratan de encontrar en mí a su pareja ideal. Estoy programada para tomar el aspecto que usted busca, pero ¿cuál es ese aspecto? Yo no puedo hacer nada sin un pequeño esfuerzo de su parte. Pero si lo intenta, sus ondas encefálicas serán decodificadas, amplificadas, trasmitidas y recodificadas nuevamente en el ordenador central el cual, a su vez, hará las recomposiciones que me permitirán ir perfilando mi identidad”.

“Y entonces, ¿qué hago?” –le pregunto.

“Le recomiendo –explica– que proceda en el siguiente orden. Piense en qué rasgos comunes han tenido todas las personas con las que se ligó afectivamente. No se refiera solamente al cuerpo o al rostro, sino también a caracteres. Por ejemplo: ¿eran protectoras, o por lo contrario, inspiraban en usted necesidad de darles protección?” (*)


“¿Eran valientes, tímidas, ambiciosas, engañadoras, soñadoras; o crueles?” (*)


“Y ahora, ¿qué cosa igualmente desagradable, o reprochable, o negativa, han tenido en común?”. (*)


“¿Cuáles han sido sus rasgos positivos?” (*)


“¿En qué se han parecido los comienzos de todas esas relaciones?” (*)


“¿En qué se han parecido los finales?” (*)


“Procure recordar con qué personas se ha querido relacionar, sin que las cosas resultaran y por qué no resultaron.” (*)


“Ahora, atención, empezaré a tomar las formas que usted ambiciona. Indíqueme y lo haré a la perfección. Estoy lista, así es que piense: ¿Cómo debo caminar? ¿Cómo estoy vestida? ¿Qué hago exactamente? ¿Cómo hablo? ¿En qué lugar estamos y qué hacemos?” “¡Mira mi rostro, tal cual es!” (*)


“Mira en la profundidad de mis ojos, porque ya he dejado de ser una proyección para convertirme en algo real... mira en la profundidad de mis ojos y dime dulcemente qué ves en ellos.” (*)


Me levanto para tocar la figura pero ella me elude, desapareciendo tras una columna. Cuando llego al lugar compruebo que se ha esfumado. Sin embargo, siento en mi hombro una mano que se apoya suavemente, al tiempo que alguien dice: “No mires hacia atrás. Debe bastarte con saber que estamos muy cerca el uno del otro y que, gracias a eso, pueden aclararse tus búsquedas”. En el momento en que termina la frase, me vuelvo para ver a quién está a mi lado, pero sólo percibo a una sombra que huye. Simultáneamente, el fuego central ruge y aumenta su brillo deslumbrándome. Me doy cuenta que la escenografía y la proyección han creado el ambiente propicio para que brote la imagen ideal. Esa imagen que está en mí y que llegó a rozarme, pero que por una impaciencia incomprensible desapareció entre mis dedos. Sé que ha estado cerca mío y eso me basta. Sin embargo, compruebo que el ordenador central no pudo proyectar una imagen táctil como la que sentí sobre mi hombro...

Llego a la entrada del ascensor. La puerta se abre y entonces escucho un canto infantil: “¡Gargantúa se traga a los grandes con mucho cuidado sin hacerles mal! ¡Ajajá, ajajá, con mucho cuidado, sin hacerles mal!”


VI. EL RESENTIMIENTO

Es de noche. Estoy en una antigua ciudad surcada por canales de agua que pasan bajo los puentes de las calles. Acodado en una balaustrada, miro hacia abajo el lento desplazamiento de una líquida y turbia masa. A pesar de la bruma alcanzo a ver, sobre otro puente, un grupo de personas. Apenas escucho los instrumentos musicales, que acompañan voces tristemente desafinadas. Lejanas campanadas ruedan hasta mí, como pegajosas oleadas de lamento.

El grupo se ha ido, las campanas han callado.

En un pasaje diagonal, malsanas luces de colores fluorescentes apenas iluminan.

Emprendo mi camino internándome en la niebla. Luego de deambular entre callejuelas y puentes desemboco en un espacio abierto. Es una plaza cuadrada, al parecer vacía. El piso embaldosado me lleva hasta un extremo cubierto por las aguas quietas.

La barca, semejante a una carroza, me espera adelante. Pero antes, debo avanzar por entre dos largas filas de mujeres. Vestidas con túnicas negras y sosteniendo antorchas, dicen en coro a mi paso: “¡Oh, Muerte!, cuyo ilimitado imperio, alcanza dondequiera a los que viven. De ti el plazo concedido a nuestra edad, depende. Tu sueño perenne aniquila a las multitudes, ya que nadie elude tu poderoso impulso. Tú, únicamente, tienes el juicio que absuelve, y no hay arte que pueda imponerse a tu arrebato, ni súplica que revoque tu designio”.

Subiendo a la carroza, recibo la ayuda del barquero que luego permanece en pie detrás de mí Me acomodo en un espacioso asiento. Advierto que nos elevamos hasta quedar ligeramente despegados del agua. Entonces, comenzamos a desplazarnos suspendidos sobre un mar abierto e inmóvil, como espejo sin fin que refleja a la luna.

Hemos llegado a la isla. La luz nocturna permite ver un largo camino bordeado de cipreses. La barca se posa en el agua, balanceándose un poco. Bajo de ella, mientras el barquero permanece impasible.

Avanzo rectamente entre los árboles que silban con el viento. Sé que mi paso es observado. Presiento que hay algo o alguien escondido más adelante. Me detengo. Tras un árbol, la sombra me llama con lentos ademanes. Voy hacia ella y casi al llegar, un hálito grave, un suspiro de muerte, pega en mi rostro: “¡Ayúdame! –murmura–, sé que has venido a libertarme de esta prisión confusa. Sólo tú puedes hacerlo... ¡Ayúdame!” La sombra explica que es aquella persona con la que estoy profundamente resentido. (*)


Y, como adivinando mi pensamiento, agrega: “No importa que aquel con quien estás ligado por el resentimiento más profundo haya muerto o esté con vida, ya que el dominio del oscuro recuerdo no respeta fronteras”.

Luego continúa: “Tampoco hay diferencias en que el odio y el deseo de venganza, se anuden en tu corazón desde la niñez o desde el ayer reciente. Nuestro tiempo es inmóvil, por eso siempre acechamos para surgir deformados como distintos temores, cuando la oportunidad se hace propicia. Y esos temores, son nuestra revancha por el veneno que debemos probar cada vez”.

Mientras le pregunto qué debo hacer, un rayo de luna ilumina débilmente su cabeza cubierta por un manto. Luego, el espectro se deja ver con claridad y en él reconozco las facciones de quien abrió mi más grande herida. (*)


Le digo cosas que jamás hubiera comentado con nadie; le hablo con la mayor franqueza de que soy capaz. (*)


Me pide que considere nuevamente el problema y que le explique los detalles más importantes sin limitación, aunque mis expresiones sean injuriosas. Enfatiza en que no deje de mencionar ningún rencor que sienta, ya que de otro modo seguirá cautivo para siempre. Entonces, procedo de acuerdo a sus instrucciones. (*)


Inmediatamente, me muestra una fuerte cadena que lo une a un ciprés. Yo, sin dudar, la rompo con un tirón seco. En consecuencia, el manto se desploma vacío y queda extendido en el suelo, al tiempo que una silueta se desvanece en el aire y la voz se aleja hacia las alturas, repitiendo palabras que he conocido antes: “¡Adiós de una vez! Ya la luciérnaga anuncia la proximidad del alba y empieza a palidecer su indeciso fulgor. Adiós, adiós, adiós. ¡Acuérdate de mí!”

Al comprender que pronto amanecerá, giro sobre mí para volver a la barca, pero antes recojo el manto que ha quedado a mis pies. Lo cruzo en mi hombro y apuro el paso de regreso. Mientras me acerco a la costa, varias sombras furtivas me preguntan si algún día volveré a liberar otros resentimientos.

Ya cerca del mar, veo un grupo de mujeres vestidas con túnicas blancas, sosteniendo sendas antorchas en alto. Llegando a la carroza, doy el manto al barquero. Este, a su vez, lo entrega a las mujeres. Una de ellas le pega fuego. El manto arde y se consume velozmente, sin dejar cenizas. En ese instante, siento un gran alivio, como si hubiera perdonado con sinceridad, un enorme agravio. (*)


Subo a la barca, que ahora tiene el aspecto de una moderna lancha deportiva. Mientras nos separamos de la costa sin encender aún el motor, escucho al coro de las mujeres que dice: “Tú tienes el poder de despertar al aletargado, uniendo el corazón a la cabeza, librando a la mente del vacío, alejando las tinieblas de la interna mirada y el olvido. Ve, bienaventurada potestad. Memoria verdadera, que enderezas la vida hacia el recto sentido”.

El motor arranca en el instante en que empieza a levantarse el sol en el horizonte marino. Miro al joven lanchero de rostro fuerte y despejado, mientras acelera sonriente hacia el mar.

Ahora que nos acercamos a gran velocidad, vamos rebotando en el suave oleaje. Los rayos del sol, doran las soberbias cúpulas de la ciudad, mientras a su alrededor flamean palomas en alegres bandadas.


VII. LA PROTECTORA DE LA VIDA

Floto de espaldas en un lago. La temperatura es muy agradable. Sin esfuerzo, puedo mirar a ambos lados de mi cuerpo descubriendo que el agua cristalina me permite ver el fondo.

El cielo es de un azul luminoso. Muy cerca hay una playa de arenas suaves, casi blancas. Es un recodo sin oleaje, al que llegan las aguas del mar.

Siento que mi cuerpo flota blandamente y que se relaja cada vez más, procurándome una extraordinaria sensación de bienestar. En un momento, decido invertir mi posición y, entonces, comienzo a nadar con mucha armonía hasta que gano la playa y salgo caminando lentamente.

El paisaje es tropical. Veo palmeras y cocoteros, al tiempo que percibo en mi piel el contacto del sol y la brisa.

De pronto, a mi derecha, descubro una gruta. Cerca de ella, serpentea el agua transparente de un arroyo. Me acerco al tiempo que veo, dentro de la gruta, la figura de una mujer. Su cabeza está tocada con una corona de flores. Alcanzo a ver los hermosos ojos, pero no puedo definir su edad. En todo caso, tras ese rostro que irradia amabilidad y comprensión, intuyo una gran sabiduría. Me quedo contemplándola mientras la naturaleza hace silencio.

“Soy la protectora de la vida”, me dice. Le respondo tímidamente que no entiendo bien el significado de la frase. En ese momento, veo un cervatillo que lame su mano. Entonces, me invita a entrar a la gruta, indicándome luego que me siente en la arena frente a una lisa pared de roca. Ahora no puedo verla a ella, pero oigo que me dice: “respira suavemente y dime qué ves”. Comienzo a respirar lenta y profundamente. Al momento, aparece en la roca una clara imagen del mar. Aspiro y las olas llegan a las playas. Espiro y se retiran. Me dice: “Todo en tu cuerpo es ritmo y belleza. Tantas veces has renegado de tu cuerpo, sin comprender al maravilloso instrumento de que dispones para expresarte en el mundo” En ese momento, aparecen en la roca diversas escenas de mi vida en las que advierto vergüenza, temor y horror por aspectos de mi cuerpo. Las imágenes se suceden. (*)


Siento incomodidad al comprender que ella está viendo las escenas, pero me tranquilizo de inmediato. Luego agrega: “Aún en la enfermedad y la vejez, el cuerpo será el perro fiel que te acompañe hasta el último momento. No reniegues de él cuando no pueda responder a tu antojo. Mientras tanto, hazlo fuerte y saludable. Cuídalo para que esté a tu servicio y oriéntate solamente por las opiniones de los sabios. Yo que he pasado por todas las épocas, sé bien que la misma idea de belleza cambia. Si no consideras a tu cuerpo como al amigo más próximo, él entristece y enferma. Por tanto, habrás de aceptarlo plenamente. Él es el instrumento de que dispones para expresarte en el mundo... Quiero que veas ahora, qué parte de él es débil y menos saludable”. Al punto, aparece la imagen de esa zona de mi cuerpo. (*)


Entonces, ella apoya su mano en ese punto y siento un calor vivificante. Registro oleadas de energía que se amplían en el punto y experimento una aceptación muy profunda de mi cuerpo tal cual es. (*)


“Cuida a tu cuerpo, siguiendo solamente las opiniones de los sabios y no lo mortifiques con malestares que solo están en tu imaginación. Ahora, vete pleno de vitalidad y en paz”.

Al salir de la gruta reconfortado y saludable, bebo el agua cristalina del arroyo que me vivifica plenamente.

El sol y la brisa besan mi cuerpo. Camino por las arenas blancas hacia el lago y al llegar veo por un instante la silueta de la protectora de la vida que se refleja amablemente en las profundidades.

Voy entrando en las aguas. Mi cuerpo es un remanso sin límite. (*)


VIII. LA ACCIÓN SALVADORA

Nos desplazamos velozmente por una gran carretera. A mi lado conduce una persona que no he visto nunca. En los asientos traseros, dos mujeres y un hombre también desconocidos. El coche corre rodeado por otros vehículos que se mueven imprudentemente, como si sus conductores estuviesen ebrios o enloquecidos. No estoy seguro si está amaneciendo o cae la noche.

Pregunto a mi compañero acerca de lo que está sucediendo. Me mira furtivamente y responde en una lengua extraña: “¡Rex voluntas!” Conecto la radio que me devuelve fuertes descargas y ruido de interferencia eléctrica. Sin embargo, alcanzo a escuchar una voz débil y metálica que repite monótonamente: “... rex voluntas... rex voluntas... rex voluntas...”

El desplazamiento de los vehículos se va enlenteciendo, mientras veo al costado del camino numerosos autos volcados y un incendio que se propaga entre ellos. Al detenernos, todos abandonamos el coche y corremos hacia los campos entre un mar de gente que se abalanza despavorida. Miro hacia atrás y veo, entre el humo y las llamas, a muchos desgraciados que han quedado atrapados mortalmente, pero soy obligado a correr por la estampida humana que me lleva a empellones. En ese delirio intento, inútilmente, llegar a una mujer que protege a su niño, mientras la turba le pasa por encima, cayendo muchos al suelo.

En tanto se generaliza el desorden y la violencia, decido desplazarme en una leve línea diagonal que me permita separarme del conjunto. Apunto hacia un lugar más alto que obligue a frenar la carrera de los enloquecidos. Muchos desfallecientes se toman de mis ropas haciéndolas girones. Pero compruebo que la densidad de gente va disminuyendo.

He logrado zafarme y ahora sigo subiendo, ya casi sin aliento. Al detenerme un instante, advierto que la multitud sigue una dirección opuesta a la mía, pensando seguramente que al tomar un nivel descendente podrá salir más rápidamente de la situación. Compruebo con horror que aquel terreno se corta en un precipicio. Grito con todas mis fuerzas para advertir, aunque fuera a los más próximos, sobre la inminente catástrofe. Entonces, un hombre se desprende del conjunto y se acerca corriendo hasta mí. Está con las ropas destrozadas y cubierto de heridas. Sin embargo, me produce una gran alegría el que pueda salvarse. Al llegar, me aferra un brazo y gritando como un loco señala hacia abajo. No entiendo su lengua, pero creo que quiere mi ayuda para rescatar a alguien. Le digo que espere un poco, porque en este momento es imposible... Sé que no me entiende. Su desesperación me hace pedazos. El hombre, entonces, trata de volver y en ese momento lo hago caer de bruces. Queda en el suelo gimiendo amargamente. Por mi parte, comprendo que he salvado su vida y su conciencia, porque él trató de rescatar a alguien pero se lo impidieron.

Subo un poco más y llego a un campo de cultivo. La tierra está floja y surcada por recientes pasadas de tractor. Escucho a la distancia disparos de armas y creo comprender lo que está sucediendo. Me alejo presuroso del lugar. Pasado un tiempo me detengo. Todo está en silencio. Miro en dirección a la ciudad y veo un siniestro resplandor.

Empiezo a sentir que el suelo ondula bajo mis pies y un bramido que llega de las profundidades me advierte sobre el inminente terremoto. Al poco tiempo, he perdido el equilibrio. Quedo en el suelo lateralmente encogido pero mirando al cielo, presa de un fuerte mareo. El temblor ha cesado. Veo una luna enorme, como cubierta de sangre.

Hace un calor insoportable y respiro el aire cáustico de la atmósfera. Entre tanto, sigo sin comprender si amanece o cae la noche... Ya sentado, escucho un retumbar creciente. Al poco tiempo, cubriendo el cielo, pasan cientos de aeronaves como mortales insectos que se pierden hacia un ignorado destino.

Descubro cerca un gran perro que mirando hacia la luna comienza a aullar, casi como un lobo. Lo llamo. El animal se acerca tímidamente. Llega a mi lado. Acaricio suavemente su pelambre erizada. Noto un intermitente temblor en su cuerpo. El perro se separa de mí y comienza a alejarse. Me pongo en pie y lo sigo. Así recorremos un espacio ya pedregoso hasta llegar a un riachuelo. El animal sediento se abalanza y comienza a beber agua con avidez, pero al momento retrocede y cae. Me acerco, lo toco y compruebo que está muerto.

Siento un nuevo sismo que amenaza con derribarme, pero pasa. Giro sobre mis talones y diviso en el cielo, a lo lejos, cuatro formaciones de nubes que avanzan con sordo retumbar de truenos. La primera es blanca, la segunda roja, la tercera negra y la cuarta amarilla. Y esas nubes se asemejan a cuatro jinetes armados sobre cabalgaduras de tormenta, recorriendo los cielos y asolando toda vida en la tierra.

Corro tratando de escapar de las nubes. Comprendo que si me toca la lluvia, quedaré contaminado. Sigo avanzando a la carrera pero, de pronto, se alza enfrente una figura colosal. Es un gigante que me cierra el paso. Agita amenazante una espada de fuego. Le grito que debo avanzar porque se acercan las nubes radioactivas. Él me responde que es un robot puesto allí para impedir el paso de gente destructiva. Agrega que está armado con rayos, así es que advierte que no me acerque. Veo que el coloso separa netamente dos espacios; aquél del que provengo, pedregoso y mortecino, de ese otro lleno de vegetación y vida. Entonces grito: “¡Tienes que dejarme pasar porque he realizado una buena acción!”.

–¿Qué es una buena acción? –pregunta el robot.

–Es una acción que construye, que colabora con la vida.

–Pues bien –agrega– ¿qué has hecho de interés?

–He salvado a un ser humano de una muerte segura y, además, he salvado su conciencia.

Inmediatamente, el gigante se aparta y salto al terreno protegido, en el momento en que caen las primeras gotas de lluvia. Tengo al frente una granja. Cerca, la casa de los campesinos. Por sus ventanas amarillea un luz suave. Justo ahora, advierto que comienza el día.

Llegando a la casa, un hombre rudo de aspecto bondadoso me invita a pasar. Adentro hay una familia numerosa preparándose para las actividades del día. Me sientan a la mesa en la que hay dispuesta una comida simple y reconfortante. Pronto me encuentro bebiendo agua pura, como de manantial. Unos niños corretean a mi alrededor.

“Esta vez –dice mi anfitrión– escapó usted. Pero cuando tenga nuevamente que pasar el límite de la muerte, ¿qué coherencia podrá exhibir?” Le pido mayores aclaraciones porque sus palabras me resultan extrañas. Él me explica: “Pruebe recordar lo que podríamos llamar ‘buenas acciones’ (para darles un nombre), realizadas en su vida. Por supuesto que no estoy hablando de esas ‘buenas acciones’ que hace la gente esperando algún tipo de recompensa. Tiene que recordar solamente aquéllas que han dejado en usted la sensación de que lo hecho a otros, es lo mejor para los otros... así de fácil. Le doy tres minutos para que revise su vida y compruebe qué pobreza interior hay en usted, mi buen amigo. Y una última recomendación: si tiene hijos o seres muy queridos, no confunda lo que quiere para ellos con lo que es lo mejor para ellos”. Dicho lo cual, sale de la casa él y toda su gente. Quedo a solas meditando la sugerencia del campesino. (*)


Al poco tiempo, el hombre entra y me dice: “Ya ve qué vacío es usted por dentro y si no es vacío, es porque está confuso. O sea, en todos los casos, usted es vacío por dentro. Permítame una recomendación y acéptela porque es lo único que le servirá más adelante. Desde hoy, no deje pasar un solo día sin llenar su vida”.

Nos despedimos. A la distancia escucho que me grita: “¡dígale a la gente eso que usted ya sabe!”.

Me alejo de la granja en dirección a mi ciudad.

Esto he aprendido hoy: cuando el ser humano sólo piensa en sus intereses y problemas personales, lleva la muerte en el alma y todo lo que toca muere con él.


IX. LAS FALSAS ESPERANZAS

He llegado al lugar que me recomendaron. Estoy frente a la casa del doctor. Una pequeña placa advierte: “Usted que entra, deje toda esperanza.” Después de mi llamada, se abre la puerta y una enfermera me hace pasar. Señala una silla en la que me siento. Ella se sitúa tras una mesa, frente a mi. Toma un papel y después de colocarlo en su máquina de escribir, pregunta: –¿Nombre? –y yo respondo. –¿Edad?..., ¿profesión?..., ¿estado civil?... ¿grupo sanguíneo?... La mujer continúa llenando su ficha con mis antecedentes familiares de enfermedad.

Respondo por mi historia de enfermedades. (*)


Inmediatamente, reconstruyo todos los accidentes sufridos desde mi infancia. (*)


Mirándome fijamente, pregunta con lentitud: “¿Antecedentes criminales?”. Por mi parte, respondo con cierta inquietud. Al decirme, “¿cuáles son sus esperanzas?”, interrumpo mi obediente sistema de respuestas y le pido aclaraciones. Sin inmutarse y mirándome como a un insecto, replica: “¡Esperanzas son esperanzas! Así es que empiece a contar y hágalo rápido, porque tengo que encontrarme con mi novio”. Me levanto de la silla y de un manotazo saco el papel de la máquina. Luego, lo rompo tirando los fragmentos en una papelera. Doy media vuelta y me dirijo a la puerta por la que entré Compruebo que no la puedo abrir. Con molestia evidente, grito a la enfermera que la abra. No me responde. Giro sobre mí y veo que la pieza está vacía.

A grandes pasos llego a la otra puerta, comprendiendo que tras ella está el consultorio. Me digo que allí estará el doctor y que le presentaré mis quejas. Me digo que por allí escapó esa maravilla de enfermera. Abro y alcanzo a frenarme a escasos centímetros de una pared. “Tras la puerta una pared, muy bonita idea!”... Corro hacia la primera puerta, ahora se abre y choco nuevamente con el muro que me cierra el paso. Escucho una voz de hombre que me dice por un altavoz: “¿Cuáles son sus esperanzas?”. Recomponiéndome, le espeto al doctor que somos gente adulta y que, lógicamente, mi mayor esperanza es salir de esta ridícula situación. Él dice: “La placa en la pared de entrada advierte al que llega que deje toda esperanza”. La situación se me aparece como una broma grotesca, de modo que me siento en la silla a esperar algún tipo de desenlace.

“Comencemos de nuevo –dice la voz–. Usted recuerda que en su niñez, tenía muchas esperanzas. Con el tiempo, advirtió que jamás se iban a cumplir. Abandonó pues, esos lindos proyectos... Haga memoria.” (*)


“Más adelante –continúa la voz– sucedió otro tanto y tuvo que resignarse a que sus deseos no se cumplieran... Recuerde.” (*)


“Por fin, usted tiene varias esperanzas en este momento. No me refiero a la esperanza de salir del encierro ya que este truco de ambientación ha desaparecido. Estoy hablando de otra cosa. Estoy hablando de cuáles son sus esperanzas a futuro.” (*)


“¿Y cuales de ellas, usted sabe secretamente, no se cumplirán jamás? Píenselo con sinceridad.” (*)


“Sin esperanzas, no podemos vivir. Pero cuando sabemos que son falsas, no las podemos mantener indefinidamente ya que tarde o temprano todo terminará en una crisis de fracaso. Si pudiera profundizar en su interior, llegando a las esperanzas que reconoce no se cumplirán y si, además, hiciera el trabajo de dejarlas aquí para siempre, ganaría en sentido de realidad. Así es que trabajemos de nuevo el problema... Busque las más profundas esperanzas. Esas que según siente, nunca se realizarán. ¡Cuidado con equivocarse! Hay cosas que le parecen posibles, a esas no las toque. Tome sólo aquellas que no se cumplirán. Vamos, búsquelas con toda sinceridad, aunque le resulte un poco doloroso.” (*)


“Al salir de la habitación, propóngase dejarlas aquí para siempre.” (*)


“Y ahora, terminemos el trabajo. Estudie, en cambio, aquellas otras esperanzas importantes que considera posibles. Le daré una ayuda. Dirija su vida solo por lo que cree posible o que, auténticamente, siente que se cumplirá No importa que luego las cosas no resulten porque, después de todo, le dieron dirección a sus acciones.” (*)


“En fin, hemos terminado. Ahora salga por donde entró y hágalo rápido, porque tengo que verme con mi secretaria.”

Me levanto. Doy unos pasos, abro la puerta y salgo. Mirando la placa de la entrada, leo: “Usted que sale, deje aquí toda falsa esperanza”.


X. LA REPETICIÓN

Es de noche. Camino por un lugar débilmente iluminado. Es un callejón estrecho. No veo a nadie. En todo caso, la bruma difunde una luz distante. Mis pasos resuenan con un ominoso eco. Apuro el andar con la intención de llegar al próximo farol.

Llegando al punto, observo una silueta humana. La figura está a dos o tres metros de distancia. Es una anciana con el rostro semicubierto. De pronto, con una voz quebrada, me pregunta la hora. Miro el reloj y le respondo: “Son las tres de la mañana”.

Me alejo velozmente, internándome de nuevo en la bruma y la oscuridad, deseando llegar al próximo farol que diviso a la distancia.

Allí, nuevamente, está la mujer. Miro el reloj que marca las dos y treinta. Comienzo a correr hasta el farol siguiente y, mientras lo hago, volteo la cabeza hacia atrás. Efectivamente, me alejo de la silueta que permanece quieta a lo lejos. Llegando a la carrera al farol siguiente, percibo el bulto que me espera. Miro el reloj, son las dos.

Corro ya sin control pasando faroles y ancianas hasta que, agotado, me detengo a mitad de camino. Miro el reloj y veo en su vidrio el rostro de la mujer. Comprendo que ha llegado el fin...

A pesar de todo, trato de entender la situación y me pregunto repetidamente: “¿de qué estoy huyendo?... ¿de qué estoy huyendo?”. La voz quebrada me responde: “Estoy atrás tuyo y adelante. Lo que ha sido, será. Pero eres muy afortunado porque has podido detenerte a pensar un momento. Si resuelves esto, podrás salir de tu propia trampa”. (*)


Me siento aturdido y fatigado. No obstante, pienso que hay una salida. Algo me hace recordar varias situaciones de fracaso en mi vida. Efectivamente, ahora evoco los primeros fracasos en mi niñez. (*)


Luego, los fracasos de juventud. (*)


También, los fracasos más cercanos. (*)


Caigo en cuenta que en el futuro seguirán repitiéndose, fracasos tras fracasos. (*)


Todas mis derrotas han tenido algo de parecido y es que las cosas que quise hacer, no estaban ordenadas. Eran confusos deseos que terminaban oponiéndose entre ellos. (*)


Ahora mismo descubro que muchas cosas que deseo lograr en el futuro son contradictorias. (*)


No sé que hacer con mi vida y, sin embargo, quiero muchas cosas confusamente. Sí, temo al futuro y no quisiera que se repitieran fracasos anteriores. Mi vida está paralizada en ese callejón de niebla, entre fulgores mortecinos.

Inesperadamente, se enciende una luz en una ventana y desde ella alguien me grita: “¿Necesita algo?”.

–Sí –le respondo–, ¡necesito salir de aquí!

–Ah, no!... solo no se puede salir.

–Entonces, indíqueme cómo hago.

–No puedo. Además, si seguimos gritando, vamos a despertar a todos los vecinos. ¡Con el sueño de los vecinos no se juega! Buenas noches. Se apaga la luz. Entonces, surge en mí el más fuerte deseo: salir de esta situación. Advierto que mi vida cambiará solamente si encuentro una salida. El callejón tiene aparentemente un sentido, pero no es sino una repetición, desde el nacimiento a la muerte. Un falso sentido. De farol en farol, hasta que en algún momento se acaben mis fuerzas para siempre.

Advierto, a mi izquierda, un cartel indicador con flechas y letras. La flecha del callejón indica su nombre: “Repetición de la vida”. Otra, señala: “Anulación de la vida” y una tercera: “Construcción de la vida” Me quedo reflexionando un momento. (*)


Tomo la dirección que muestra la tercera flecha. Mientras salgo del callejón a una avenida ancha y luminosa, experimento la sensación de que estoy por descubrir algo decisivo. (*)


XI. EL VIAJE

Sigo subiendo a pie por el camino montañoso. Me detengo un instante y miro hacia atrás. A la distancia, veo la línea de un río y lo que podría ser una arboleda. Más lejos, un desierto rojizo que se pierde en la bruma del atardecer. Camino unos pasos más, mientras la senda se estrecha hasta quedar borrada. Sé que falta un último tramo, el más difícil, para llegar a la meseta. La nieve apenas molesta mi desplazamiento, así es que continúo el ascenso.

He llegado a la pared de roca. La estudio cuidadosamente y descubro en su estructura una grieta por la que podría trepar. Comienzo a subir enganchando los borceguíes en las salientes Pego la espalda en un borde de la grieta, mientras hago palanca con un codo y el otro brazo. Subo. La grieta se ha estrechado. Miro hacia arriba y hacia abajo. Estoy a mitad de camino. Imposible desplazarme en ninguno de los dos sentidos. Cambio la posición, quedando pegado de frente a la resbaladiza superficie. Afirmo los pies y muy despacio, estiro un brazo hacia arriba. La roca me devuelve el jadeo húmedo de la respiración. Palpo sin saber si encontraré una pequeña fisura. Estiro el otro brazo suavemente. Siento que me balanceo. Mi cabeza comienza a separarse lentamente de la piedra. Luego, todo mi cuerpo. Estoy por caer de espaldas... Pero encuentro un pequeño hueco en el que aferro mis dedos. Ya afirmado, continúo el ascenso trepando sin dificultad en el asalto final.

Por fin llego arriba. Me incorporo y aparece ante mí una pradera interminable. Avanzo unos pasos. Luego, cambio de frente. Hacia el abismo es de noche; hacia la llanura, los últimos rayos del sol fugan en tonalidades múltiples. Estoy comparando ambos espacios cuando escucho un sonido agudo. Al mirar hacia lo alto veo un disco luminoso que, describiendo círculos a mi alrededor, comienza a descender.

Se ha posado muy cerca. Movido por una llamada interior me acerco sin prevenciones. Penetro en su interior con la sensación de traspasar una cortina de aire tibio. Al momento, experimento que mi cuerpo se aliviana. Estoy en una burbuja transparente, achatada en su base.

Como impulsados por un gran elástico, partimos rectamente. Creo que vamos en dirección a Beta Hydris o, tal vez, hacia NGC3621 (?).

Alcanzo a ver, fugazmente, el atardecer en la pradera. Subimos a mayor velocidad, mientras el cielo se ennegrece y la Tierra se aleja. Siento que aumenta la velocidad. Las límpidas estrellas van virando de color hasta desaparecer en la oscuridad total.

Al frente, veo un único punto de luz dorado que se agranda. Vamos hacia él. Ahora se destaca un gran aro que se continúa en larguísimo corredor transparente. En un momento, nos detenemos súbitamente. Hemos descendido en un lugar abierto. Atravieso la cortina de aire tibio y salgo del objeto.

Estoy entre paredes transparentes que, al atravesarlas, producen musicales cambios de color.

Sigo avanzando hasta llegar a un plano en cuyo centro veo un gran objeto móvil, imposible de capturar con la mirada, porque al seguir una dirección cualquiera en su superficie ésta termina envuelta en el interior del cuerpo. Siento mareo y aparto la vista.

Encuentro una figura, al parecer, humana. No puedo ver su rostro. Me tiende una mano en la que veo una esfera radiante. Comienzo a acercarme y en un acto de plena aceptación, tomo la esfera y la apoyo en mi frente. (*)


Entonces, en silencio total, percibo que algo nuevo comienza a vivir en mi interior. Ondulaciones sucesivas y una fuerza creciente bañan mi cuerpo, mientras brota en mi ser una profunda alegría. (*)


Sé que la figura me dice sin palabras: “Regresa al mundo con tu frente y tus manos luminosas”. (*)


Así pues, acepto mi destino. Luego, la burbuja y el aro y las estrellas y la pradera y la pared de roca. (*)


Por último, el camino y yo, humilde peregrino que regresa a su gente. (*)


Yo que vuelvo luminoso a las horas, al día rutinario, al dolor del hombre, a su simple alegría. Yo que doy de mis manos lo que puedo, que recibo la ofensa y el saludo fraterno, canto al corazón que del abismo oscuro renace a la luz del ansiado Sentido.


XII. EL FESTIVAL

Acostado en una cama, creo estar en la habitación de un hospital. Escucho apenas el goteo de un grifo de agua mal cerrado. Intento mover los miembros y la cabeza, pero no me responden. Con esfuerzo mantengo los párpados abiertos.

Me parece que alguien ha dicho a mi lado, que afortunadamente salí de todo peligro... que ahora, todo es cuestión de descanso.

Inexplicablemente, esas palabras confusas me traen un gran alivio. Siento al cuerpo adormecido y pesado, cada vez más flojo.

El techo es blanco y liso, pero cada gota de agua que escucho caer destella en su superficie como un trazo de luz. Una gota, una raya. Luego otra. Después, muchas líneas. Más adelante, ondulaciones. El techo se va modificando, siguiendo el ritmo de mi corazón. Puede ser un efecto de las arterias de mis ojos, al pasar los golpes de sangre. El ritmo, va dibujando el rostro de una persona joven.

–¡Eh, tú! –me dice– ¿por qué no vienes?

–Claro –pienso– ¿por qué no?

...Allí adelante se desarrolla el festival de música y el sonido de los instrumentos inunda de luz un enorme espacio tapizado de hierba verde y flores.

Estoy recostado en el prado, mirando hacia el escenario. A mi alrededor hay una enorme cantidad de gente, pero me agrada el hecho de ver que no está apiñada porque hay mucho espacio. A la distancia, alcanzo a ver antiguos amigos de la niñez. Siento que están realmente a gusto.

Fijo la atención en una flor, conectada a su rama por un delgado tallo de piel transparente en cuyo interior se va profundizando el verde reluciente. Estiro la mano, pasando suavemente un dedo por el tallo terso y fresco, apenas interrumpido por pequeñísimos abultamientos. Así, subiendo por entre hojas de esmeralda, llego a los pétalos que se abren en una explosión multicolor. Pétalos como cristales de catedral solemne, pétalos como rubíes y como fuego de leños amanecidos en hoguera... Y en esa danza de matices, siento que la flor vive como si fuera parte mía. (*)


Y la flor, agitada por mi contacto, suelta una gota de rocío amodorrado apenas prendida en una hoja final. La gota vibra en óvalo, luego se alarga y ya en el vacío se aplana para redondearse nuevamente, cayendo en un tiempo sin fin. Cayendo, cayendo, en el espacio sin límite... Por último, dando en el sombrero de un hongo, rueda por él como pesado mercurio, para deslizarse hasta sus bordes. Allí, en un espasmo de libertad, se abalanza sobre un pequeño charco en el que levanta el tormentoso oleaje que baña a una isla de piedra-mármol. (*)


Alzo la mirada para ver a una abeja dorada que se acerca a libar en la flor. Y en ese violento espiral de vida contraigo mi mano irrespetuosa, alejándola de aquella perfección deslumbrante. Mi mano... La miro atónito, como si la viera por primera vez. Dándola vuelta, flexionando y estirando los dedos, veo las encrucijadas de la palma y en sus líneas comprendo que todos los caminos del mundo convergen allí. Siento que mi mano y sus profundas líneas no me pertenecen y agradezco en mi interior la desposesión de mi cuerpo.

Adelante se desarrolla el festival y yo sé que la música me comunica con esa muchacha que mira sus vestidos y con el hombre joven que, acariciando un gato azul, se respalda en el árbol. Sé que antes he vivido esto mismo y que he captado la rugosa silueta del árbol y las diferencias de volumen de los cuerpos. Otra vez ya, he advertido esas nubes ocre de forma blanda, pero como de cartón recortado en el celeste límpido del cielo. Y también he vivido esa sensación sin tiempo en que mis ojos parecen no existir, porque ven todo con transparencia como si no fueran ojos del mirar diario, aquellos que enturbian la realidad. Siento que todo vive y que todo está bien. Que la música y las cosas no tienen nombre y que nada, verdaderamente, puede designarlas. (*)


En las mariposas de terciopelo que vuelan a mi alrededor, reconozco la calidez de los labios y la fragilidad de los sueños felices. El gato azul se desplaza cerca mío. Caigo en cuenta de algo obvio: se mueve por sí solo, sin cables, sin control remoto. Lo hace por sí mismo y eso me deja atónito. En sus perfectos movimientos y tras los hermosos ojos amarillos, sé que hay una vida y que todo lo demás es un disfraz, como la corteza del árbol, como las mariposas, como la flor, como la gota mercurial, como las nubes recortadas, como la mano de los caminos convergentes. Por un momento, me parece comunicar con algo universal. (*)


...Pero una voz suave, me interrumpe justo antes de pasar a otro estado de conciencia.

“¿Usted cree que así son las cosas? –me susurra la desconocida–. Le diré que no son de ese modo, ni del otro. Usted, pronto volverá a su mundo gris, sin profundidad, sin alegría, sin volumen. Y creerá que ha perdido la libertad. Por ahora no me entiende, ya que no tiene capacidad de pensar a su antojo. Su aparente estado de libertad es sólo producto de la química. Esto le sucede a miles de personas a las que aconsejo cada vez. Buenos días!”

La amable señora ha desaparecido. Todo el paisaje empieza a girar en un espiral gris claro, hasta que aparece el techo ondulante. Oigo la gota de agua del grifo. Sé que estoy acostado en una habitación. Experimento que el embotamiento de los sentidos se diluye. Pruebo mover la cabeza y responde. Luego, los miembros. Me estiro y compruebo que estoy en perfectas condiciones. Salto de la cama reconfortado, como si hubiera descansado años.

Camino hasta la puerta de la habitación. La abro. Encuentro un pasillo. Camino velozmente en dirección a la salida del edificio. Llego hasta ella. Veo una gran puerta abierta, por la que pasa mucha gente en ambas direcciones. Bajo unos escalones y llego a la calle.

Es temprano. Miro la hora en el reloj de pared y comprendo que debo apurarme. Un gato asustado cruza por entre peatones y vehículos. Lo miro correr y, sin saber por qué, me digo a mí mismo: “Hay otra realidad que mis ojos no ven todos los días”.


XIII. LA MUERTE

Creo que estoy en un teatro. Todo está a oscuras. Poco a poco comienza a iluminarse la escena, pero he aquí que yo estoy en ella. El ambiente es cinematográfico. Por allí luces de antorchas, en el fondo una gigantesca balanza de dos brazos. Creo que el techo, posiblemente abovedado, está a mucha altura porque no veo sus límites. Alcanzo a reconocer algunas paredes de roca, árboles y pantanos alrededor del centro de escena. Tal vez todo se continúe en una selva muy espesa. Por todas partes hay figuras humanas que se mueven furtivamente. Súbitamente dos sujetos encapuchados aferran mis brazos. Entonces una voz grave me pregunta:

–¿De dónde vienes?

No sé que responder así que explico que vengo de “adentro”.

–¿Qué es “adentro”?, –dice la voz.

Ensayo una respuesta: “Como vivo en la ciudad, el campo es ‘afuera’. Para la gente del campo, la ciudad también es ‘afuera’. Yo vivo en la ciudad o sea ‘adentro’ y por eso digo que vengo de ‘adentro’ y ahora estoy ‘afuera’”.

–Eso es una estupidez, tú entras a nuestros dominios de manera que vienes de “afuera”. Este no es el campo sino que es tu “adentro”. ¿No pensaste acaso que esto era un teatro? Entraste al teatro que, a su vez, está en tu ciudad. La ciudad en que vives está afuera del teatro. –No –respondo–, el teatro es parte de la ciudad en que vivo.

–Escucha insolente –dice la voz–, terminemos con esta discusión ridícula. Para empezar te diré que ya no vives en la ciudad. Vivías en la ciudad, por lo tanto tu espacio de “adentro” o de “afuera” se quedó en el pasado. Así, estás en otro espacio-tiempo. En esta dimensión las cosas funcionan de otra manera.

De inmediato, aparece al frente un vejete portando en su diestra un recipiente. Al llegar a mí introduce la otra mano en mi cuerpo como si este fuera de mantequilla. Primeramente extrae mi hígado y lo coloca en la vasija, luego procede con los riñones, el estómago, el corazón y, por último, saca sin profesionalismo todo lo que va encontrando hasta que termina desbordando el receptáculo. Por mi parte, no siento nada especial. El sujeto gira sobre sí mismo y llevando mis vísceras hasta la balanza, concluye depositándolas en uno de los platos que desciende hasta tocar el piso. Entonces pienso que estoy en una carnicería en la que se pesan trozos de animales ante la vista de los clientes. En efecto, una señora portando un cesto trata de apoderarse de mis entrañas, pero es rechazada por el vejete que le grita: “Pero ¿qué es esto? ¿Quién le ha autorizado a llevarse las piezas?” El personaje entonces, sube por una escalerilla hasta el plato en alto y allí deposita una pluma de búho en el plato vacío.

La voz vuelve a dirigirse a mi con estas palabras: “Ahora que estás muerto y has descendido hasta el umbral del mundo de las sombras, te dirás: ‘están pesando mis vísceras’, y será cierto. Pesar tus vísceras es pesar tus acciones”.

Los encapuchados que me flanqueaban dejan mis brazos en libertad y comienzo a caminar lentamente pero sin dirección precisa. La voz continúa: “Las vísceras bajas están en el fuego infernal. Los cuidadores del fuego se muestran siempre activos e impiden que se acerquen aquellos a quienes deseas”.

Me doy cuenta que la voz va guiando mis pasos y que a cada insinuación cambia la escena. La voz dice: “Primeramente, pagarás a los cuidadores. Luego entrarás al fuego y recordarás los sufrimientos que causaste a otros en la cadena del amor. (*)


“Pedirás perdón a los maltratados por ti y saldrás purificado únicamente cuando te reconcilies. (*)


“Entonces, llama por su nombre a los perjudicados y ruégales que te permitan ver sus rostros. Si ellos acceden, escucha con cuidado sus consejos porque estos son tan suaves como brisas lejanas. (*)


“Agradece con sinceridad y parte siguiendo la antorcha de tu guía. El guía atravesará oscuros pasadizos y llegará contigo a una cámara en donde aguardan las sombras de aquellos que has violentado en tu existencia. Ellos, todos ellos, están en la misma situación sufriente en la que un día los dejaras. (*)


“Pídeles perdón, reconcíliate y bésalos uno por uno antes de partir. (*)


“Sigue al guía que bien sabe llevarte a tus lugares de naufragio, a los lugares de las cosas irreparablemente yertas. ¡Oh, mundo de las grandes pérdidas en el que sonrisas y encantos y esperanzas son tu peso y tu fracaso! Contempla tu larga cadena de fracasos y para ello, pide al guía que alumbre lentamente todas aquellas ilusiones. (*)


“Reconcíliate contigo mismo, perdónate a ti mismo y ríe. Entonces verás como del cuerno de los sueños surge un viento que lleva hacia la nada el polvo de tus ilusorios fracasos”. (*)


De pronto, toda la escena cambia y me encuentro en otro ambiente en el que escucho: “Aún en el bosque oscuro y frío, sigues a tu guía. Las aves de malos presagios rozan tu cabeza. En los pantanos, lazos serpentinos te rodean. Haz que tu guía te lleve hacia la gruta. Allí no puedes avanzar a menos que pagues tu precio a las formas hostiles que defienden la entrada. Si, finalmente, logras penetrar pídele al guía que vaya iluminando a izquierda y a derecha. Ruégale que acerque su antorcha a los grandes cuerpos de mármol de aquellos que no has podido perdonar. (*)


“Perdónalos uno por uno y cuando tu sentimiento sea verdadero, las estatuas se irán convirtiendo en seres humanos que te sonreirán y extenderán hacia ti sus brazos en un himno de agradecimiento. (*)


“Sigue al guía fuera de la gruta y no mires atrás por ninguna circunstancia. Deja a tu guía y vuelve aquí, a donde se pesan las acciones de los muertos. Ahora mira el plato de balanza en el que están depositadas tus acciones y comprueba como éstas suben y son más livianas que una pluma.

Siento un quejido metálico al tiempo que veo elevarse el plato en el que está depositada la vasija.

Y la voz concluye: “Has perdonado a tu pasado. Demasiado tienes como para pretender más por ahora. Si tu ambición te llevara más lejos podría suceder que no volvieras a la región de los vivos. Demasiado tienes con la purificación de tu pasado. Yo te digo ahora: ‘Despierta y sal fuera de este lugar’”.

Las luces de la escena se van apagando lentamente, mientras siento que estoy afuera de aquel mundo y nuevamente adentro de éste. Pero también advierto que en este mundo contengo las experiencias de aquel otro.





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